¿Qué pensar de aquella ciudad oculta? La piedra volcánica de los edificios era oscura y fría, pero las figuras erguidas y relucientes de sus habitantes seguían en movimiento (aunque ya no quedaban demasiados), y un fragmento de sol resplandecía como plata fundida en la parte superior de un costado del cráter; el último resto de luz. Pronto llegaría la noche. Era mejor esperar unos minutos.
Pero había algo más. Un… olor que parecía enloquecedoramente familiar.
El duende descendió por el alto muro como una mosca, cabeza abajo. Llegó al suelo y buscó un lugar más fresco y oscuro, que en Abrusio hubiera sido un callejón. Allí se agazapó y respiró el aire del día agonizante.
La luz desapareció como si alguien hubiera cubierto lentamente una gran lámpara más allá del horizonte del mundo. Era posible sentir la llegada de la noche como algo tangible. En cuestión de minutos, la ciudad se había sumido en la oscuridad.
Pero no era oscuridad para el duende. Sus ojos empezaron a brillar en la penumbra del callejón, y su visión se volvió más aguda.
Y aquel olor continuaba presente, un recuerdo indefinido de algo en su pasado.
Manos a la obra, amiguito
. La mente de Bardolin lo empujó suavemente mientras el duende permanecía entre las sombras, entre desconcertado y fascinado.
Obedeció la orden de una mente que se estaba fundiendo con la suya gradualmente. Se deslizó junto a los muros de la casa que aprisionaba a la compañía, en busca de la puerta principal, de otra ventana o de cualquier forma de entrada o salida.
Había cosas en movimiento en las calles de la ciudad. Para el duende, eran brillos repentinos y deslumbrantes que aparecían y desaparecían. Era el calor de sus cuerpos lo que los hacía tan luminosos. El duende gimió, deseoso de esconderse. Bardolin tuvo que cederle otra parte de su voluntad para mantenerlo bajo control.
Allí; la puerta por donde habían entrado. Estaba cerrada, pero no había rastro de Kersik, Gosa ni los guardias con cabeza de bestia. El duende se acercó a ella, escuchó y oyó la voz de Murad en el interior. Rió para sí con una diversión que en parte era de Bardolin, y aplicó un ojo brillante a la ranura bajo la puerta. Ninguna luz, ninguna sensación de calor procedente de un cuerpo vivo y expectante.
Empuja la puerta
, le dijo Bardolin, pero antes de poder obedecer percibió un calor creciente a su espalda, el aliento cálido de un ser vivo. Se volvió, alarmado.
Un hombre tal vez habría visto una sombra alta y corpulenta inclinada sobre él, con dos luces amarillas relucientes y parpadeantes en lugar de ojos. Pero el duende vio un resplandor como el del sol, el brillo de un corazón enorme que latía entre la red de huesos de su pecho. Vio el calor que emanaba de la criatura en resplandecientes olas de luz. Y cuando abrió la boca, pareció respirar fuego, una calefacción humeante que chamuscó la piel sudorosa del duende.
—Bien hallado, hermano mago —dijo una voz, distorsionada, bestial, pero pese a todo reconocible—. Eres ingenioso, pero predecible. Supongo que no has tenido elección; esa pestilencia purulenta de noble no te habrá dejado más opciones.
El ser era un simio gigantesco, un mandril, pero hablaba con la voz de Gosa.
—Vamos. Te hemos hecho esperar demasiado. Es hora de que conozcas al amo.
Una zarpa enorme descendió y atrapó al duende cuando éste trataba de saltar hacia la libertad. El simio que era Gosa se echó a reír, un sonido parecido al chillido de un mono, pero provisto de una racionalidad que resultaba horrible de escuchar. El duende fue estrujado contra el pecho colgante de la bestia, medio sofocado por su intenso calor y por el hedor del cambiaformas, que había percibido sin reconocerlo. Se le había mezclado con los recuerdos de Griella, la muchacha que había sido una loba y que había muerto antes de poner el pie en aquel continente. No había sabido identificar el peligro que se avecinaba.
