Read Los reyes heréticos Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (20 page)

—¡Apartaos! No puede haber nada metálico cerca cuando haga esto. Dejadme algo de espacio.

Los hombres se retiraron mientras Hawkwood hacía flotar el hierro en el agua.

Permaneció agazapado unos instantes, observándolo, y luego dijo a Murad:

—El riachuelo viene de la dirección norte-noroeste. Si lo seguimos (y es el camino más fácil), tendremos que volver en dirección este-sureste.

Vació el cuenco, volvió a guardarlo todo en la caja y se incorporó.

—Una brújula portátil —dijo Bardolin—. ¡Qué sencillo! Pero el principio sigue siendo el mismo. Debí darme cuenta.

—Seguiremos la dirección del riachuelo —dijo Murad. Se volvió a Di Souza—. Haremos tres disparos si tenemos problemas. Cuando los oigáis, recoged las cosas y volved al barco. No tratéis de seguirnos, alférez. Regresaremos por nuestros propios medios. El mismo procedimiento se aplicará si sucede algo aquí mientras estamos fuera. Pero, de todos modos, tengo intención de regresar mucho antes de que oscurezca.

Di Souza saludó.

El grupo emprendió la marcha: Murad, Hawkwood, Bardolin y diez soldados.

Avanzaban por la corriente, pues era el camino que ofrecía menos resistencia, y tenían la impresión de estar atravesando un túnel verde iluminado por un resplandor procedente de arriba. El ambiente era crepuscular, con ocasionales rayos de sol abriéndose paso a través de la bóveda para ofrecerles un increíble contraste con la penumbra constante.

Pasaron agachados bajo ramas colgantes y esquivaron raíces enormes, gruesas como el muslo de un hombre, que dormitaban en el agua como animales soñolientos que hubieran acudido a beber. Cortaron velos colgantes de musgo y enredaderas, y se apartaron a toda prisa del brillo repentino de las serpientes, resplandecientes como piedras preciosas, que avanzaban sobre el mantillo del suelo, concentradas en sus propios asuntos.

Empezó a hacer más calor. El ruido del mar desapareció por completo, como un recuerdo vívido pero lejano. Se encontraban en una catedral bulliciosa cuyas columnas eran los gigantescos árboles, cuyo tejado centelleaba con luces y movimientos distantes, entre los gritos burlones de las aves salvajes.

El terreno se elevó bajo sus pies, y de la tierra empezaron a brotar rocas, como huesos de la tierra que asomaran a través de su piel descompuesta. Su avance se volvió más dificultoso. Los soldados tenían las cabezas bajas y los arcabuces al hombro, jadeando como fuelles rotos. Una nube de pájaros diminutos e iridiscentes pasó a través de la compañía como joyas aéreas. Iban de un lado a otro, girando al unísono como un banco de peces en movimiento, con una velocidad casi despectiva. Unos pocos soldados trataron de ahuyentarlos con culatas y espadas, pero los pájaros los esquivaron entre susurros, en una lluvia de amatista y lapislázuli, antes de ascender hacia la bóveda vegetal.

La corriente desapareció en una maraña de rocas y arbustos, y la jungla se cerró sobre ellos por completo. La pendiente era más pronunciada, y cada paso era un esfuerzo. Los hombres tomaban agua con las manos o los yelmos, bebiéndola y mojándose la cara. Estaba tibia como la leche de una nodriza, y a duras penas conseguía humedecerles la boca. Murad los condujo hacia delante, cortando con un machete de marinero la barrera de vegetación que les cerraba el paso, con los pies resbalando y torciéndose sobre las rocas musgosas, y las botas chapoteando en el barro.

Encontraron hormigas del tamaño del meñique de un hombre, cargadas con hojas verdes y brillantes como la vela de una goleta. Vieron escarabajos reluciendo sobre el suelo, con cuerpos anchos como manzanas y cabezas blindadas adornadas con cuernos. Lagartos con collares los contemplaban en silencio desde las ramas, mientras los colores de su piel pasaban del esmeralda al turquesa.

