Los reyes heréticos (17 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

«Ahí fuera sigue siendo de noche, pero todavía puedo usar los años que me quedan para llevar el amanecer a la tierra del otro lado de esas montañas.»

Una lágrima cayó de la nariz de Albrec para aterrizar sobre la preciosa página, y el monje la secó enseguida, furioso consigo mismo.

Podía ver el amanecer de aquella lejana mañana, cuando el bendito Santo, en el ocaso de su vida, en pie sobre una colina de Ostiber (u Ostrabar, como se había llamado más tarde), había conversado con sus seguidores, también envejecidos tras sus viajes junto a él. Allí había estado San Bonneval, que se convertiría en el primer pontífice de la Santa Iglesia, y también San Ubaldius de Neyr, que llegaría a ser el primer vicario general de la orden inceptina. Los hombres que contemplaron aquel amanecer sobre las montañas orientales se convertirían en los padres fundadores de la fe ramusiana, canonizados y reverenciados por las generaciones posteriores, invocados por la gente común en sus oraciones, inmortalizados en miles de estatuas y tapices por todo el mundo.

Pero aquella mañana, a la luz del amanecer de un día desde el que habían transcurrido más de cinco siglos, no eran más que un grupo de hombres asustados y entristecidos ante la idea de perder al que había sido su mentor, su líder, el punto de apoyo de sus vidas.

¿Y quién era el misterioso narrador? ¿Quién era el autor de aquel precioso documento?

¿Realmente había estado allí, como uno de los pocos elegidos que habían acompañado al Santo por las provincias del imperio, propagando la fe?

Albrec volvió las frágiles páginas, lamentándose por las hojas perdidas y los párrafos ilegibles.

Aquella mañana en Ostrabar se había convertido en un día sagrado para la Iglesia y todos los ramusianos. Había sido el último día de la vida del Santo sobre la tierra, antes de ascender al cielo desde aquella colina ante la mirada de sus seguidores, que contemplaron cómo Dios acogía en su seno al más fiel de sus siervos. Hasta que Ostiber cayó en manos de los merduk y se convirtió en Ostrabar, la colina había sido un lugar sagrado de peregrinación para los ramusianos del continente, y se había erigido allí una iglesia pocos años después del milagroso acontecimiento.

Por lo menos, eso era lo que Albrec y los demás miembros de la fe ramusiana habían aprendido. Pero el documento contaba una historia totalmente distinta.

No se llevó a nadie consigo, ni quiso aceptar a ningún compañero, y nos prohibió seguirle. Se alejó montado en una muía, con el rostro vuelto hacia el este, de donde surge la mañana. Cuando lo vimos por última vez, se encontraba en los pasos inferiores de las montañas, cada vez más arriba. Y así fue cómo Occidente lo perdió para siempre.

Había sido aquel fragmento, y las páginas sucesivas, lo que había mantenido a Albrec despierto durante toda la noche, leyendo y rezando hasta tener los ojos enrojecidos y las rodillas frías y doloridas a causa de las losas del suelo. No se mencionaba ninguna ascensión al cielo, ninguna visión gloriosa del Santo entrando en el reino de Dios. Ramusio había sido visto por última vez como una figura diminuta montada en una muía, de camino hacia las cumbres de las montañas más terribles del mundo. Las implicaciones de aquello hicieron temblar a Albrec.

Pero la historia no acababa allí. Había más.

Entre las personas que cruzaban con frecuencia las fronteras del imperio en aquel tiempo, había un mercader llamado Ochali, un merduk que se atrevía a enfrentarse cada año a los pasos de las Jafrar con sus caravanas de camellos y sus cargamentos de sedas, pieles y marfil de las estepas procedentes de las tierras de Kurasan y Kambaksk, más allá de las montañas. Era un adorador del Dios Cornudo, como todos los que vivían al otro lado del río Ostio. «Kerunnos» era el nombre prohibido que él y su pueblo daban a su dios, y cada verano, cuando llegaba a las provincias del imperio, Ochali le daba gracias y le ofrecía sacrificios en los santuarios de las tribus junto al camino. Pero un verano, unos ocho años después de la partida de Ramusio hacia el este, dejó de ofrecer sus sacrificios habituales al Dios Cornudo.

Los que le conocían le preguntaron por qué, y él les contó que había encontrado una nueva fe, una fe verdadera que no tenía nada que ver con sacrificios ni ídolos. Les dijo que un anciano llevaba varios años predicando en los campamentos de los pueblos esteparios, y que sus palabras le habían granjeado muchos seguidores. Una nueva religión estaba naciendo en las tierras lejanas de los merduk, e incluso los jefes tribales la habían adoptado.

Cuando los conocidos de Ochali en la provincia de Ostiber quisieron saber más, él se negó a dar más detalles, diciendo sólo que los pueblos merduk habían encontrado a un profeta, un líder santo que les sacaría de la oscuridad y que acabaría con las interminables guerras tribales que desde siempre habían castigado a su pueblo. Los merduk ya no se mataban entre sí en las distantes estepas más allá de las Jafrar, y los hombres vivían allí en hermandad y armonía. El profeta Ahrimuz había mostrado a su pueblo el verdadero camino de la salvación.

Hubo una llamada a la puerta de Albrec, y éste saltó como una liebre asustada. Tuvo tiempo de cubrir el antiguo documento con su catecismo antes de que se abriera la puerta y entrara el hermano Commodius, con sus grandes pies desnudos golpeando el suelo de piedra.

—¡Albrec! No estuvisteis en los maitines. ¿Va todo bien?

El bibliotecario jefe presentaba su desagradable aspecto habitual; el rostro que estudiaba a Albrec con preocupación y curiosidad era el mismo con el que el monje había trabajado durante casi trece años. La misma nariz enorme en forma de pico, orejas prominentes y cabello revuelto en torno a la tonsura. Pero Albrec nunca volvería a verlo como un rostro más, después de aquella noche en los niveles inferiores de la biblioteca.

—No… no pasa nada —tartamudeó—. No me encontraba demasiado bien, hermano.

Tengo un poco de descomposición, de modo que me ha parecido mejor no acercarme a los demás. He de acudir al retrete cada pocos minutos.

Mentiras, mentiras y pecados. Pero no podía evitarlo. Era por una buena causa.

—Deberíais ver al hermano enfermero, Albrec. No sirve de nada que os quedéis aquí leyendo el catecismo, esperando a que pase. Vamos, os acompañaré.

—No, hermano; todo va bien. Id vos y abrid la biblioteca, ya os he entretenido demasiado.

—¡Tonterías!

—No, de veras, hermano Commodius, no puedo apartaros de vuestros deberes. Iré yo solo. Tal vez nos veremos después de completas. Estoy seguro de que una infusión de arruruz lo arreglará.

El bibliotecario jefe encogió sus hombros, inmensos y huesudos.

—Muy bien, Albrec, como queráis. —Se volvió para irse, pero vaciló en el umbral—. El hermano Columbar dice que estuvisteis con él en las catacumbas bajo la biblioteca.

Albrec abrió la boca, pero no articuló ningún sonido.

—Parece que buscabais papel secante para el
scriptorium
. Y supongo que estaríais explorando un poco por vuestra cuenta, ¿eh, Albrec? —Los ojos de Commodius centellearon—.

Tendríais que tener cuidado allá abajo. Es fácil sufrir un accidente entre tanto trasto acumulado.

Hay un laberinto de túneles y cámaras que no han sido explorados desde los días del imperio. Y es mejor que continúen así, ¿eh?

Albrec asintió, todavía sin habla.

—Os conozco, Albrec. Buscáis el conocimiento como quien busca oro. Pero la posesión del conocimiento no siempre es buena; algunas cosas es mejor no descubrirlas…

¿Encontrasteis el papel secante para Gambio?

—El suficiente, hermano. Encontramos el suficiente.

—Bien. Entonces no tendréis que volver a bajar, ¿verdad? Bueno, debo irme. Como decís, llego tarde. Habrá unos cuantos monjes eruditos congregados en torno a la puerta de San Garaso, pensando cosas muy poco caritativas sobre mí. Espero que vuestro vientre mejore pronto, hermano. Hay trabajo que hacer.

Y Commodius salió, cerrando tras sí la puerta de la celda de Albrec.

Albrec temblaba, y el sudor le había helado la frente. De modo que Columbar no había podido mantener la boca cerrada. Commodius había debido interrogarlo; tal vez había visto a Albrec y Avila aquella noche.

Albrec se había unido a la orden antilina por muchas razones: detestaba el mar abierto, que había sido el pan de cada día para su padre pescador, y amaba los libros, pero también ansiaba paz y seguridad. Las había encontrado en Charibon, y nunca había lamentado sus trece años pasados en los confines de la biblioteca de San Garaso. Pero a la sazón se sentía como si la tierra se hubiera movido bajo sus pies. Su mundo tranquilo había dejado de serlo. Existía un antiguo dicho entre los clérigos de Charibon, según el cual la distancia entre el púlpito y la pira era muy corta. Por primera vez, Albrec apreció la verdad oculta tras el humor negro de la frase.

Destapó el documento, mirando temerosamente hacia la puerta, como si Commodius pudiera aparecer en cualquier momento, con el rostro de nuevo convertido en una máscara diabólica.

Debería destruirlo. Debería quemarlo, o perderlo en alguna parte. Dejar que alguien lo encontrara al cabo de cien años, tal vez. ¿Por qué tenía que ser él quien llevara aquella carga?

Pero la narración continuaba:

Es mi opinión que el bendito Santo consiguió cruzar las Jafrar. Era un hombre en la séptima década de su vida, pero se mantenía fuerte y vigoroso, y la llama misionera ardía en él con intensidad. Era como el capitán de un barco, incapaz de descansar hasta haber encontrado una nueva tierra, y luego otra, y otra. Había en él una inquietud que muchos considerábamos una manifestación del espíritu de Dios.

