Los reyes heréticos (26 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

—De modo que hoy veremos esa ciudad tuya —dijo a Kersik.

La mujer pareció divertida por alguna broma privada, como ocurría a menudo.

—Pues sí, lord Murad, si vuestros hombres están en condiciones de marchar.

—Están en condiciones. Son soldados de Hebrion —dijo Murad lentamente, y se apartó de ella con tal aire de desprecio que Hawkwood lo admiró a su pesar. La sonrisa de la mujer adquirió una cualidad falsa por un instante, y luego volvió a convertirse en un auténtico rayo de sol.

Partieron tras una frugal ración de la inevitable fruta. Hacía semanas que ninguno de ellos probaba la carne, y sentían nostalgia incluso al pensar en el cerdo salado del barco.

Otro día de esfuerzo. Aunque avanzaban por un camino pasable, tenían que turnarse para llevar a los dos soldados enfermos. Incluso Murad hacía su parte.

Había más vida en aquella parte de la jungla, si ello era posible. No los chillidos y carreras anteriores, sino los crujidos y golpes de bestias mayores moviéndose entre la vegetación. Kersik parecía ignorarlos, pero la compañía caminaba con las armas cargadas y las espadas desenvainadas. Eran conscientes de un cambio sutil en su entorno. Los árboles eran más pequeños, la bóveda vegetal menos densa. La jungla allí parecía casi un crecimiento secundario, como si estuviera reclamando una tierra que hubiera sido despejada anteriormente.

Para reforzar aquella impresión, encontraron los restos de enormes edificios construidos en piedra y medio ocultos a ambos lados del estrecho camino. Bardolin quiso detenerse a examinarlos, pues parecían estar cubiertos de inscripciones grabadas, pero Kersik no se lo permitió. Cuando la interrogó al respecto, la mujer pareció todavía más reticente a compartir su información que durante el viaje.

—Son
Undwa-Zantu
—dijo al fin, rindiéndose ante la insistencia de Bardolin.

—¿Qué significa eso? —preguntó el mago.

—Que son antiguos, de la época anterior, los primeros pueblos.

Con aquella frase desencadenó un torrente de preguntas de Bardolin y Hawkwood, pero se negó a contestar ninguna.

—Sabréis más cuando lleguemos a la ciudad —fue todo lo que dijo.

Habían alcanzado el pie de la montaña al norte del fondeadero. Podían verla claramente, incluso a través de la bóveda vegetal. Se erguía como un muro gris por encima de la jungla, que luchaba por mantenerse pegada a sus rodillas, pero que no tenía más remedio que abrirse y retirarse gradualmente.

—¿Cuánta distancia creéis que hemos recorrido? —preguntó Bardolin a Hawkwood.

El navegante encogió un solo hombro. Había tomado nota del rumbo con tanta frecuencia como había podido (Kersik se había mostrado totalmente fascinada por la brújula), y había hecho que Masudi y el gran Cortona contaran los pasos para comprobar sus cálculos, pero en el esfuerzo diario era muy probable que hubieran incurrido en grandes imprecisiones.

—Avanzamos casi directamente hacia el norte —dijo—. Desde que encontramos a la chica, diría que hemos recorrido unas sesenta leguas, pero hemos cambiado de rumbo varias veces.

Estaban en la parte de atrás de la columna. Kersik andaba a veinte yardas por delante, con Murad junto a ella como su consorte. Bardolin bajó la voz. El oído de la muchacha era más agudo que el de una bestia.

—Esquiva las preguntas como una serpiente. Lo sabe todo, estoy seguro de ello; tal vez conozca toda la historia de esta tierra, capitán. Porque tiene una historia, podéis estar seguro.

Esas ruinas parecen tan antiguas como las de las torres de vigilancia fimbrias que pueden verse en los pasos de las Hebros, y que tienen más de seis siglos.

—Tal vez encontremos las respuestas en esa ciudad que no para de mencionar, aunque desde luego no sé dónde puede estar. Por lo que ella dice, debe de estar en la ladera de esta maldita montaña; pero, ¿cómo es posible construir una ciudad en una pendiente tan empinada?

—No lo sé. Puede que, si realmente hay una ciudad en alguna parte, encontremos allí más respuestas de las que deseamos.

La columna hizo un alto. Murad les llamó para que acudieran a la vanguardia, y el mago y el navegante pasaron junto a la fila de soldados.

El camino estaba bloqueado por un trío de figuras tan fantásticas que incluso Murad perdió por un momento la compostura.

Eran de una altura inhumana, unos ocho pies. Tenían la piel negra, de un negro tan oscuro que hacía que la de Masudi pareciera amarillenta. Llevaban las piernas desnudas, y vestían con simples taparrabos, pero donde debían haber estado sus cabezas había unas máscaras increíbles. Una de ellas era una criatura parecida a un leopardo, aunque más pesada y musculosa. La otra tenía la cabeza de un gran mandril, con manchas de carne azulada a cada lado de la ancha nariz.

