—¿Y cómo se supone que tengo que armar a mis hombres, coronel?
—Las unidades auxiliares normalmente son equipadas por el individuo que las recluta —dijo Passifal, encogiéndose de hombros—. ¿Sois rico, Cear-Inaf?
Corfe soltó una breve carcajada.
—Todo lo que poseo es lo que llevo encima.
Passifal observó el maltrecho uniforme.
—Os hicieron esos agujeros en Aekir, según he oído.
—Y en el dique de Ormann.
—De modo que habéis olido la pólvora. —Passifal se rascó la barba blanca un momento, y luego hizo un gesto repentinamente irritado—. Oh, sentaos, por el amor de Dios, y dejad de mirarme desde las alturas de vuestra dignidad.
Corfe se acercó una silla. Ebro continuó en pie junto a la puerta.
—He oído que el rey os la ha jugado, coronel —dijo Passifal, con una sonrisa—. A veces hace cosas así. La vieja lo tiene atado muy corto, y de vez en cuando se revuelve contra ella.
—La reina madre.
—Sí. Esa mujer fue una auténtica belleza en sus tiempos. Y ahora tampoco está mal, en realidad. Dicen que se mantiene joven gracias a la brujería. Pero Lofantyr se está hartando de que le diga en qué bacinilla tiene que orinar. Está preparando una expedición para someter al sur; una expedición de verdad, con infantería, caballería y artillería montada, pero primero permitirá que partáis vos y quedéis en ridículo, para demostrar a su madre que no debe tratar de imponerle a sus favoritos.
—Eso pensé —dijo Corfe con tono tranquilo, aunque con los puños apretados sobre las rodillas.
—Sí. Mis órdenes son no facilitaros ni siquiera un botón de cobre de nuestros almacenes. Esos salvajes que llamáis soldados tendrán que luchar sólo con puños y dientes. Lo lamento, coronel, pero así son las cosas.
—Gracias por explicármelo —dijo Corfe con tono inexpresivo. Se levantó para irse.
Passifal levantó una mano.
—¡No tan rápido! No hay ninguna prisa, ¿o sí? Servisteis con Mogen, según tengo entendido.
—Así es.
—Yo también. Fui jinete en una de sus columnas móviles en los días en que salíamos a buscar a los merduk en lugar de esperar a que ellos atacaran nuestras murallas.
—Yo también estaba en la caballería —dijo Corfe, relajándose un poco—. Pero los jinetes dejaron de ser necesarios en Aekir cuando empezó el asedio.
—Sí, sí, supongo que sí… El viejo Mogen solía decir que la caballería era el brazo de un caballero, y la artillería el brazo de un artesano. ¡Cómo queríamos a ese viejo cascarrabias! Era el mejor hombre que hemos tenido…
Passifal contempló largamente a Corfe, como si lo sopesara.
—Hay una manera de equipar a vuestros hombres, en cierto modo —dijo al fin.
—¿Cómo?
—Venid conmigo —dijo Passifal, levantándose. Su pierna de madera levantó ecos del suelo cuando rodeó el escritorio. Tomó un juego de llaves de entre los centenares que colgaban en hileras en una de las paredes del despacho—. Esto no os gustará, cuidado, y no estoy seguro de que esté bien, pero estáis al mando de un grupo de salvajes, y dudo de que les importe demasiado. Y además, esas cosas no sirven de nada donde están ahora, y técnicamente no forman parte de los almacenes del ejército regular…
Corfe y Ebro siguieron al intendente de la pierna de palo fuera de su despacho, totalmente desconcertados.
Aquella sección del arsenal principal se parecía mucho a los grandes mercados del centro de Torunn. Había carros, carretas y armones por todas partes. Hombres entrando y saliendo de los almacenes con cargamentos, culebrinas arrastradas por yuntas de bueyes, y constantes chillidos de poleas y gritos de trabajadores. En el muelle había atracado un trío de
nefs
de cascos profundos, procedentes del ancho estuario del Torrin, de donde los soldados descargaban cajas de pólvora y metralla. También vieron un esbelto bote correo que acababa de amarrar, sin duda con noticias del este.