Volvieron a comprobar el rumbo desde el origen del riachuelo y se dirigieron al noroeste, dado que el camino parecía más fácil en aquella dirección. Murad destacó a un soldado para que marcara un árbol cada veinte yardas, tan densa era la vegetación. Avanzaban torpemente en pos del delgado noble como si fuera una especie de profeta enloquecido guiándolos hacia el paraíso, y el sargento Mensurado, con la voz convertida en un graznido de tanto gritar, azuzaba a los rezagados con empujones, golpes y susurros venenosos.

La jungla empezó a abrirse ligeramente. Había más espacio entre los árboles, y el terreno estaba sembrado de rocas, algunas tan largas como las culebrinas de un barco. El suelo cambió de textura y se volvió oscuro y áspero, casi como arena negra, que se les metía en las botas y les irritaba los dedos de los pies.

Entonces Murad se detuvo en seco.

Hawkwood y Bardolin estaban más atrás en la fila. Murad los llamó con un siseo bajo.

—¿Qué? —preguntó Hawkwood.

Murad señaló, sin apartar los ojos de lo que los había atraído.

En un árbol, a unos cuarenta pies por encima del suelo. La bóveda se interrumpía en aquel lugar, permitiendo el paso de los rayos del sol. Hawkwood entrecerró los ojos ante el desacostumbrado resplandor.

—Santo Dios —dijo Bardolin junto a él.

Entonces Hawkwood también lo vio.

Estaba sobre una enorme rama plana, aplastado contra el tronco del que surgía su punto de apoyo. Era casi del mismo tono que la corteza color nuez del árbol, y ésa era la razón de que Hawkwood no lo hubiera distinguido al principio. Pero entonces la criatura volvió la cabeza, y el movimiento captó su atención.

Una especie de pájaro enorme. Sus alas eran como las de un murciélago, pero más correosas. Rodeaban el tronco del árbol, y había garras al extremo de su estructura esquelética.

Era difícil decir con seguridad dónde empezaban y dónde terminaba la piel del propio árbol, tan bueno era el camuflaje de la bestia, pero se trataba de una criatura muy grande. Su cuerpo arrugado, sin plumas ni pelo, era alto como el de un hombre, y la envergadura de sus alas debía de ser de tres brazas o más. El largo cuello soportaba una cabeza cadavérica, con unos ojos sorprendentemente pequeños, situados en la parte delantera de la cara como los de un búho, y con un pico negro y afilado entre ellos.

Los ojos parpadearon lentamente. Eran amarillos y rasgados. La criatura no parecía asustada del grupo de hombres, sino que los estudiaba con gran interés; casi se hubiera dicho que con inteligencia.

Bardolin se adelantó, y con la mano derecha trazó un pequeño resplandor en el aire. La criatura lo observó sin miedo, al parecer intrigada.

Hubo un estampido, una erupción de llama y una nube de humo.

—¡Alto el fuego, malditos seáis! —gritó Murad.

La criatura se separó del árbol y pareció caer hacia atrás. Volteó en su caída con increíble elegancia y velocidad; luego las grandes alas se abrieron, y se agitaron por dos veces levantando grandes corrientes de aire, que ahuyentaron el humo y levantaron el sudoroso cabello de la frente de Hawkwood. Las alas atronaron como velas. La criatura alcanzó la bóveda, y luego distinguieron una forma contra el cielo azul de más allá, que se convirtió en una mancha y desapareció.

—¿Quién ha disparado? —preguntó Murad—. ¿De quién era el arma? —Estaba temblando de ira. Un soldado cuyo arcabuz emitía humo se encogió visiblemente cuando Murad se dirigió hacia él.

El sargento Mensurado se interpuso entre ellos.