El hombre mono partió a toda velocidad, impulsándose con la mano libre mientras avanzaba sobre las cortas patas traseras, en un movimiento balanceante que parecía ir ganando impulso. Bardolin comprendió que su familiar era llevado a la pirámide escalonada en el corazón de la ciudad.
Pasaron junto a otras criaturas en las calles: cambiaformas de todas clases, bestias de pesadilla que apestaban a dweomer, animales y hombres deformes. Undi de noche era una mascarada, un teatro de lo grotesco y lo impuro. Bardolin recordó los cuadros de los pequeños templos en las Hebros, donde los hombres aún tenían el corazón pagano. Representaciones del infierno donde el diablo era el director de un circo monstruoso, un carnaval deforme y demoniaco. Las calles de Undi estaban llenas de demonios en movimiento.
Hubiera debido retirarse en aquel momento, abandonar al duende a su suerte y regresar a su propio cuerpo, advertir a los demás de lo que les aguardaba fuera de los muros de la casa donde estaban prisioneros. Pero, por algún motivo, no podía, todavía no. Dos cosas lo mantenían mirando a través de los ojos del duende y sintiendo su terror: una, le provocaba auténtico pánico la idea de abandonar a su familiar, y con él una buena parte de su propia fuerza y esencia; la otra no era nada más que curiosidad pura y simple, y que incluso en medio de su pánico le obligaba a seguir empleando los ojos del duende para estudiar el aspecto de la ciudad nocturna. Lo llevaban a presencia de alguien que tal vez conocía todas las respuestas, y, del mismo modo que Murad anhelaba poder, Bardolin ansiaba información. Permanecería un rato más en la consciencia del duende. Tenía que saber qué había en el corazón de aquel lugar. Tenía que saberlo.
—¿Qué puede estar haciendo? —quiso saber Murad, paseando con inquietud. La habitación estaba iluminada sólo por unas cuantas lámparas diminutas de cerámica que habían encontrado entre las bandejas y los platos, pero la mecha encendida de los soldados relucía en puntos diminutos, y el lugar estaba lleno del hedor a humo de pólvora. Bardolin permanecía tendido con los ojos abiertos y sin ver, inmóvil como la estatua de un noble sobre el sarcófago de su tumba.
—Sólo hemos quemado dos pies de mecha, señor —dijo Mensurado—. Eso es media hora. No ha pasado tanto rato.
—Cuando quiera tu opinión, sargento, te la pediré —dijo Murad con tono gélido. Los ojos de Mensurado se volvieron duros como el pedernal.
—Sí, señor.
—Ha oscurecido —dijo Hawkwood—. Podría ser que estuviera esperando el momento apropiado. Es posible que haya guardias, y sólo es un duende, después de todo.
—¡Hechiceros! ¡Duendes! —espetó Murad—. Estoy harto de todos ellos. ¡Hermano mago! Por lo que sabemos, puede haberse aliado con sus amigos nigromantes, y estar conspirando para entregarnos a ellos.
—Por el amor de Dios, Murad —dijo Hawkwood, agotado.
Pero el noble no le escuchaba.
—Hemos esperado el tiempo suficiente. O el mago nos ha traicionado, o su duende se ha encontrado con algún problema. Debemos salir de aquí sin ayuda, por nuestros propios medios. Sargento Mensurado…
—Señor.
—Quiero esa puerta derribada. Dos hombres que carguen con el mago dormido…
Hawkwood, que vuestros marineros se ocupen de él. Queremos tener tantos arcabuces preparados como sea posible.
—¿Y qué hay de Gerrera, señor? —dijo uno de los soldados, señalando a su camarada enfermo, que yacía en el suelo sobre su camilla, con el rostro tenso y convertido en una máscara pálida de sudor.