Passifal los apartó del tumulto y los condujo a otro edificio, algo alejado de la orilla. Era una estructura de piedra, sin ventanas y de apariencia desierta, como si hubiera sido olvidada largo tiempo atrás.
El intendente hizo girar la llave en la chirriante cerradura y empujó la pesada puerta con un gruñido.
—Quedaos atrás —dijo a Corfe y Ebro—. Esto está oscuro como una teta de bruja.
Encenderé una luz.
Se oyó el chasquido del pedernal contra el acero, y Passifal sopló suavemente sobre el pabilo recubierto de yesca de una lámpara de aceite. La luz aumentó. El anciano cerró la caja de cristal que rodeaba la llama, y la levantó para que el resplandor alcanzara el interior del edificio.
—¿Qué demonios…? —dijo Corfe, sorprendido a su pesar.
El edificio era muy largo; se extendía en la oscuridad, más allá de la luz de la lámpara. Y estaba abarrotado.
Había montones de armaduras, en ciertos lugares tan altos que casi alcanzaban las vigas del techo. Yelmos, guanteletes, corazas delanteras y traseras, cotas de malla, brazales, viseras… Todos oxidados, cubiertos de telarañas, abollados por golpes, perforados por el fuego.
Entre las piezas de armadura había armas: cimitarras, sables orientales, lanzas de astas podridas con restos de seda aún unidos a la empuñadura. Armas extrañas, distintas a las empleadas por los torunianos… y por cualquier ejército occidental.
Corfe se inclinó y recogió un casco, haciéndolo girar en sus manos y limpiándole el polvo. La corona era alta, con el gorjal ancho y las protecciones para las mejillas muy largas. El casco de un
ferinai
, los coraceros de élite merduk.
—Armaduras merduk —dijo, cuando al fin lo comprendió—. Pero, ¿qué están haciendo aquí?
—Trofeos de guerra —dijo Passifal—. Llevan aquí sesenta años, desde que rechazamos a los merduk de Ostrabar tras la conquista de Ostiber. Fue Gallican de Rone, si recordáis la historia. Un buen general. Los derrotó cuando se acercaban a los pasos de las Thuria, y envió a veinte mil bastardos a reunirse con su precioso Profeta. El rey le organizó una parada triunfal aquí en Torunn, con desfiles de prisioneros y todo eso. Y envió un millar de armaduras para exhibirlas ese día. Cuando acabó la celebración, las guardaron aquí y las olvidaron. Han estado aquí desde entonces. Tenía intención de deshacerme de ellas; nos hace falta más espacio en los almacenes, ¿comprendéis?
Corfe dejó caer el casco con un golpe.
—¿Esperáis que vista a mis hombres como si fueran merduk?
—Me parece que no tenéis elección, hijo. Esto es lo mejor que puedo hacer. No encontraréis una oferta mejor en la ciudad, a menos que podáis convencer a la reina madre de conjurar el dinero necesario.
Corfe meneó la cabeza, pensando.
—Vestirse como paganos no es honorable, señor —dijo Ebro con pasión—. Deberíais rehusar la misión. Es lo que quieren que hagáis.
—¿Y también lo que tú quieres que haga, alférez? —preguntó Corfe sin darse la vuelta.
—Señor, yo…
—Tomaremos las armaduras —dijo Corfe bruscamente a Passifal—. Pero no podemos permitir que los hombres se las pongan tal como están; la gente creería que somos el enemigo.
¿Tenéis pintura, intendente?
Las cejas blancas de Passifal se alzaron.
—¿Pintura? Sí, tenemos toneladas, pero… ¿para qué?