—Ha sido culpa mía, señor. Dije a los hombres que amartillaran y que tuvieran las mechas encendidas. Y Glabrio ha tropezado, señor. Debe de haber sido por la visión de ese monstruo. No volverá a ocurrir. Yo mismo me encargaré de él cuando volvamos.

Murad contempló furioso a su sargento, pero finalmente se limitó a asentir.

—Hacedlo, Mensurado. Es una lástima que el muy idiota haya fallado, ya que tenía que disparar. Me hubiera gustado observar esa cosa más de cerca.

Varios soldados trazaron discretamente el signo del Santo. No parecían compartir el deseo de su comandante.

—¿Qué era eso, Bardolin? —preguntó Murad al mago—. ¿Alguna idea?

El rostro del anciano mago parecía inusualmente preocupado.

—Nunca he visto nada remotamente parecido, excepto tal vez en las páginas de un bestiario. Era una cosa retorcida, antinatural. ¿Habéis visto sus ojos? Había una mente tras ellos, Murad. Y apestaba a dweomer.

—¿Era una criatura mágica, entonces? —dijo Hawkwood.

—Sí. Más que eso, una criatura creada; y no por la mano de Dios, sino por la hechicería de los hombres. Pero el poder que se necesitaría para traer una cosa así al mundo y darle permanencia… es increíble. No hubiera pensado que existiera ningún mago vivo con semejante poder. Si yo intentara algo parecido, moriría de inmediato.

—¿Qué es lo que habéis hecho brillar en el aire? —quiso saber Murad.

—Un glifo. El feralismo es una mis disciplinas. Estaba intentando leer el corazón de la bestia.

—¿Y lo habéis conseguido?

—No… No he podido.

—¡Maldito sea ese imbécil hijo de perra que ha apretado el gatillo!

—No, no ha sido por eso. No he podido leer el corazón de la criatura porque no era una verdadera bestia.

—¿Qué estáis diciendo, mago?

—No estoy seguro. Lo que creo que estoy diciendo es que había humanidad en la bestia. Un alma, si lo preferís.

Murad y Hawkwood contemplaron al mago en silencio. El duende miró a su alrededor y se destapó las orejas cautelosamente. Detestaba los ruidos fuertes.

Murad se dio cuenta de que los soldados se habían apiñado a su alrededor para escuchar. Su rostro se endureció.

—Seguiremos adelante. Podemos hablar de esto más tarde. Sargento Mensurado, aseguraos de que los hombres no amartillan los arcabuces. No quiero más disparos, o el alférez Di Souza ordenará la evacuación del campamento.

Aquello provocó una carcajada nerviosa. Los hombres volvieron a formar filas, y emprendieron la marcha. Bardolin los siguió en silencio, con profundas arrugas de preocupación entre las cejas.

El terreno seguía ascendiendo. Parecía que se encontraran en la ladera de una colina o una montaña baja. La marcha era difícil, porque la sustancia negra y arenosa del suelo se hundía bajo sus botas. Era como si caminaran por el costado de una duna enorme, con los pies resbalando una yarda hacia atrás por cada yarda que avanzaban.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó Murad. Se palmeó la cara para aplastar a un insecto, haciendo una mueca.

—Ceniza, creo —dijo Hawkwood—. Aquí hubo un gran incendio. Debe de haber media braza de profundidad.

Había rocas, negras y casi cristalinas en algunos lugares. Los árboles las estaban partiendo lentamente, empujándolas pendiente abajo. ¡Y los árboles! En ningún lugar del mundo, pensó Hawkwood, ni siquiera en Gabrion, podía haber árboles como aquéllos, rectos como lanzas, duros como el bronce. El carpintero de un barco podría fabricar un palo mayor con un solo tronco, o toda una quilla con dos. Pero el esfuerzo necesario para talar aquellos gigantes del bosque… Con aquel calor, podría matar a un hombre.