—De acuerdo. Llevadlo entre otros dos hombres. Hawkwood, echad una mano. Eso nos deja con siete arcabuces libres. Tendrá que bastar. Sargento, la puerta.
Mensurado y Cortona, los dos hombres más fuertes de la compañía, tal vez con la excepción de Masudi, se acercaron a las puertas dobles de madera como si fueran un contrincante en un ring de boxeo. Los dos hombres se miraron, asintieron con aire sombrío y cargaron, apoyando el peso en los hombros derechos.
Rebotaron como pelotas contra una pared, hicieron una pausa y volvieron a cargar.
Las puertas crujieron y se agrietaron. Junto a los goznes de una de ellas apareció una raja blanca.
Cargaron tres veces más, cambiando de hombro cada vez, y al quinto intento las puertas cedieron y se rompieron. El madero que las bloqueaba se había partido en dos, y los goznes de bronce fueron casi arrancados de la pared.
La compañía vaciló un instante mientras se apagaban los ecos del golpe. Cortona y Mensurado respiraban pesadamente, frotándose los magullados hombros. Finalmente, Hawkwood levantó una de las lámparas de cerámica e inspeccionó la oscuridad del vestíbulo, donde habían conocido al anciano Faku y sus asistentes. El lugar estaba desierto, y la puerta de la calle cerrada. La noche parecía extrañamente silenciosa tras los ruidos de la jungla a que se habían acostumbrado.
—Parece que no hay nadie —dijo a Murad. Levantó la lámpara en todas direcciones.
Había una escalera de piedra en la parte trasera de la gran habitación. El agua corriente de las bañeras había dejado de oírse, a excepción de algún goteo ocasional. Las sombras giraban y se movían por todas partes, como fantasmas inquietos.
—¿Ahora qué?
—Registraremos las otras habitaciones —dijo Murad—. Mensurado, encárgate. Puede que el duende se haya perdido en algún lugar cercano o en el piso de arriba. Y es posible que esa Kersik continúe por aquí.
Mensurado condujo a un trío de soldados escaleras arriba.
—Esto no me gusta —dijo Hawkwood—. ¿Por qué iban a dejarnos sin vigilancia? Se les debe de haber ocurrido que trataríamos de derribar la puerta.
—Todos son magos y hechiceros —dijo Murad—. ¿Quién sabe cómo funcionan sus mentes?
Oyeron las botas de Mensurado y sus compañeros por encima de su cabeza, luego fragmentos de conversación, y finalmente un grito, no de miedo sino más bien de sorpresa.
Hawkwood y Murad se miraron. Hubo un sonido de voces en el piso de arriba, ruido de pasos y objetos pesados arrastrados por el suelo.
Mensurado bajó corriendo las escaleras.
—Señor… Echad un vistazo a esto.
Sostenía un puñado de monedas.
Monedas de oro normanias. En una cara había una representación de las torres de la destruida Carcasson, y en la otra un mapa tosco y estilizado del continente. Dinero acuñado en los bancos, que no pertenecía a ningún país en particular, sino que se empleaba en las grandes transacciones entre reyes y gobiernos. Monedas como aquellas servían para sobornar a príncipes, comprar mercenarios y forjar cañones.
—Hay cofres y cofres llenos hasta arriba, señor —estaba diciendo Mensurado—. El rescate de un rey, el botín de una docena de vidas.
Murad mordió una de las monedas.
—Son auténticas, por Dios. ¿Y decís que hay cofres llenos, sargento?
—Quintales y quintales, señor. Nunca he visto nada parecido. No habría más en el tesoro de un reino.
Murad lanzó la moneda a un lado; cayó con un suave beso de metal sobre la piedra.
—Todo el mundo arriba. Dejad aquí a Gerrera y al mago por el momento. Quiero que llenéis todas las bolsas y bolsillos. Todos tendréis vuestra parte, no temáis.
