La ciudad tenía forma de herradura, y en su interior podía distinguirse la silueta de un trébol. La herradura representaba las murallas exteriores, que se curvaban para terminar en los extremos septentrional y meridional del golfo del Sur, o golfo de Hebrion, como a veces se le llamaba. El trébol representaba los tres puertos del interior de las murallas. La hoja superior del trébol estaba formada por las Radas Interiores, que se adentraban hasta el corazón de la ciudad, con los muelles lamiendo el pie de la colina de Abrusio. A derecha e izquierda, y más cerca del mar, se encontraban las Radas Exteriores, dos puertos de construcción más tardía, que se habían mejorado con la adición de rompeolas artificiales. La Rada Interior más occidental albergaba los astilleros y los diques secos de la armada hebrionésa, observados con mirada torva por la torre del Almirante. En un promontorio más al norte se elevaba otra antigua fortaleza. Era el Arsenal, los barracones y santabárbaras de la guarnición de Abrusio. Tanto la flota como el ejército estaban, por tanto, alojados en el brazo oeste de la Ciudad Baja, y era aquella zona la que habían bloqueado las barricadas ciudadanas.
Pero el diácono, joven y decidido, no pensaba en todo aquello mientras permanecía sentado sobre su caballo a primera hora de la mañana, preguntándose qué debía hacer. Sólo sabía que a un grupo de desharrapados se les había ocurrido cerrar el paso a media tropa de Caballeros Militantes, los defensores seglares de la Iglesia en la tierra. Era un insulto a la propia autoridad del pontífice.
—¡Desenvainad espadas! —ordenó a sus hombres. Éstos obedecieron al momento. Sus lanzas se habían quedado en los soportes de los barracones, pues eran demasiado largas para llevarlas con comodidad por entre las calles estrechas y abarrotadas de la parte baja de Abrusio.
—¡Cargad!
Los diez jinetes se pusieron al trote y luego al medio galope. Las herraduras de sus monturas levantaban chispas en los adoquines. En filas de a dos, su avance resonó por la estrecha calle como el galope de unos ángeles vengadores, si existían ángeles que vistieran armaduras y montaran en caballos de guerra jadeantes y con las fosas nasales muy abiertas.
Los ciudadanos observaron durante un instante el apocalipsis que se les venía encima, y luego se desperdigaron. Las barricadas quedaron desiertas cuando la gente giró sobre sus talones, huyendo calle abajo o empujando las puertas cerradas de las casas a ambos lados.
El caballo del diácono chocó contra el montón de escombros que bloqueaban la calle; se levantó sobre los cuartos traseros, con su armadura y su jinete, y luego atravesó la barricada, derribándola a medias al pasar. Los otros Militantes lo siguieron. La calle se llenó con los chillidos de los animales y el golpear de los aceros. El carro volcado volvió a caer sobre sus ruedas con un fuerte golpe. Estaban al otro lado, con los caballos de nuevo al trote, y gritando «¡Ramusio!» con toda la fuerza de sus fatigados pulmones.
Siguieron avanzando. La gente trataba de esquivar las pesadas espadas y los cascos de las monturas. El diácono golpeó a un tipo en la parte trasera de la cabeza y le arrancó un trozo de cráneo. Cuando cayó, los caballos lo convirtieron en una pulpa humeante.
Otros ciudadanos, demasiado lentos al esconderse o huir, fueron derribados y sufrieron el mismo destino. No había callejones laterales, no había salida. Varios hombres y mujeres fueron atravesados mientras golpeaban frenéticamente las puertas cerradas con los puños, buscando refugio en las casas adyacentes. Los caballos pateaban, fieles a su adiestramiento, rompiendo huesos y desgarrando carne con sus cuartos traseros cubiertos de hierro. La calle se convirtió en un matadero.
Pero llegó a su fin. Los grupos de supervivientes se desperdigaron cuando la calle desembocó en una pequeña plaza donde confluían tres vías.
El diácono estaba afónico de lanzar el grito de guerra de los Militantes. Sonreía mientras blandía la espada y golpeaba a la multitud que trataba de escapar. El sudor le goteaba de la nariz y empapaba su joven cuerpo en el interior de la armadura. Aquello era realmente divertido.
Pero había algo en el aire. Un olor extraño. Detuvo la matanza, perplejo. Sus hombres, jadeantes, se reunieron en torno a él, con sangre goteando de sus espadas en cintas viscosas.
El estruendo caótico de unos instantes atrás se convirtió en silencio.
Humo de pólvora.
El final de la calle se había vaciado de gente. En su lugar había dos hileras de soldados hebrionéses con penachos de humo brotando de las mechas encendidas en sus arcabuces.
El diácono seguía sin comprender. Espoleó su caballo para avanzar, con intención de intercambiar unas palabras con aquellos hombres. Se habían interpuesto en su camino.
Un oficial al extremo de la primera hilera levantó la espada. El pálido sol invernal, que empezaba a ascender sobre los tejados de las casas, prendió en el acero de su estoque y lo convirtió en un ascua.