Pero las máscaras no eran máscaras. La figura de la cabeza de leopardo se lamió los dientes y movió los ojos. El mandril olfateó el aire, con un temblor de las fosas nasales. En sus manos humanas, las criaturas llevaban lanzas de filo de bronce, el doble de altas que un hombre, y cruelmente afiladas.

La tercera figura era diminuta en comparación, más baja incluso que Hawkwood. Parecía totalmente humana, y su piel, aunque muy bronceada, era pálida como la de un ramusiano.

Llevaba una bolsa informe de cuero flexible en lugar de sombrero, y una túnica de lino blanco que le cubría todo el cuerpo, a excepción de unas manos pequeñas y de dedos anchos. Su rostro estaba lleno de bolsas y papadas, con unos ojos negros y brillantes que asomaban tras unos cuencos hinchados. De no haber sido por su extraño atavío, habría podido pasar por un rico mercader de Abrusio habituado a comer y beber demasiado bien. Su único ornamento era un colgante de oro en forma de estrella de cinco puntas en torno a un círculo. Pendía de una cadena de oro que le rodeaba el cuello carnoso, y cuyos eslabones eran gruesos como el dedo de un niño.

—Gosa —dijo Kersik, inclinándose—. He traído a los del Viejo Mundo.

La cabeza de leopardo emitió un profundo gruñido.

—Bien hecho —dijo el hombre de la túnica de lino—. Pensé que sería buena idea escoltaros hasta Undi. Y estaba consumido por la curiosidad. Ha pasado mucho tiempo. —Su mirada recorrió a todos los miembros de la compañía, que permanecían en silencio detrás de Kersik. Incluso Murad parecía haberse quedado sin palabras.

—Saludos, hermano —dijo Gosa a Bardolin.

El mago parpadeó, pero no contestó. Su duende emitió un gritito que pareció casi una pregunta. La cabeza de leopardo volvió a gruñir.

Murad se adelantó, claramente furioso al no ser incluido en el intercambio.

Inmediatamente, el de la cabeza de mandril bajó su lanza hasta tocarle el pecho, obligándolo a detenerse.

Una serie de chasquidos. El sargento Mensurado, Cortona y los demás soldados se habían echado los arcabuces al hombro, amartillados y apuntando directamente al extraño trío en el centro del camino.

El humo de pólvora empezó a elevarse entre el grupo. Gosa lo olfateó, y sonrió para mostrarles sus dientes amarillentos, unos caninos casi abandonados por las encías.

—Ah, la verdadera esencia del Viejo Mundo —dijo, sin parecer inquieto en lo más mínimo por las armas que apuntaban a su amplio vientre—. Bajad las armas, caballeros; aquí no las necesitaréis. Ilkwa… ¡qué vergüenza! ¿No ves que el pobre hombre sólo trata de presentarse?

La alta lanza recuperó la verticalidad. Murad hizo una señal en dirección a Mensurado, y los hombres quitaron el martillo de los arcabuces, aunque dejaron la mecha lenta encendida.

—Murad de Galiapeno, a vuestro servicio —dijo irónicamente el noble.

—Gosa de Undi, al vuestro —dijo el grueso hombre de la túnica, con una leve inclinación—. ¿Nos acompañaréis a nuestra humilde ciudad, lord Murad? Hay comida esperando, y quienes lo deseen pueden bañarse.

Murad se inclinó a su vez. Gosa, Kersik y los dos extraños hombres bestia emprendieron la marcha. La compañía los siguió, todavía cargando con las camillas de los soldados febriles.

El mundo cambió en un abrir y cerrar de ojos.

La jungla desapareció. En un momento estaban caminando bajo el techo sombrío de los árboles, y al siguiente éstos se habían volatilizado. Un sol ininterrumpido los cegó. La frontera entre la vegetación y el vacío estéril era tan limpia como si una navaja gigantesca hubiera afeitado la ladera de la montaña, liberándola de todo lo que crecía.

Pudieron ver el auténtico tamaño del pico que se elevaba sobre ellos. La cumbre se perdía entre las nubes, y, aunque desde la distancia les había parecido perfectamente simétrica, desde su punto de observación pudieron distinguir unas interrupciones en el cono, hendiduras irregulares en los flancos de piedra, cascadas petrificadas por donde había brotado la lava, enfriada mucho tiempo atrás. Era un lugar salvaje, un desierto desprovisto de color, definido sólo en grises y negros. Había dunas de lo que parecía arena de ébano, extrañas burbujas de basalto, montículos, agujeros y muñones de géiseres solidificados. Bardolin pensó que se parecía al paisaje que había entrevisto largo tiempo atrás con el telescopio de Saffarac. Un paisaje lunar, muerto, de otro mundo.

La marcha se volvió más difícil, y los hombres resoplaban y jadeaban en su ascensión por la empinada ladera. Todavía había una especie de camino, un tosco pavimento de bloques de toba. Los montículos definían el trayecto zigzagueante por la faz de la montaña. Los hombres jadeaban bajo el calor abrasador, atragantándose con el polvo volcánico, con los rostros ennegrecidos por una sustancia que parecía hollín y sabía a cenizas. Se les resecaba en la boca y les raspaba la lengua y los dientes.