Mensurado y él tenían un destello en los ojos que Hawkwood no había visto hasta entonces. Cuando salieron de la habitación, Hawkwood se inclinó junto al inmóvil Bardolin y lo sacudió.
—Bardolin, por el amor de Dios, despertad. ¿Dónde estáis?
Ninguna respuesta. Los ojos del viejo mago seguían abiertos de par en par, y su rostro tan inmóvil como el de un cadáver.
Parecía que auténticas cascadas de monedas se estuvieran derramando sobre el suelo en el piso de arriba. Unos cuantos golpes cuando alguien atacó un cofre, astillando la madera.
Hawkwood no sentía ningún deseo de tomar parte en aquel festival de avaricia. Le gustaba el oro como al que más, pero había un lugar y un momento para cada cosa. Cuando Mihal se apartó de su lado para probar suerte arriba, Hawkwood le ordenó bruscamente que se quedara.
Mihal y Masudi le miraron implorantes, pero él sacudió la cabeza.
—Ya veréis, chicos. Nada bueno saldrá de este oro. Yo me conformaría con escapar de aquí con el pellejo intacto. Eso es riqueza suficiente.
Masudi sonrió con melancolía.
—Supongo que no podríamos correr con los bolsillos llenos de oro.
—Y tampoco podríamos comérnoslo —añadió Mihal, resignado.
Los soldados empezaron a descender torpemente, con los bolsillos hinchados. Incluso habían metido monedas en la parte delantera de sus camisas, adquiriendo así barrigas tintineantes. Cuatro de ellos transportaban dos cofres de madera. Murad bajó el último, sosteniendo una lámpara y con aspecto de estar algo aturdido.
—Volveremos —estaba diciendo en voz baja—. Un día volveremos con una docena de tercios.
—Yo preferiría tener los tercios ahora —dijo Hawkwood con aspereza—. Si queremos salir de este sitio, será mejor que nos marchemos ahora. No hay forma de saber cuándo volverán Gosa y sus criaturas.
—Soy consciente de la necesidad de apresurarse, capitán —espetó Murad—. Lo que llevamos con nosotros podría equipar toda una flotilla de barcos… ¿Y podéis imaginar el apoyo que encontraremos cuando se sepa que el Continente Occidental está repleto de oro?
Podríamos regresar aquí con un ejército y borrar para siempre del mapa a todos esos monstruos y hechiceros.
—Es oro, sí, pero acuñado en forma de coronas normanias, Murad —dijo Hawkwood—.
¿Habéis pensado en eso? ¿Para qué lo estarán usando, si no es para gastarlo en el Viejo Mundo? No sabemos nada de lo que ocurre en esta tierra, ni de cómo afecta a los estados ramusianos de Normannia.
—Lo averiguaremos en otra ocasión —dijo el noble—. Por el momento, lo único que quiero es salir de este sitio. Mensurado, la puerta. Vosotros dos, encargaos de Gerrera.
Torpes y tintineantes, los soldados recogieron sus cosas y se prepararon para salir.
Pero la puerta se abrió antes de que Mensurado pudiera llegar a ella. En el umbral había una figura negra vestida de blanco. El anciano, Faku. Abrió la boca.
Un disparo, sorprendentemente fuerte en el espacio cerrado. Faku salió despedido del umbral.
—Un hechicero menos —gruñó Mensurado, y recargó su arcabuz con la velocidad fruto de la práctica.
—Debemos movernos rápido —dijo Murad—. Ese disparo se habrá oído en toda la ciudad. ¡Fuera! Traed los cofres.
Entre los cofres y las formas inertes de Bardolin y Gerrera, sólo Mensurado y otros dos soldados tenían las manos libres. La compañía salió a la cálida noche, pasando sobre el cuerpo de Faku como si fuera un bache en el camino. Hawkwood cerró los ojos del anciano, maldiciendo entre dientes.