—¡Preparad las armas!
Los arcabuceros accionaron los martillos redondos que sostenían la mecha encendida.
—¡Primera fila, rodilla en tierra!
Los soldados obedecieron.
—¡Esperad! —gritó furioso el diácono. ¿Qué creían que estaban haciendo aquellos hombres? Detrás de él, los demás Militantes observaban alarmados. Uno o dos empezaron a espolear a sus fatigados caballos.
—¡Primera fila, fuego!
—¡No! —gritó el diácono.
Una erupción de llamas y humo, un trueno furioso. El diácono fue arrojado de su caballo.
Sus hombres se tambalearon en la silla. Los caballos chillaron mientras las balas desgarraban su armadura y penetraban en su carne. Los enormes animales cayeron al suelo, aplastando a sus jinetes. Una niebla de humo se elevó en el aire, llenando toda la calle.
Entre el humo de pólvora, los Militantes supervivientes oyeron de nuevo la voz del oficial.
—Segunda fila, presentad armas.
Los Militantes supervivientes se revolvieron contra el enemigo como un solo hombre, y obligaron salvajemente a los caballos a ponerse al galope. Gritando como diablos, cargaron hacia el humo, decididos a vengar a sus hermanos caídos.
Fueron recibidos por una segunda tormenta de fuego.
Todos cayeron. El impulso de los dos jinetes delanteros los llevó a chocar con las hileras de arcabuceros, y los caballos se derrumbaron sobre la formación, desperdigando como bolos a los soldados hebrionéses. Uno de los Militantes salió despedido y cayó sobre los adoquines.
Mientras luchaba por ponerse en pie bajo el peso de su armadura de Militante, dos soldados hebrionéses volvieron a derribarlo sobre su espalda, como a un escarabajo monstruoso. Le pisaron las muñecas, inmovilizándolo, le arrancaron el yelmo y le cortaron el cuello.
Un último disparo cuando alguien acabó con el sufrimiento de un caballo agonizante. La gente empezó a asomar por las puertas de las casas. Se elevó un vítor vacilante cuando los ciudadanos vieron los cuerpos acribillados amontonados en la calle, aunque algunos se arrodillaron entre la sangre coagulada, acunando la cabeza de un amigo o pariente asesinado.
Los chillidos agudos de las mujeres reemplazaron a los vítores.
Los ciudadanos de Abrusio reconstruyeron sus barricadas mientras los soldados hebrionéses recargaban metódicamente sus armas y volvían a ocupar sus posiciones de emboscada.
—¡No puedo creerlo! —dijo el presbítero Quirion. Abrusio se extendía a sus pies, cubierta de niebla y dorada por el sol bajo la luz de la mañana. Parpadeó cuando le llegó de nuevo el sonido de disparos de arcabuz, reverberando por los apiñados tejados hasta la torre del monasterio donde se encontraba.
—Hasta el momento, tres de nuestras patrullas han sido emboscadas —dijo el caballero abad—. Las escaramuzas continúan mientras hablamos. Nuestras pérdidas han sido cuantiosas. Nuestros hombres son jinetes, sin armas de fuego. No estamos equipados para luchar en las calles, ni contra enemigos con arcabuces.
—¿Y estáis seguro de que los implicados son soldados hebrionéses, no civiles con pistolas?
—Sí, excelencia. Todos los informes de nuestros hermanos coinciden: cuando tratan de derribar las barricadas, son recibidos con fuego disciplinado. Tienen que ser las tropas de la guarnición; no hay otra explicación.
Los ojos de Quirion eran dos hogueras azules.
—Llamad a nuestros hermanos. No tiene sentido que mueran lanzándose contra las pistolas de rebeldes y herejes.
—Sí, excelencia.
—Y que todos los oficiales de graduación superior a diácono se reúnan en la sala de audiencias a mediodía. Hablaré con ellos yo mismo.
—Enseguida, excelencia. —El caballero abad trazó el signo del Santo sobre su pecho cubierto con la armadura y se retiró.
—¿Qué significa esto? —preguntó el presbítero.
—¿Queréis que lo averigüe? —dijo Sastro di Carrera, jugueteando con el rubí de su oreja.
Quirion se volvió a mirar fijamente a su compañero. Eran los únicos ocupantes de la alta habitación.
—No.
—No os caigo bien, excelencia. ¿A qué se debe?
—Sois un hombre sin fe, lord Carrera.
Sólo os importa vuestro propio beneficio.
—¿No le sucede a todo el mundo? —preguntó Sastro, sonriendo.
—No a todo el mundo.
No a mis hermanos… ¿Sabéis algo sobre lo ocurrido, entonces?
Sastro bostezó, estirando sus largos brazos.
