De modo que aquél era su primer mando independiente. Un grupo de esclavos medio amotinados de las tribus salvajes del interior. Por un momento, Corfe consideró regresar al palacio y rechazar la misión. La reina madre le había conseguido el puesto, pero era obvio que Lofantyr estaba resentido por su interferencia. Corfe comprendió que el rey esperaba que renunciara. Y cuando lo hiciera, nunca le darían otro mando. Aquello lo decidió.
—¿Hay alguno capaz de hablar por el resto en normanio? —preguntó, adelantándose.
Los hombres intercambiaron murmullos, y finalmente uno de ellos se incorporó y se situó en primera fila, entre el tintineo de las cadenas.
—Yo hablo tu lengua, toruniano.
Era enorme, con unas manos como platos y los brazos y piernas cubiertos de cicatrices de antiguos latigazos. Su barba castaña le caía hasta el pecho, pero en su rostro tosco asomaban dos brillantes ojos azules, que se enfrentaron sin miedo a la mirada de Corfe.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Corfe.
—En mi idioma me llaman el Águila. Tú dirías que mi nombre es Marsch.
—¿Puedes hablar por tus compañeros, Marsch?
El esclavo se encogió de hombros.
—Tal vez.
—¿Sabes por qué se os llevaron de las galeras?
—No.
—Entonces te lo diré. Y tú traducirás mis palabras a tus compañeros, sin malas interpretaciones. ¿Está claro?
Marsch le dirigió una mirada furiosa, pero era evidente que sentía curiosidad.
—De acuerdo.
—De acuerdo, señor —siseó Ebro, pero Corfe levantó una mano. Moduló la voz para que se oyera por toda la plaza.
—Ya no sois esclavos del estado toruniano —gritó—. A partir de este momento, sois hombres libres.
Aquello causó cierta conmoción cuando Marsch lo hubo traducido, cierto abandono de la apatía. Pero la desconfianza continuaba presente en todos los ojos fijos en él. Corfe continuó.
—Pero eso no significa que seáis libres de hacer lo que os plazca. Soy Corfe. A partir de este momento, me obedeceréis como haríais con uno de vuestros jefes, porque soy yo quien os ha conseguido la libertad. Pertenecéis a las tribus de las Címbricas. Una vez fuisteis guerreros, y ahora tenéis la oportunidad de volver a serlo, pero sólo bajo mi mando.
La voz profunda de Marsch seguía a la de Corfe, en la lengua gutural de las tribus montañesas. Sus ojos no se apartaban del rostro de Corfe.
—Necesito soldados, y vosotros sois todo lo que me han dado. No tendréis que luchar contra vuestros pueblos, sino contra torunianos y merduk. Os doy mi palabra. Servidme con fidelidad, y tendréis honor, y empleo. Traicionadme, y moriréis de inmediato. No me importa a qué dios adoréis o en qué lengua habléis mientras luchéis para mí. Obedeced mis órdenes, y me encargaré de que se os trate como a guerreros. Cualquiera que decida no aceptar, puede regresar a las galeras.
Marsch acabó de traducir, y la plaza se llenó de conversaciones en voz baja.
—Señor —dijo Ebro, alterado—, nadie os ha dado autoridad para liberar a estos hombres.
—Son mis hombres —gruñó Corfe—. No seré un general de esclavos.
Marsch había oído el intercambio. Avanzó hasta situarse junto a Corfe.
—¿Lo dices de veras, toruniano?
—De otro modo, no lo hubiera dicho.
—¿Y nos darás la libertad, a cambio de nuestras espadas?
—Sí.
—¿Por qué nos has elegido para servirte? Para los tuyos, somos salvajes e infieles.
—Porque sois todo lo que tengo —contestó sinceramente Corfe—. No os tomo porque lo desee, sino porque no tengo más remedio. Pero si aceptáis servir bajo mi mando, os juro que hablaré por vosotros en todo momento, como si estuviera hablando por mí mismo.
El enorme salvaje lo estudió durante un instante.
—Entonces, soy vuestro hombre. —Y Marsch se llevó el puño a la frente en el saludo de su pueblo.
Otros observaron el gesto. Los hombres empezaron a ponerse en pie y repetirlo.
—Si rompemos nuestro juramento —dijo Marsch—, que los mares se levanten y nos ahoguen, que las colinas verdes se abran y nos devoren, que las estrellas del cielo caigan sobre nosotros y nos quiten la vida para siempre.
Era el antiguo y salvaje juramento de las tribus, la promesa de lealtad de los paganos.
Corfe parpadeó y dijo:
—Por el mismo juramento, me comprometo a guardaros fidelidad.
Todos los hombres de la plaza se habían puesto en pie, repitiendo en su propia lengua el juramento de Marsch.
Corfe los escuchó. Tenía la extraña sensación de que aquello era el principio de algo que aún no podía comprender; algo grande que afectaría al curso de lo que le quedaba de vida.
La sensación pasó, y se quedó mirando a los quinientos hombres encadenados bajo la lluvia. Se volvió hacia el joven alférez, que estaba con la boca abierta.