Corfe recogió el casco que había dejado caer un momento atrás.
—Pintaremos estas armaduras para distinguirnos. De rojo, creo. Sí: un bonito tono escarlata, de modo que la sangre no se note. Excelente. —Sonreía, pero había muy poco humor en su expresión—. Mis hombres no tienen medios de transporte. Haré que vengan dentro de una hora, y que ellos mismos escojan su armadura. ¿Podréis tener la pintura dispuesta para entonces, intendente?
Passifal parecía sentirse partícipe de una broma enorme.
—¿Por qué no? Sí, coronel, la pintura estará aquí. Valdrá la pena ver a vuestros quinientos salvajes vestidos con armaduras merduk y salpicados de escarlata.
De nuevo la sonrisa sin alegría.
—No sólo los salvajes, intendente. Ebro y yo también llevaremos armadura merduk.
—Pero, señor, tenemos la nuestra —protestó Ebro—. No hay necesidad…
—Llevaremos lo que lleven los hombres —le interrumpió Corfe—. Y tendré que pensar en algún tipo de estandarte de batalla, ya que al parecer no nos dejarán usar los torunianos.
Bien. Ya sólo falta reunirme con el estado mayor y recibir mis órdenes específicas. Después, podremos empezar a planear.
—No tenemos carretas ni mulas, ningún medio de transporte para el equipamiento —dijo el alférez Ebro, en un último esfuerzo.
Corfe le sonrió, inesperadamente divertido.
—Olvidas, Ebro, que nuestro contingente se compone de salvajes de las montañas.
¿Qué necesidad tienen de una caravana de intendencia? Pueden vivir del terreno, y que Dios ayude al terreno.
Passifal observaba a Corfe como si acabara de reconocerlo en aquel momento.
—Veo que tenéis intención de recoger el guante del rey, coronel.
—Si puedo, intendente —dijo Corfe con tono inexpresivo—, tengo intención de arrojárselo a la cara.
—Qué hermoso espectáculo ofrece una ciudad ardiendo —dijo Sastro di Carrera, apoyado en la barandilla de hierro del balcón del palacio real. Abrusio se extendía a sus pies en un mar de edificios, terminando casi a dos millas de distancia en la confusión de barcos, construcciones y muelles que se asomaban al verdadero mar, el Océano Occidental, que bordeaba los límites conocidos del mundo. Había poca luz, no porque el día se acercara a su largo sueño invernal, sino a causa de las torres de humo que ocultaban el sol. El rostro de Sastro estaba iluminado por el resplandor del incendio, que podía escuchar como un trueno lejano, el murmullo de los antiguos dioses exiliados.
—Que Dios nos perdone —dijo el presbítero Quirion junto a él, trazando el signo del Santo sobre su coraza.
Al contrario que Sastro, impecablemente vestido, Quirion estaba sucio y manchado.
Acababa de llegar del infierno de abajo, donde los hombres luchaban y morían por millares, y sus gritos colectivos quedaban ahogados por el rugido hambriento del holocausto y las estruendosas descargas de fuego de pólvora.
—«Y ahora» —recitó en voz baja—, «el infierno ha venido a la tierra, y las cenizas de sus hogueras sofocarán los planes de los hombres avariciosos. La Bestia, en su llegada, aplastará los rescoldos de sus sueños».
—¿De qué demonios estáis hablando, Quirion? —preguntó Sastro.
—Estaba citando un antiguo texto que predice el final del mundo que conocemos y el nacimiento de otro.
—El fin del mundo Hibrusida, en cualquier caso —dijo Sastro con satisfacción—. Y pensad en los magníficos terrenos de construcción que nos dejará este incendio. Valdrán una fortuna.
Quirion contempló a su aristocrático compañero sin molestarse en disimular su desprecio.
—Todavía no sois el rey, mi señor Carrera.
—Lo seré. Ya nada me detendrá… Ni a vos tampoco, presbítero. Abrusio será nuestra muy pronto.