—No veo ninguna ciudad —dijo Murad a Kersik y Gosa—. ¿Adónde nos estáis llevando?

—Hay una ciudad, confiad en mí. —Gosa le sonrió, como un gnomo benévolo con astillas de obsidiana en lugar de ojos—. Undi no se encuentra fácilmente sin la ayuda de uno de sus habitantes. Y estamos subiendo por la ladera del Undabane. La Montaña Sagrada, de corazón de fuego y cuya ira ha sido aplacada. —Se detuvo—. Tened paciencia, lord Murad. Ya no estamos lejos.

La compañía se separó pese a todos los esfuerzos de Murad y Mensurado. Se sentían como una hilera de hormigas ascendiendo penosamente por la ladera de la monstruosa montaña. Los soldados hacían pausas para recuperar el aliento, y los que portaban las camillas se relevaban cada cien yardas. De modo que fueron Hawkwood y Bardolin, situados delante, quienes la vieron primero.

Una hendidura en la parte superior de aquella montaña cónica, una enorme abertura en su forma perfecta. La cumbre estaba todavía a seiscientos o setecientos pies por encima de ellos, pero habían avanzado lentamente hacia la cara oeste, y la hendidura era invisible desde el sur. Pudieron ver indicios de paredes oscuras en el interior, elevándose hasta alturas increíbles, y algo más.

En la base de la hendidura había una estatua monumental, prácticamente ya sin forma a causa de la acción de los elementos. Medía unos ciento veinte pies de altura, y su contorno era vagamente humanoide. Un trozo de lanza en su puño desmenuzado. Unos ojos profundos, visibles en un rostro que tenía hocico en lugar de nariz. La impresión de un torso poderoso.

Estaba construida con bloques de toba más grandes que la barcaza del galeón, y muy desgastados en las junturas, con lo que parecía que le hubieran superpuesto una rejilla.

El resto del grupo los alcanzó cuando Gosa, Kersik y los dos hombres bestia se detuvieron. Sólo había una camilla.

—Forza ha muerto —dijo Murad como respuesta a las miradas interrogantes—. No sabemos cuándo; nadie se ha dado cuenta. Lo hemos cubierto con un túmulo. —Parecía furioso consigo mismo, como si la culpa fuera suya—. Que Dios maldiga este país pestilente.

Gosa frunció los labios con desaprobación, pero no hizo ningún comentario. La compañía volvió a ponerse en marcha. Los soldados estaban enfurruñados y silenciosos, e incluso Mensurado guardaba silencio. La muerte del enfermo les parecía un mal presagio.

Las piedras resonaban bajo sus pies, y sus botas empapadas estaban llenas de cenizas que les irritaban los talones y los dedos. Apenas les quedaban unas gotas de agua en las cantimploras, y Murad ya no les permitía beber.

Llegaron a la sombra de la enorme estatua; las cabezas de los hombres alcanzaban apenas los tobillos de la figura.

El mundo se contrajo. Avanzaban por un lugar angosto cuyas paredes se elevaban cientos, tal vez miles de pies a cada lado, una abertura estrecha como una serpiente en el muro de la montaña, a través de la cual el viento silbaba y siseaba como un ser vivo. El agua caía en cintas relucientes por los costados de la escarpadura, y los hombres se detenían bajo las gotas con la lengua fuera, en actitud suplicante. Era un agua rancia, con sabor a hierro y llena de tierra, pero que sin embargo permitió que sus resecas lenguas recuperaran la movilidad.

El mundo volvió a abrirse, o más bien les estalló encima. Como el paso de la jungla al desierto de ceniza en la ladera de la montaña, la transición fue brusca y sorprendente.

Se encontraban en una cornisa de roca, tal vez a mil pies de altura en el interior de la montaña. El Undabane estaba hueco; era como una versión más grande del cráter que Murad había bautizado como Spinero. Podían levantar la vista y ver las paredes de la montaña alzarse en todas direcciones, verticales como acantilados, imposibles de escalar. El cielo azul y sin nubes era un semicírculo de color puro por encima de la roca.

Y más abajo había un círculo de brillante jungla, como si alguien lo hubiera levantado entero, todo un mundo pequeño y plano, para situarlo en el interior del Undabane, tras derribar la cima de aquella montaña hueca. El paisaje los dejó estupefactos. Había una curva oscura en el fondo del cráter, la sombra del borde de la montaña arrastrándose en pos del sol. Al observarla, Bardolin comprendió en un instante las fases de la luna.

Había edificios entre los árboles: pilones de basalto negro de tamaño monumental pero reducidos a la insignificancia por el entorno, casas de tejado plano construidas totalmente de piedra, y una pirámide escalonada tan alta como el campanario de Carcasson, y cuyos escalones parecían estar cubiertos de oro. Avenidas y carreteras. Una ciudad, desde luego. Un lugar totalmente distinto a lo que nadie hubiera visto o imaginado hasta el momento, y que hizo que sus bocas resecas perdieran la capacidad del habla por un momento. Ni siquiera Murad pudo encontrar nada que decir.

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