Un rato eterno y agotador durante el que mantuvieron las cabezas bajas, y se olvidaron de todo excepto del siguiente paso frente a ellos. Varios soldados tuvieron que hacer una pausa en sus esfuerzos para vomitar, con los ojos hinchados. Murad les autorizó a quitarse los yelmos y aflojarse las corazas, pero los hombres daban la impresión de estarse cociendo vivos lentamente en el interior de la pesada armadura.

Finalmente vieron luz delante de ellos, un espacio abierto y sin árboles. Ante ellos había una breve extensión de roca desnuda, cenizas y grava, y luego nada más que un cielo azul y sin nubes.

Se inclinaron para aferrarse las rodillas, con los estómagos revueltos, parpadeando y haciendo muecas bajo la luz del sol. Varios soldados se tumbaron de espaldas y permanecieron inmóviles, como escarabajos brillantes, incapaces de hacer nada más que inhalar bocanadas de aquel aire ardiente.

Cuando Hawkwood se incorporó al fin, la visión que tenía delante le hizo gritar de sorpresa.

Estaban por encima de la jungla, y, al parecer, en uno de los puntos más altos de aquel nuevo mundo. Habían llegado a la cumbre de lo que resultó ser un risco muy escarpado de forma circular, una simetría extrañamente perfecta.

No había ningún obstáculo para la perfecta visión del panorama. Si se volvía, podía ver el Océano Occidental extendiéndose hasta el horizonte. Allí estaba anclado el
Águila
, distante como el juguete de un niño. Una línea de espuma blanca a lo largo de la costa señalaba los arrecifes, y había una serie de islas pequeñas y cónicas hacia el norte, tal vez a ocho leguas de distancia.

En el interior, la jungla avanzaba hacia el oeste en una alfombra verde y eterna, siniestra, brillante y misteriosa. Su masa quedaba interrumpida por más formaciones idénticas a aquélla sobre la que se encontraban: círculos de roca desnuda entre el verdor, estériles como lápidas, antinaturales. Cubrían la jungla como llagas resecas, y, más allá de ellos, a lo lejos y casi invisibles entre la neblina provocada por el calor, unas montañas altas y azuladas como el humo.

Al noroeste había algo más. Una concentración de nubes de tormenta, como yunques de vapor furibundo, grises y densas en su parte más baja. Una sombra dominaba aquel horizonte, ascendiendo más y más hasta que su cima se perdía entre las nubes. Una montaña, un cono perfecto. Era más alta que los gigantes graníticos de las Hebros. Tal vez quince mil pies, aunque era difícil decirlo con la cumbre perdida entre remolinos de vapor.

—Cráteres —dijo Bardolin, apareciendo junto a él.

—¿Qué?

—Saffarac de Cartigella, un amigo mío, tuvo una vez un telescopio, un aparato construido con dos lentes muy finas montadas en un tubo de cuero. Esperaba encontrar evidencias para su teoría de que la tierra se mueve en torno al sol, y no a la inversa. Observó la luna, el cuerpo celestial más cercano, y vio tres formaciones como éstas. Cráteres. Postuló dos causas: una, se habían producido una serie de grandes explosiones de roca en llamas en el suelo de la luna…

—¿Como de pólvora, queréis decir?

—Sí. O dos, habían sido causados por el impacto de grandes rocas sobre su superficie, como aquélla que cayó en Fulk hace unos diez años. Era del tamaño de un caballo, y ardía como un ascua al chocar contra el suelo. Se ven en las noches claras, como rayos de luz cayendo a la tierra. Estrellas moribundas que exhalan su último suspiro en un estallido de luz y belleza.

Other books

Trusting Stone by Alexa Sinclaire
The Fairy Rebel by Lynne Reid Banks
Rainbows and Rapture by Rebecca Paisley
The Boy Who Cried Fish by A. F. Harrold
Over You by Lucy Diamond
Like Never Before by Melissa Tagg
Passion Ignites by Donna Grant