—Puedo hacer deducciones igual que cualquiera. Apostaría algo a que, de algún modo, Rovero y Mercado han recibido noticias de nuestro ex rey, Abeleyn. Finalmente, han decidido ponerse de su parte; otra razón para el aplazamiento de su visita programada para ayer, en la que teníais que mostrarles la bula pontificia. El ejército y la flota defenderán la Ciudad Baja contra nosotros hasta que llegue Abeleyn en persona, y entonces pasarán a la ofensiva.
También creo que no deseaban la muerte de vuestros Militantes, pero ellos los presionaron demasiado. Es obvio que el general y el almirante pretendían que esto pareciera un levantamiento popular, pero han tenido que emplear las tropas nacionales para defender su perímetro cuando vuestros hermanos los han atacado.
—Entonces sabemos dónde estamos —gruñó Quirion. Parecía que unos cordeles invisibles le estuvieran tirando de la barbilla y la frente; la furia le había contraído el rostro como un puño—. Serán excomulgados —continuó—. Los veré en la hoguera. Pero antes debemos aplastar este levantamiento.
—Puede que no sea fácil.
—¿Y vuestro amigo Freiss? —Y cuando Sastro pareció realmente sorprendido, la voz ronca de Quirion soltó una áspera carcajada—. ¿Creéis que no sabía nada de vuestras reuniones con él? No os permitiré jugar a vuestro juego privado en esta ciudad, lord Carrera.
Seguiréis nuestras consignas, o dejaréis de jugar.
Sastro recuperó la compostura, encogiéndose de hombros. Su mano empezó a juguetear con la punta de su barba, reluciente y perfumada. A Quirion le parecía que tenía que jugar constantemente con su rostro. Un hábito irritante. Probablemente, el hombre era un pederasta; olía como el harén de un sultán. Pero era el noble más influyente, y un aliado necesario.
—Muy bien —dijo Sastro con tono despreocupado—. Mi amigo Freiss, como vos decís, dice que ha captado a varios cientos de hombres de la guarnición, hombres que no pueden tolerar la herejía y que esperan ser recompensados por su lealtad cuando la Iglesia haya asumido el control completo de Abrusio.
—¿Dónde están?
—En los barracones. Mercado tiene sus sospechas, y los ha separado de los demás tercios. Probablemente los está vigilando.
—Entonces nos servirán de bien poco.
—Podrían montar una maniobra de distracción mientras vuestros hermanos asaltan esas absurdas barricadas.
—Mis hermanos no están equipados para luchar en las calles, como ya os he dicho. No, debe haber otra manera.
Sastro estudió la ornamentación del techo con cierto interés.
—Por supuesto, están los soldados de mi séquito personal…
—¿Cuántos?
—Tal vez podría reunir a ochocientos si convocara también a algunas de las casas menores que me deben vasallaje.
—¿Sus armas?
—Arcabuces, espadas y escudos. No tengo picas, pero las picas no son más útiles que la caballería para combatir en las calles.
—Eso sería ideal. Podrían cubrir un asalto de mis hermanos. ¿Cuánto tiempo os llevaría reunirlos?
—Unos días.
Los dos hombres se miraron como un par de luchadores profesionales, estudiando sobre la arena los puntos fuertes y débiles del adversario.
—Comprenderéis que estaría arriesgando a mi familia y a mis hombres, y a la postre mi fortuna —dijo lentamente Sastro.
—El tesoro de Hebrion está en posesión del consejo. Seréis ampliamente recompensado —gruñó Quirion.
—No estaba pensando en eso —dijo Sastro—. No, el dinero no es mi principal preocupación. Es sólo que a mis hombres les gusta saber que luchan para mejorar la situación de su señor, además de la suya propia.
—Estarían defendiendo la verdadera fe de los reinos ramusianos. ¿No es recompensa suficiente?
—Debería serlo, lo sé, mi querido presbítero. Pero no todos los hombres tienen la misma… dedicación, podríamos decir, que vuestros hermanos.
—¿Qué queréis, lord Carrera? —preguntó Quirion, aunque creía saberlo ya.
—Estáis estudiando los archivos, ¿verdad? ¿Tratando de establecer quién debería ocupar el trono ahora que la línea de los Hibrusidas está acabada?
—Tengo archivistas inceptinos trabajando en ello, sí.
—Descubriréis, creo, que Astolvo di Sequero es el candidato más elegible. Pero es un anciano. No quiere la corona, con todo lo que conlleva. La rechazará.
—¿Tan seguro estáis?
—Oh, sí. Y sus hijos son frívolos y viciosos. No serían buenos reyes. Necesitáis que el próximo rey de Hebrion sea un hombre maduro y capaz, un hombre que se alegre de trabajar codo a codo con la Santa Iglesia. De lo contrario, las demás familias nobles podrían inquietarse, incluso sublevarse, ante la idea del gobierno de uno de los hijos de Astolvo.
—¿Y dónde podemos encontrar a un hombre así? —preguntó Quirion con cautela. No se le había escapado la amenaza contenida en las palabras de Sastro.
—No estoy seguro, pero si vuestros archivistas buscan bien, creo que pueden descubrir que la casa de Carrera está más cerca del trono de lo que pensáis.