—Quitad las cadenas a esos hombres.
—Señor, yo…
—¡Hacedlo!
El alférez palideció, saludó rápidamente y corrió a buscar las llaves. Ebro parecía totalmente perdido.
—Alférez —le espetó Corfe, y su asistente se cuadró—. Quiero que encontréis un alojamiento confortable para estos hombres. Si no hay barracones militares disponibles, conseguid un almacén privado. No quiero que continúen bajo la lluvia.
—Sí, señor.
Corfe se dirigió de nuevo a Marsch.
—¿Cuándo comisteis por última vez?
El gigante volvió a encogerse de hombros.
—Hace dos o tres días. Señor.
—Alférez Ebro, quiero que consigáis raciones para quinientos hombres en los almacenes de la ciudad, por orden mía. Si alguien pone objeciones, que hable con… con la reina madre. Ella corroborará mis órdenes.
—Sí, señor. Señor, yo…
—Id. No quiero perder más tiempo.
Ebro se alejó a toda prisa sin más palabras. Los guardias torunianos ya habían empezado a recorrer los grupos de salvajes, quitándoles los grilletes. Los arcabuceros habían encendido las mechas y tenían las armas preparadas. A medida que los salvajes eran liberados, se iban agrupando detrás de Marsch.
«Éstos son mis hombres», pensó Corfe.
Estaban hambrientos, casi desnudos, sin armas, armaduras ni equipo; y Corfe sabía que no podía esperar conseguir nada para ellos a través de los canales militares habituales.
Dependían de sí mismos. Pero eran sus hombres.
El aire era distinto, más pesado. Penetraba en sus gargantas y a través de los intersticios de las armaduras para permanecer allí, como una presencia sólida e inflexible. Les hinchaba los pulmones y enrojecía sus rostros. Hacía aparecer gotas cristalinas de sudor sobre sus frentes.
Hacía que los soldados se detuvieran para tirar de la parte superior de sus corazas, como si trataran de aflojar un collar constrictor.
La arena blanca se les adhería a las botas. Tuvieron que entrecerrar los ojos para protegerse de su brillo al avanzar. Al cabo de unos pocos pasos, el estruendo del oleaje contra el arrecife se volvió distante, lejano. El sol palideció cuando la jungla los envolvió, y el calor se volvió más húmedo y oscuro.
El Continente Occidental.
La arena cedió el paso al mantillo bajo sus pies. Se abrieron camino entre enredaderas, ramas bajas de árboles, afiladas hojas de palmera y helechos enormes.
El ruido del mar, su universo durante tanto tiempo, desapareció. Era como si hubieran entrado en un reino diferente, un lugar que nada tenía que ver con lo que habían conocido hasta entonces. Era un mundo en penumbra, ensombrecido por la bóveda de árboles inmensos que se elevaban por todas partes. Sistemas de raíces al descubierto, como extremidades enredadas en un campo de batalla, les hacían tropezar y les tiraban de los pies. Los troncos de árbol, de dos brazas de diámetro, estaban cubiertos de discos de hongos. Una maraña desconcertante de seres vivos, el propio aire lleno de insectos zumbones y molestos que se les colaban en la boca al respirar. Y el olor, omnipresente y nauseabundo, a descomposición, humedad y moho.
Cruzaron un riachuelo que debía de desembocar en la playa. Allí la vegetación era algo menos densa, y pudieron abrirse paso a duras penas con la ayuda de machetes y puñales.
Cuando se detuvieron para descansar y recuperar el aliento (algo difícil de lograr en aquel lugar, donde costaba obligar al denso aire a entrar en los fatigados pulmones), pudieron oír el sonido de aquel mundo nuevo a su alrededor. Chillidos, gritos, trinos, gorjeos y aullidos de risa casi humana entre los árboles. Una sinfonía de vida invisible y totalmente desconocida, riendo para sí, indiferente a su presencia o intenciones.
Varios soldados trazaron el signo del Santo. Había cosas en movimiento por encima de la bóveda, donde el mundo tenía luz, color y tal vez algo de brisa. Sombras móviles y temblores apenas perceptibles.
—Todo este lugar está vivo —murmuró Hawkwood.
Habían encontrado un pequeño claro donde el riachuelo gorgoteaba alegremente para sí, claro como el cristal bajo una franja de sol que había conseguido de algún modo alcanzar el suelo de la jungla.
—Este sitio servirá —dijo Murad, limpiándose el sudor de la cara—. Sargento Mensurado, la bandera.
Mensurado se adelantó, con el rostro medio oculto por la sombra de su yelmo, y clavó en el humus el asta que llevaba al hombro.
Murad extrajo un pergamino de su bolsillo y lo desenrolló cuidadosamente, mientras el ladrido de Mensurado obligaba a los hombres a cuadrarse.
—En este año del bendito Santo de quinientos cincuenta y uno, en este vigésimo primer día de Endorion, yo, lord Murad de Galiapeno, reclamo esta tierra en nombre de nuestro noble y gracioso soberano, el rey Abeleyn IV de Hebrion e Imerdon. A partir de este momento, será conocida como… —levantó la vista hacia la ruidosa jungla y los gigantescos árboles— Nueva Hebrion. Y a partir de ahora, como es mi derecho, asumo los títulos de virrey y gobernador de ésta, la más occidental de las posesiones de la corona hebrionésa. Sargento, el saludo.
