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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (13 page)

Abeleyn palmeó el hombro sano de Dietl y se alejó del fuego.

—¡Orsini!

—Sí, señor. —El sargento Orsini acudió inmediatamente. Era el único soldado con rango que quedaba en la compañía de Abeleyn: los oficiales habían caído luchando en los dos
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.

—¿Qué tenemos, sargento? ¿Cuántos y cuánto?

Orsini parpadeó, mientras su mente consideraba la pregunta.

—Unos sesenta soldados, señor, tal vez una docena de criados vuestros, y casi treinta marineros supervivientes del galeón. Pero de ese total, hay unos veinte hombres heridos. Dos o tres de ellos no pasarán de esta noche.

—¿Los caballos? —preguntó Abeleyn, muy tenso.

—La mayoría se ahogaron en la bodega, señor, o fueron atravesados por las astillas durante la batalla. Hemos conseguido salvar vuestra montura y tres mulas. Es todo lo que hay.

—¿Provisiones?

Orsini contempló los montones de sacos, cajas y barriles empapados que iban creciendo sobre la pequeña isla y las adyacentes, medio ocultas entre los juncales amarillos.

—No muchas, señor, y hay que alimentar a un centenar de hombres. Comida para una semana si la racionamos. Diez días como mucho.

—Gracias, sargento. Estableceréis turnos de guardia, por supuesto.

—Sí, señor. Casi todos los hombres salvaron sus arcabuces, aunque la pólvora tardará un tiempo en secarse.

—Buen trabajo, Orsini. Es todo.

El sargento regresó al trabajo. Los labios de Abeleyn se tensaron mientras observaba a los grupos de hombres empapados, ensangrentados y exhaustos, organizando el campamento improvisado sobre las húmedas islas de juncos. Habían librado una batalla y pugnado por llevar a tierra un barco moribundo, e iban a tener que luchar por sobrevivir en aquella costa remota. No había oído una sola palabra de desacuerdo o queja. Aquello le hacía sentirse empequeñecido.

Sabía que habían embarrancado en algún lugar al sur del río Habrir; técnicamente, se encontraban en Hebrion, pues el río marcaba la frontera entre el reino y el ducado adyacente.

Pero aquélla era una porción muy desolada de los dominios de Abeleyn, unos terrenos pantanosos muy extensos que se adentraban en el territorio, atravesados tan sólo por dos carreteras reales, construidas sobre estacas. Habría pueblos tal vez a un día de marcha, pero ninguna ciudad importante a menos de quince leguas… y se trataba de la ciudad de Pontifidad, muy al nordeste. Abrusio estaba a más de cincuenta leguas, y para llegar hasta ella por tierra tendrían que cruzar los pasos inferiores de las Hebros, donde las montañas que formaban la columna vertebral de Hebrion se precipitaban bruscamente en el mar.

Un fuerte aleteo, y Abeleyn se volvió para ver al halcón gerifalte de Golophin, posado sobre un grueso junco junto a él.

—¿Dónde has estado? —le preguntó bruscamente.

—¿El pájaro o yo, señor? El pájaro ha estado descansando, y bien merecido lo tenía.

Pero yo he estado ocupado.

—¿Y bien?

—Rovero y Mercado son nuestros, gracias a los benditos santos.

Abeleyn murmuró una rápida oración de gracias.

—Entonces podré conseguirlo.

—Sí. Pero hay otras ramificaciones…

—¿Otra vez hablando con los pájaros, señor? —dijo una voz de mujer. El familiar de Golophin emprendió el vuelo de inmediato, dejando atrás el revoloteo de una pluma rayada.

Lady Jemilla llevaba una capa de lana larga, del color de las ascuas y con los bordes de piel. Se había dejado la espesa cabellera de ébano suelta en torno a la cara, enfatizando la palidez de su piel, y se había pintado los labios. Aún no mostraba ningún signo de sus tres meses de embarazo.

Abeleyn estuvo a punto de perder los nervios por un momento, pero se controló.

—Tenéis buen aspecto, señora.

—La última vez que me visteis, señor, estaba postrada, vomitando y con la cara verde.

Espero que ahora tenga mejor aspecto, aunque sólo sea por contraste.

—Se le acercó un poco más.

—Espero que mis hombres os habrán instalado cómodamente.

—Oh, sí —replicó ella, sonriendo—. Vuestros soldados son muy galantes. Me han construido un hermoso refugio de lona y madera, con un fuego para calentarme. Me siento como la reina de los vagabundos.

—¿Y el… y el niño?

Ella se llevó inmediatamente una mano al vientre, todavía plano.

—Sigue aquí dentro, por lo que puedo saber. Mi doncella estaba convencida de que el mal de mar acabaría con él, pero este niño parece ser un luchador. Como corresponde al hijo de un rey.

Estaba bordeando la insolencia, y Abeleyn lo sabía, pero últimamente la había ignorado por completo, y los últimos días debían de haber sido muy duros para ella. De modo que se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza, por miedo a perder las formas si le replicaba.