Igual que los grandes conquistadores nunca pueden quedarse quietos meditando sobre sus victorias pasadas, sino que deben seguir siempre adelante, buscando nuevas batallas, arriesgando sus vidas y fortunas hasta el fin de sus fuerzas, Ramusio era incapaz de cesar en su proselitismo, en su tarea incesante de proclamar la verdad. Su fuego no se compaginaba bien con la administración de una Iglesia organizada. Inspiraba a los hombres y luego seguía adelante, dejando para sus seguidores la tarea de escribir normas y catecismos, de convertir en fórmulas y mandamientos los principios de su fe.

Era el hombre más gentil que he conocido, y sin embargo su voluntad era férrea. Había una fuerza en su determinación que no era propia de este mundo, y que maravillaba a cuantos le conocían.

No dudo de que alcanzó las estepas al otro lado de las montañas, ni de que maravilló a los merduk como había hecho con los hombres de Occidente. Ramusio el bendito Santo se convirtió en el profeta Ahrimuz, y la fe que nos sostiene en Occidente es la misma que la que inspira a los merduk, que se han convertido en nuestros enemigos mortales. Una verdadera lástima.

Allí estaba. En cuanto lo hubo leído, el mundo de Albrec cambió irrevocablemente. Sabía que el documento era genuino, que el autor había vivido y respirado en el mismo mundo perdido que había conocido el bendito Santo, un mundo a quinientos años de distancia. Hablaba de Ramusio como de un hombre, un maestro y un amigo, y la autenticidad de sus recuerdos convenció a Albrec de la veracidad de lo que estaba leyendo. Ramusio y Ahrimuz eran uno y el mismo, y la Iglesia, los reinos, las estructuras enteras de las dos civilizaciones que abarcaban el mundo conocido se basaban en una interpretación errónea. En una mentira.

Inclinó la cabeza y rezó hasta que el sudor frío le cayó por las sienes en gotas agónicas.

Rezó pidiendo coraje y fuerza, y una pequeña parte de la determinación que había poseído el propio Santo.

La última sección del documento había desaparecido por completo, pues los cordeles podridos de la encuadernación habían sucumbido al tiempo y los malos tratos. Ignoraba el nombre del autor y la fecha del escrito, pero no tenía ninguna duda de por qué había sido ocultado.

Tenía que averiguar más. Tenía que regresar a las catacumbas.

9

Corfe detestaba su ropa nueva, pero el modisto le había asegurado que era la propia de los oficiales del ejército toruniano de paso en la corte. Había una gorguera estrecha en torno a su cuello, bajo la cual relucía un falso peto de plata suspendido de una cadena y grabado con el triple sable de su rango. El jubón era negro con bordados de oro, muy acolchado en los hombros, y con unas mangas voluminosas y cortadas a través de las que asomaba la fina tela de batista de su camisa. Llevaba medias negras y ceñidas, y zapatos con hebillas. ¡Zapatos!

Hacía años que no los usaba. Se sentía ridículo.

—Os queda muy bien —le había dicho la reina madre al inspeccionarlo, mientras el modisto se inclinaba y revoloteaba como un moscón por detrás de él.

—Me siento como el maniquí de un sastre —le había espetado él. Ella sonrió y, plegando su abanico, le azotó suavemente bajo la barbilla.

—Vamos, vamos, coronel. Debemos recordar dónde estamos. El rey ha expresado su deseo de recibiros en compañía de sus oficiales superiores. No podemos permitir que entréis en el consejo con la apariencia de un siervo recién llegado del campo. Y además, os sienta bien.

Tenéis la constitución adecuada, aunque vuestras piernas sean algo cortas. Debido a tantos años en la caballería, supongo.

Corfe no replicó. La reina madre Odelia daba vueltas en torno a él como si estuviera admirando una estatua, con sus largas faldas susurrando sobre el suelo de mármol.

—Pero esta cosa… —su abanico golpeó el sable envainado de Corfe— está fuera de lugar. Debemos encontraros un arma más adecuada. Algo elegante. Ésta parece un cuchillo de carnicero.

Corfe apretó el puño en torno al pomo de la espada.

—Con vuestro permiso, señora, preferiría conservarla.

—¿Por qué?

Se había situado frente a él. Sus ojos se encontraron.

—Me ayuda a recordar quién soy.

Se miraron durante un largo momento. Corfe podía percibir la presencia del modisto detrás de él, incómodo y fascinado.

—Debéis estar en la sala del consejo a la hora quinta —dijo Odelia, volviéndose bruscamente—. No lleguéis tarde. Creo que el rey tiene algo para vos.

Se marchó, y el extremo de su falda rodeó un lado de la puerta como la cola de una serpiente que se alejase.

Cuando las campanas de palacio daban la quinta hora, Corfe fue introducido en la sala del consejo por un paje muy altanero. Recordó su llegada al dique de Ormann, cuando había hecho su entrada en el consejo del general Pieter Martellus. Pero aquello había sido distinto.

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