—Si queda algo de ella.
—Quedará lo más importante —dijo Sastro, sonriendo—. Qué cosa más maravillosa es el viento, que arrastrará las llamas hacia el mar y con ellas a los traidores, herejes y campesinos rebeldes de la Ciudad Baja que nos desafían. Es la mano de Dios, Quirion. Sin duda podéis verlo.
—No me gusta pedir a Dios que intervenga en mi beneficio; me parece un pecado de soberbia pensar que el creador del universo pueda considerarme digno de su atención.
Simplemente pretendo colaborar en lo que creo que es su voluntad divina. En este caso, necesito doscientos barriles de alquitrán para prender fuego a la Ciudad Baja.
—Los Militantes profesáis una fe muy práctica —dijo Sastro, llevándose a la cara el pañuelo perfumado, y cubriéndose la boca.
—He descubierto que funciona muy bien.
El pañuelo regresó al interior de la manga, blanco como la nieve.
—De modo que, ¿cómo va la batalla, mi práctico presbítero?
Quirion se pasó la mano por el corto cabello.
—Muy dura en ciertos momentos. Vuestros hombres se han portado muy bien desde que reforcé sus tercios con contingentes de Militantes. Las tropas hebrionésas son mejores, por supuesto, pero se han entretenido con los hombres de Freiss en la retaguardia. Tiene a trescientos o cuatrocientos arcabuceros apostados en el brazo occidental de la Ciudad Baja, justo al lado del Arsenal, y han tenido que destinar casi a mil hombres para mantenerlo encerrado ahí.
—¿Y la armada? Había mucha actividad en las Radas Interiores esta mañana.
—Simplemente estaban retirando sus barcos de los muelles; el fuego ya habrá alcanzado el borde del agua. Han tratado de disparar varias veces contra el palacio durante la tarde, pero la distancia es demasiado grande. Hay una cadena cerrando el Gran Puerto, cubierta por los fuertes del rompeolas; debería bastar para mantener a la armada a raya, y sus cañones fuera del alcance de la Ciudad Alta. Abrusio se construyó para ser defendida de un ataque por mar, además de por tierra. Eso actuará a nuestro favor. Y la naturaleza restringida del campo de batalla significa que nuestra desventaja en número no es tan aparente.
—¿Hasta dónde ha llegado el fuego?
—Hasta los muelles de la corona en la Rada Interior. Ya casi debería estar lamiendo las paredes del propio Arsenal. Mercado ha tenido que destinar a tres mil hombres a apagar incendios, y otra docena de tercios están supervisando la evacuación de los civiles de la Ciudad Baja. Está inmovilizado como un toro atrapado en una cerca.
—Su preocupación por el pueblo llano es digna de elogio, pero significará su ruina —dijo Sastro.
—El pueblo llano está luchando del lado de la guarnición de la ciudad, lord Carrera —le recordó Quirion—. La población de la Ciudad Alta se ha mantenido neutral, pero yo no confiaría demasiado en los nobles.
—Oh, se inclinarán hacia donde sople el viento, como hacen siempre. No hay ninguna gran casa de Hebrion (ni siquiera los Sequero) que se atreva a oponerse a nosotros ahora. Y el Gremio de Mercaderes también se está convenciendo rápidamente. El oro es un consolador maravilloso, y también las concesiones que puede hacer un futuro rey.
—Sí…
El rugido incesante de las llamas se mezclaba con furiosos intercambios de fuego de arcabuz, provocando un gemido que a distancia sonaba como si la propia Abrusio gritara en su agonía a causa del infierno que le roía las entrañas. Hacía veinte años que al oeste de las Címbricas no se veía una batalla a tal escala, pero las Cinco Monarquías estaban siendo desgarradas por las disensiones internas y las trifulcas religiosas: una auténtica guerra civil a la que sólo le faltaba el nombre.