La voz de ella perdió su tono acerado.

—Señor, disculpadme si os he molestado en vuestras… meditaciones. Es sólo que últimamente he echado de menos vuestra compañía. Mi doncella ha puesto a calentar una cazuela de vino. ¿No queréis tomar un vaso conmigo?

Había un millón de cosas que hubiera debido hacer, y ardía en deseos de oír las noticias de Golophin; pero el ofrecimiento de vino caliente resultaba tentador, al igual que el otro ofrecimiento, tácito pero presente en sus ojos. La idea de relajarse un poco lo decidió. Sus hombres podrían pasarse sin él durante una hora.

—Muy bien —dijo. Tomó la delgada mano que ella le tendía y se dejó llevar.

Posado sobre una espadaña cercana, el halcón gerifalte los contemplaba con sus ojos fríos e inmóviles.

El refugio era realmente confortable, si se podía llamar así a una cabaña de lona con armazón de madera. Jemilla había salvado del naufragio un par de baúles y algunas capas, que a la sazón hacían las veces de mobiliario.

La dama despidió a la doncella y, con sus propias manos, despojó a Abeleyn de sus botas ensangrentadas e incrustadas de sal, dejando caer un chorro de agua de cada una de ellas; luego le sirvió una jarra de peltre de vino humeante. Abeleyn permaneció sentado, contemplando las llamas del fuego, que pasaron de la transparencia pálida al azafrán sólido a medida que avanzaba el crepúsculo. Los días eran muy cortos en aquella época del año. Un recuerdo de que no era época de campañas militares, ni la estación adecuada para la guerra.

El vino era bueno. Casi pudo sentir cómo le corría por las venas, llevando calor a su cuerpo helado. Volvió a llamar a la doncella de Jemilla y le ordenó que llevara el resto del vino a las tiendas de los heridos. Vio que los labios de Jemilla se fruncían al oírlo, y sonrió para sí. La dama tenía sus propias opiniones sobre lo que era valioso e indispensable y lo que no.

—¿Estáis herido, señor? —preguntó ella—. Vuestro jubón está lleno de sangre.

—De otros hombres, no mía —dijo Abeleyn, tomando un sorbo.

—Fue magnífico; todos los soldados lo dicen. Una batalla digna del mismo Myrnius Kuln.

Por supuesto, yo sólo la oí. Consuella y yo estábamos agazapadas en la cubierta inferior, entre sacos hediondos; no es un lugar muy apropiado para contemplar un acontecimiento tan glorioso.

—Fue una escaramuza, nada más —dijo Abeleyn—. Fui demasiado confiado al pensar que saldríamos de Perigraine tan fácilmente.

—¿De modo que los corsarios eran aliados de los otros reyes? —preguntó ella, sorprendida.

—Sí, señora. Soy un hereje. Me quieren muerto; es así de simple. Emplear corsarios para secuestrarme o asesinarme en lugar de sus tropas nacionales fue simplemente una cuestión de discreción.

—¡Discreción!

—La diplomacia siempre ha sido una mezcla de astucia, cortesía y crimen.

Ella se llevó una mano al estómago, al parecer de modo inconsciente.

—¿Y los reyes Mark y Lofantyr? ¿También han sufrido atentados contra sus vidas?

—No lo sé. Es posible. En cualquier caso, cuando lleguen a casa se encontrarán con hombres poderosos dispuestos a sacar partido de la situación. Igual que yo.

—Se rumorea que Abrusio está controlada por la Iglesia y los nobles —dijo Jemilla.

—¿De veras? Los rumores son poco fiables.

—¿Seguiremos el viaje hacia Abrusio, señor?

—Naturalmente. ¿Adónde iríamos, si no?

—Yo… había pensado que… —Se contuvo, irguiendo los hombros como una mujer decidida a enfrentarse a una mala noticia—. ¿Vais a casaros, señor?

Abeleyn se frotó los ojos con una mano.

—Espero casarme algún día, sí.

—¿Con la hermana del rey Mark de Astarac?

—¿Más rumores?

—Era lo que se decía en Vol Ephrir cuando zarpamos.

Abeleyn la miró fijamente.

—Resulta que ese rumor es cierto, sí.

Ella bajó los ojos. También corría el rumor de que Jemilla había tenido un amante plebeyo antes de que Abeleyn la llevara a su cama. No estaba segura de si el rey lo habría oído.

—Entonces… ¿qué pasará con el hijo que espero? —preguntó con aire lastimero.

Abeleyn sabía que su amante era una de las mujeres más intrigantes y calculadoras de su corte, la viuda de uno de los mejores generales de su padre; pero, tras la muerte de su marido, no estaba emparentada con ninguna de las grandes familias de Hebrion. Aquél era uno de los motivos por los que se había dejado seducir por ella; estaba sola en el mundo, y no pertenecía a ninguna de las facciones que luchaban por el poder a la sombra del trono hebrionés. Ascendería o caería según la voluntad de Abeleyn. Podía llamar a Orsini y hacerla asesinar allí mismo, y nadie levantaría una mano para defenderla.

—Estará bien cuidado —dijo—. Si es niño, y parece tener un futuro prometedor, no carecerá de nada. Os lo juro.

Ella tenía los ojos fijos en los del rey, como manchas de color negro en su rostro pálido como el marfil. Le apoyó una mano en la rodilla.

—Gracias, señor. Nunca había sido bendecida con un niño. Sólo espero que crezca para serviros.

—Puede ser una niña —añadió Abeleyn.

—Es un niño. —Sonrió, la primera sonrisa auténtica que Abeleyn le había visto desde la partida de Hebrion—. Siento que es un niño. Lo veo, agazapado en mi vientre con los pies apretados, creciendo.

Abeleyn no contestó. Volvió a contemplar el fuego, recordando las llamas y la tragedia de la batalla recién librada. La había llamado escaramuza, y era cierto. En Abrusio les esperaban cosas peores. Los Caballeros Militantes no abandonarían la ciudad sin luchar, y sin duda los partidarios de los Sequero y los Carrera les apoyarían. Pero saldría victorioso. Contaba con el apoyo del ejército y la armada.

La mano de Jemilla ascendió lentamente por la pierna del rey, sacándolo de su ensoñación. Empezó a acariciarle de modo más íntimo.

—Creí que en vuestro estado… —empezó él.

—Hay muchas cosas que un hombre y una mujer pueden hacer juntos, majestad —sonrió ella—, incluso en mi estado, y todavía no os he mostrado ni una décima parte de ellas.

Aquella cualidad suya irritaba y excitaba al mismo tiempo a Abeleyn. Ella era una mujer mayor, experimentada, su tutora en el lecho. Pero estaba demasiado cansado. Le apartó la mano suavemente.

—Tengo cosas que hacer, señora. No tengo tiempo, pese a que siento la inclinación.

Sus ojos relampaguearon durante un segundo. Era otro rasgo suyo que le enardecía; al parecer, estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya, incluso frente a un rey. Abeleyn tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para levantarse. La mano de ella le acarició un tobillo, un trozo de piel blanca que llevaba días sin estar seca.

—Más tarde, tal vez —dijo Jemilla.

—Tal vez. Pero no habrá mucho tiempo para eso en los días venideros.

Se calzó las empapadas botas y la besó.

Ella volvió la mejilla, de modo que los labios de Abeleyn se encontraron con su boca, y su lengua empezó a explorarle los dientes como una serpiente cálida. Luego se apartó con una sonrisa irónica. Abeleyn salió tropezando de la cabaña, y se sumergió de nuevo en la oscuridad iluminada por el fuego, sintiendo que, de algún modo, ella había vuelto a decir la última palabra.

7

Las barricadas habían aparecido durante la noche.

Cuando el diácono dirigía a su media tropa en su patrulla rutinaria por la ciudad entre las tinieblas azules del alba, descubrió que las calles estaban bloqueadas. Había carros volcados, y pilas de sacos y cajas procedentes de los muelles, atados unos con otros. Incluso los callejones más estrechos presentaban sus obstáculos, defendidos por ciudadanos que habían encendido braseros contra el frío y permanecían en torno a ellos, frotándose las manos y charlando animadamente. Todas las calles, caminos, avenidas y callejones que conducían a la mitad oeste de la Ciudad Baja de Abrusio habían sido bloqueados. El lugar estaba sellado como el cuello de una botella taponada.

El diácono de los Caballeros Militantes y los nueve hermanos que le acompañaban se quedaron sentados sobre sus pesadas monturas, observando a los ciudadanos de Abrusio y sus fortificaciones improvisadas con una mezcla de furia e incertidumbre. Cierto que durante las últimas semanas la Ciudad Baja había sido una zona hostil, y que cualquier Militante que se aventurara allí corría el riesgo de que alguien le vaciara una bacinilla encima desde alguna ventana. El presbítero, Quirion, había ordenado a sus hombres que se mantuvieran apartados de aquel barrio mientras continuaban las delicadas negociaciones con los comandantes de la guarnición de Abrusio. Pero aquello… aquello era diferente. Aquello era una rebelión abierta contra los poderes a quienes el pontífice había ordenado gobernar la ciudad.

Los caballos permanecían quietos sobre los adoquines de la calle, con sus pesadas cargas de acero y carne, enviando chorros de vapor al aire frío del alba. Era una calle estrecha.

Las casas de madera de aquella parte de la ciudad se inclinaban unas sobre otras por encima de sus cabezas, de modo que parecía que sus tejas de terracota estuvieran a punto de tocarse para formar un arco sobre la calle. Los ciudadanos tras la barricada se apartaron de sus braseros para mirar fijamente a los Militantes. Los había de ambos sexos, jóvenes y viejos.

Llevaban armas improvisadas fabricadas con útiles de labranza, o empuñaban simplemente las herramientas de sus oficios: martillos y picos, guadañas, horquillas, cuchillos de carnicero. Un armamento tan diverso y colorido como la propia ciudadanía de Abrusio.

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