El grito de Mensurado empequeñeció a la cacofonía de la jungla.
—¡Presentad armas! ¡Preparad armas! ¡Fuego!
Se elevó una descarga atronadora. El claro se llenó de humo gris que se quedó flotando como el algodón en aquel espacio sin brisa.
Se hizo un silencio total en la jungla.
Los hombres permanecieron estudiando la densa vegetación y la ominosa ausencia de sonido. Instintivamente, se agruparon.
Un ruido entre la maleza, y apareció el alférez Di Souza, con el rostro escarlata y el cabello amarillo sobre la coraza, seguido por un par de marineros y el mago Bardolin, que avanzaba con dificultad. Sobre el hombro del mago viajaba su duende, expectante.
—Señor, hemos oído disparos —jadeó.
—Hemos ahuyentado al enemigo —dijo lentamente Murad.
Aflojó los cordeles que ataban la bandera hebrionésa y la dejó caer, como un harapo inerte, dorado y escarlata.
—Informa, alférez —dijo bruscamente, aventando el humo de pólvora frente a su rostro.
—El segundo grupo de botes ya ha llegado a tierra, y los marineros están descargando las barricas de agua. Sequero os pide permiso, señor, para desembarcar a los caballos supervivientes y empezar a buscar forraje para ellos.
—Permiso denegado —dijo con vehemencia Murad—. Los caballos no son una prioridad ahora mismo. Primero debemos establecer un campamento para el grupo de desembarco, y explorar los alrededores. ¿Quién sabe qué puede estar acechando en esta jungla endiablada?
Varios soldados miraron a su alrededor con aprensión, hasta que Mensurado, a base de gritos y puntapiés, consiguió que empezaran a recargar los arcabuces.
Murad estudió el pequeño claro. Los ruidos de la jungla eran de nuevo audibles. Ya empezaban a acostumbrarse a ellos; eran una mera molestia de fondo, no algo que temer.
—Acamparemos aquí —dijo—. Es un sitio tan bueno como cualquier otro, y tendremos agua dulce. Capitán Hawkwood, vuestros hombres también pueden llenar aquí las barricas de agua.
Hawkwood contempló el riachuelo, que le llegaba hasta las rodillas, lleno de barro a causa de las botas de los soldados, y no dijo nada.
Bardolin se unió a él. El anciano mago se secó la cara chorreante con la manga y señaló con un gesto hacia la jungla.
—¿Habíais visto antes algo parecido? ¡Menudos árboles!
Hawkwood sacudió la cabeza.
—He estado en Macassar, y en las junglas interiores de las Malacar, en busca de marfil, pieles y oro, pero esto es diferente. Esta jungla está intacta; es el bosque primigenio, un país donde el hombre nunca ha dejado huella. Estos árboles podrían haber estado aquí desde la Creación.
—Soñando sus extraños sueños —dijo Bardolin con aire ausente, acariciando a su duende con una mano—. Hay poder en este lugar, Hawkwood. Dweomer, y algo más. Algo relacionado con la propia naturaleza de esta tierra, tal vez. Creo que todavía no se ha fijado en nuestra presencia, pero lo hará, cuando llegue el momento.
—Siempre hemos sabido que esta tierra podía estar habitada.
—No hablo de habitantes. Hablo de la tierra en sí. Normannia ha sido explotada, excavada y violada durante demasiado tiempo; ahora nos pertenece. Nosotros somos su sangre. Pero aquí la tierra sólo se pertenece a sí misma.
—Nunca hubiera pensado que fuerais un místico, Bardolin —dijo Hawkwood con algo de irritación. Le dolía el hombro herido.
—Y no lo soy. —El mago pareció despertar. Sonrió—. Tal vez es sólo que me estoy haciendo viejo.
—¡Viejo! Estáis más sano que yo.
Aparecieron dos marineros: Mihal y Masudi. Uno de ellos llevaba una caja de madera.
—Velasca quiere saber si puede permitir que los hombres bajen a tierra, señor —dijo Masudi, con el negro rostro reluciente.
—Todavía no. Esto no es un maldito viaje de placer. Decidle que se concentre en reaprovisionar el barco de agua.
—Sí, señor —dijo Masudi—. Aquí está la caja que queríais del camarote.
—Déjala en el suelo.
Murad se reunió con ellos.
—Voy a llevarme a un grupo para reconocer la zona. Quiero que los dos me acompañéis. Tal vez podáis advertirnos de algún peligro, mago. Y, Hawkwood, dijisteis que…
—La tengo aquí —le interrumpió Hawkwood.
Se inclinó para abrir la caja a sus pies. En su interior había un cuenco de bronce y una astilla de hierro fijada a una lámina de corcho. Hawkwood llenó el cuenco de agua en el riachuelo. Algunos soldados se congregaron para observar, y él les gritó furioso: