—Mi nombre es Corfe —dijo—. Si decís a su santidad que está aquí Corfe, me recibirá, estoy seguro.
El hombre pareció al mismo tiempo desconcertado y divertido.
—Veré qué puedo hacer —dijo—. Esperad aquí. —Y se alejó.
Corfe se quedó junto a la puerta de la abadía, como un mendigo esperando una limosna.
Una ira sorda creció en él, un resentimiento fatigado que se estaba convirtiendo en una sensación familiar.
El monje regresó acompañado por un inceptino, una figura rechoncha y con un hábito bien cortado, que probablemente había decidido probar suerte con el nuevo pontífice tras la huida de sus compañeros. Tenía una boca como una rosa húmeda, y una nariz carnosa colgando sobre ella. Sus ojos eran profundos y rodeados de anillos oscuros. El rostro de un degenerado, pensó agriamente Corfe.
—Su santidad está demasiado ocupado en este momento para ver a nadie —dijo el inceptino—. Soy monseñor Alembord, jefe de la casa pontificia. Si tenéis alguna petición que deseéis presentar al santo padre, deberéis hacerlo a través de mí. Y bien, ¿qué deseáis?
Corfe recordó a un hombre ciego con las cuencas de los ojos llenas de barro. Un hombre cuya vida había salvado con riesgo de la propia. Recordó haberse refugiado bajo un carro destrozado para contemplar el diluvio sobre los miles de desplazados que recorrían la carretera del oeste.
—Decid a su santidad que espero que se acuerde del nabo.
Los dos clérigos le miraron con la boca abierta; luego la cerraron y parecieron furiosos.
—Salid de aquí ahora mismo —dijo Alembord, con la papada temblando—. Nadie se burla de la cabeza de la Santa Iglesia. Marchaos, o llamaré a los Militantes para que os expulsen.
—Militantes… ¿De modo que habéis vuelto a reunirlos? La rueda ha dado una vuelta completa. Decid a Macrobius que Corfe no olvidará, y que él tampoco debería olvidar.
El inceptino renegado dio una palmada y gritó llamando a los Militantes, pero Corfe ya había girado sobre sus talones y estaba cruzando la puerta, con un extraño sentimiento de dolor en su interior. Por ridículo que pareciera, se sentía como si hubiera perdido a un amigo.
Pasó el resto del día entre las nieblas de los asuntos administrativos, problemas a los que podía hincar el diente y roer hasta que dejaban de molestar. El trabajo le sentó bien. Sirvió para ocuparle el tiempo, e impedir que su mente pensara en otras cosas.
Corfe consiguió amedrentar o convencer a los responsables del comisariado de que repartieran a sus hombres raciones para una semana de marcha hacia el sur. Dividió a sus hombres en cinco tercios incompletos, cada uno al mando de un hombre recomendado por Marsch como líder, o
rimare
, como se llamaba en su idioma. Convirtió a Marsch en una especie de alférez, ante la indignación de Ebro, y Andruw recibió el encargo de redactar las listas y organizar el mando.
Hubo que rechazar a doce hombres por inútiles; las galeras les habían dejado demasiadas secuelas para poder regresar al servicio activo. Corfe los licenció, dándoles sus raciones y ordenándoles regresar a casa, de vuelta a las montañas. Se marcharon de mala gana porque, según dijo Marsch, habían prestado el juramento igual que los demás, y estarían atados por él hasta la muerte. De modo que Corfe les pidió que actuaran como agentes de reclutamiento al llegar a sus valles nativos, y que le enviaran noticias de cuántos hombres estarían dispuestos a servir bajo su estandarte cuando llegara la primavera. Sabía que Lofantyr nunca le cedería tropas torunianas regulares. Su mando tendría que ser autosuficiente.
Le llevó un buen rato de reflexión el asunto del estandarte bajo el que lucharían. Sus salvajes eran paganos, y se negarían a luchar bajo las imágenes sagradas que predominaban en las banderas de los ejércitos ramusianos, aun suponiendo que le autorizaran a usarlas. Corfe finalmente resolvió el problema a su manera, y ordenó a una costurera de la guarnición que le fabricara un confalón. Lo hizo a toda prisa, y el resultado fue algo tosco, pero se sostenía muy bien sobre su mástil de doce pies. Una tela de lino teñida de escarlata, el color del atardecer, y en su centro, en color sable, la silueta con dos puntas de la catedral de Carcasson en Aekir. Era como Corfe la había visto por última vez, una sombra oscura contra un cielo en llamas, y los salvajes estaban contentos con el estandarte, porque a ellos les parecía una representación de Kerunnos, el Dios Cornudo, al que adoraban por encima de todos los demás. Sin embargo, los soldados torunianos que contemplaron el ondear perezoso del estandarte bajo la brisa sólo vieron la silueta de la catedral, no su interpretación pagana, y con el tiempo los hombres de Corfe llegaron a tener un nombre a causa de aquel estandarte. Los llamaron «catedralistas».
Su último día en Torunn estaba llegando a su fin. El sol había desaparecido tras las cumbres blancas de las Címbricas en el oeste, y Andruw se estaba ocupando de los últimos detalles de la organización del mando. Corfe se dirigió al palacio real para su audiencia con la reina madre, y estaba tan preocupado por los acontecimientos de aquel día y los planes para el siguiente que no se quitó la armadura escarlata merduk, sino que recorrió con ella los pasillos de los aposentos reales, para desconcierto y escándalo de pajes y cortesanos.
—Dejadnos —dijo ásperamente la reina madre Odelia cuando Corfe fue introducido en sus aposentos por un desconcertado ujier.
No estaban en la cámara circular, sino en una habitación grande con aspecto de salón.
Una de las paredes estaba ocupada por una enorme chimenea, donde ardían troncos del grosor de los muslos de Corfe, con las siluetas de los morillos recortadas contra las llamas. El fuego era la única luz de la habitación. Corfe entrevió vigas sobre su cabeza, invisibles en las alturas.
Las paredes estaban cubiertas de pesados cortinajes, igual que el otro extremo de la habitación.
Alfombras en el suelo, blandas bajo sus botas tras la piedra de los corredores del palacio. El olor dulzón de un incensario resplandeciente colgado del techo por largas cadenas. Corfe había imaginado de aquel modo los aposentos de un sultán: tapizados, forrados y ocultos, casi sin rastro visible de la construcción original. Se despojó del brutal yelmo y se inclinó ante la mujer rubia cuya piel parecía resplandecer a la luz de la chimenea.
—Parecéis una especie de hombre del saco pensado para aterrorizar a los niños, Corfe —dijo Odelia en aquel tono bajo suyo. Una voz oscura como la miel de brezo, pero que también podía cortar como un látigo—. Quitaos la armadura, por amor de Dios. Aquí no debéis temer ninguna agresión. ¿De dónde la habéis sacado?
—Hemos de apañarnos con lo que tenemos, señora —dijo Corfe, frunciendo el ceño mientras sus dedos buscaban las tiras y hebillas. Aún no estaba familiarizado con el funcionamiento de su arnés, y se encontró girando y retorciéndose en su esfuerzo por quitárselo.
La reina madre se echó a reír.
—La primavera pasada vino un contorsionista a divertir a la corte con sus piruetas. Os juro, coronel, que lo dejáis en ridículo. Un momento, permitidme que os ayude.
Se puso en pie con un siseo de faldas, y Corfe podría haber jurado que vio algo negro salir corriendo a ocultarse entre las sombras, más allá de la luz del fuego. Hizo una pausa en sus esfuerzos, pero Odelia estaba ante él, y los ágiles dedos recorrían su armadura en busca de las correas que la aflojaran. Consiguió quitarle el pectoral y la espaldera en un abrir y cerrar de ojos. Cayeron con un golpe sordo sobre la alfombra, y tras ellas fueron los brazales, el tahalí que soportaba su sable, su gorjal, hombreras, quijotes y guanteletes. Se quedó en pie entre un montón de metal resplandeciente, sintiéndose extrañamente expuesto. Comprendió que había disfrutado con la sensación de las manos de ella moviéndose sobre su cuerpo, y se sintió casi decepcionado cuando la reina madre retrocedió.
—¡Ya está! Ahora podéis sentaros y cenar conmigo como un hombre civilizado… aunque mal vestido. ¿Qué ocurrió con la ropa elegante que ordené que os fabricaran?
—Ésta es mi ropa de campaña —dijo Corfe, incómodo—. Parto con mi compañía al amanecer.
—Ah, comprendo. Tomad asiento, pues, y algo de vino. Parecéis una estatua.
Ella parecía distinta, casi coqueta, cuando la vez anterior se había mostrado intensa y peligrosa. Bajo la gentil luz del fuego, parecía una mujer joven, o lo hubiera parecido de no ser por el relieve de las venas en el dorso de sus manos.
Corfe tomó un sorbo de vino, sin apenas darse cuenta. El fuego crepitaba y escupía como un gato. Se preguntó si se atrevería a preguntarle qué estaba haciendo allí.
—El rey sabe de vuestro… patronazgo —dijo, cuando ella tomó asiento como si esperara a que fuera Corfe quien empezara. Su mirada era alarmantemente directa. Parecía querer sonsacarle las palabras—. Creo que no lo aprueba.
—Claro que no. Le irrita lo que considera una interferencia mía en sus asuntos, aunque eran mis asuntos antes de que él naciera. No soy una figura simbólica en este reino, Corfe, como ya deberíais saber. Pero tampoco soy el poder oculto detrás del trono. Lofantyr empieza a estar maduro para ser rey, lo que es algo bueno. Pero todavía necesita a alguien que lo vigile a veces por encima del hombro. Ésa es la carga que he decidido llevar.
—Es posible que hayáis causado mi ruina profesional, señora.
—Tonterías. Sabía que conseguiríais equipar a vuestros hombres de algún modo, igual que sé que vos y vuestros hombres os comportaréis de forma admirable en la batalla que se avecina. Y, si no lo hacéis, es que no merecéis mi confianza, y empezaré a buscar a otro soldado prometedor a quien proteger.
—Comprendo —dijo Corfe, muy tenso.
—Todos somos prescindibles, Corfe, incluso los que llevamos corona. El bien de Torunna, de todo Occidente, tiene que ser lo primero. Este reino necesita oficiales capaces, no sicofantes que sólo sepan asentir ante cualquier sugerencia de Lofantyr.
—No sé exactamente qué podré conseguir con mis quinientos salvajes en el sur.
—Haréis lo que se os ha ordenado. Escuchad: Lofantyr ha empezado a preparar la que considera la verdadera expedición para someter a los condados rebeldes del sur. Estará al mando del coronel Aras, y partirá dentro de una semana o diez días. Dos mil soldados de infantería, quinientos de caballería y una batería de seis cañones.
—Una fuerza considerable —dijo Corfe con una mueca.
—Sí. A vos os envían a luchar contra Ordinac, en Hedeby. No es uno de los rebeldes más importantes, pero el rey cree que será más que capaz de acabar con vuestro lamentable grupo: puede poner a más de mil hombres en el campo. Cuando hayáis sido derrotado, el coronel Aras y sus hombres llegarán a tiempo de recoger los pedazos, enviaros de regreso a la capital en desgracia y empezar el auténtico trabajo de la campaña, la derrota del duque Narfimtyr en Staed.
—Veo que el rey lo tiene todo planeado de antemano —dijo Corfe—. ¿Hay alguna esperanza para mí y mis hombres, entonces?
—Sólo puedo deciros esto: debéis derrotar a Ordinac rápidamente y avanzar hacia Staed. El coronel Aras no os supera en rango, de modo que no podrá daros órdenes. Si ambos llegáis a Staed al mismo tiempo, tendréis que repartiros el mando de la campaña entre los dos, y habrá más posibilidades de éxito para vos y vuestros hombres.
—¿Qué posibilidades creéis que tengo, señora?
Ella sonrió.
—Ya os lo dije una vez, Corfe; creo que sois un hombre de suerte. Y necesitaréis de toda vuestra suerte para triunfar en esta empresa.
—¿Es esto una prueba que habéis obligado al rey a preparar para mí?
Ella se acercó más. La luz del fuego dibujaba en sus rasgos un jardín de sombras, y encendía hogueras verdes en sus ojos. Corfe pudo sentir su aliento sobre la piel.
—Es una prueba, sí. Te lo prometo, Corfe: si la superas, te esperan cosas mejores.
De repente le agarró por la desgastada casaca y lo atrajo hacia sí. Le besó en los labios, suavemente al principio y luego con mayor presión. Ella tenía los ojos abiertos, riéndose del desconcierto de Corfe, y aquello lo enfureció de pronto. Enterró los puños en el cabello de la mujer, recogido en su nuca, y aplastó su boca contra la de ella.
Estaban en el suelo alfombrado, y él le había arrancado la parte superior del vestido mientras sus carcajadas le resonaban en los oídos. Los botones volaron por los aires como grillos sobresaltados. El pesado brocado se resistió incluso a sus fuertes puños, y ella saltaba arriba y abajo mientras él trataba de arrancárselo.
De repente, se dio cuenta de lo absurdo de su posición, y desistió. Permanecieron mirándose, agazapados en el suelo. Los pechos de Odelia estaban desnudos, los pechos redondos de una mujer que ha amamantado. Tenía el vestido desgarrado hasta el ombligo, y su cabello formaba estandartes sobre los hombros, brillando como oro tejido. Le sonrió como un lince. Parecía increíblemente joven, vibrante, viva. Él deseó volver a estrecharla entre sus brazos.
En aquella ocasión, ella se le acercó, dejando resbalar su vestido tan fácilmente como si hubiera sido un chal de seda. Sus caderas eran sorprendentemente anchas, pero su vientre era duro, y su piel, cuando las manos de Corfe la tocaron, era como el satén, algo digno de ser saboreado, una sensación que casi había olvidado en el reciente caos de su vida.
Exploró la dureza de sus huesos, la suavidad de la piel que la cubría, y cuando finalmente se unieron, lo hicieron con gran dulzura. Después él apoyó la cabeza en el pecho de ella y se echó a llorar, recordando, recordando.
Ella le acarició el cabello sin decir nada, y aquel silencio le resultó reconfortante, una isla de quietud en las aguas turbulentas del mundo.
La reina no le dirigió una sola palabra cuando Corfe se levantó para vestirse, poniéndose la casaca y atándose la extraña armadura. Empezaba a amanecer, aunque todavía no había luz. Sus hombres le estarían esperando.
Desnuda, ella se incorporó para besarle, apretándose contra el hierro de su armadura mientras él se pasaba por la cabeza el tahalí de su espada. La reina madre volvía a parecer madura, con la frente marchita, los abanicos de arrugas diminutas que partían de sus ojos, y la carne que le colgaba fláccida de los antebrazos. Se preguntó qué magia había existido aquella noche que la había hecho parecer tan joven, y ella pareció leerle el pensamiento, porque esbozó su sonrisa felina.