Las barcazas y cúteres de la escuadra ya habían alcanzado las cadenas, y los marineros y soldados tiraban juntos, en grupos sudorosos, para pasarlas por encima de los costados de los barcos y arrojarlas al agua. Todo ello mientras los cañones disparaban andanada tras andanada, y eran respondidos por las baterías de la muralla. Abeleyn tuvo que mantenerse erguido e impávido mientras las balas empezaban a silbar y chocar con el galeón. Una barcaza recibió un impacto directo y estalló en una lluvia de madera rota y sangre, con hombres arrojados en todas direcciones y sogas volando libres. Pero el avance continuó, y los pequeños botes siguieron descendiendo uno a uno por los costados de los barcos. Había decenas de ellos, suficientes para llevar a tierra a mil hombres en la primera oleada.
—Vuestro bote está listo, señor —gritó el almirante Rovero por encima del estruendo. Su boca torcida parecía diseñada para concentrar la fuerza de su voz. Abeleyn asintió. Sintió un pinchazo de emoción cuando el sargento Orsini acudió a su lado, y se tomó un momento para oprimirle el hombro. Luego pasó una pierna sobre la amurada y empezó a descender por la escala de cuerda, mientras a una yarda de distancia las culebrinas disparaban y eran recargadas, como monstruos alternativamente soltados y retenidos.
Ya en la barcaza, le pareció que su corazón resonaba casi tan fuerte como los cañones.
El bote ya estaba lleno de hombres, atareados con sus remos, arcabuces, espadas y escalas.
Abeleyn se dirigió a la proa, donde estaban agazapados los hombres que sostenían las escalas de cuerda. Hizo una señal al timonel, y el bote se separó del enorme galeón, junto a media docena de otras barcazas abarrotadas. Los hombres empezaron a usar los remos, y emprendieron el avance sobre el agua, acribillada a proyectiles.
Un rato de espera agónica mientras navegaban hacia las murallas. Había docenas de botes en el agua, con una masa de humanidad apretujada en su interior, repartidos por el mortífero espacio entre los cascos de los barcos y las murallas de la ciudad. Pero sufrieron pocas bajas en aquel accidentado trayecto. Las andanadas de los galeones cubrían las baterías de la ciudad, como gallinas cluecas protegiendo a sus polluelos. A Abeleyn le parecía que si levantaba una mano podría tocar una bala de cañón, tan denso era el volumen de proyectiles que chillaban sobre su cabeza. Alarmado, se dio cuenta de que estaba a punto de vomitar.
Varios hombres del bote ya lo habían hecho. Era la espera, la tensión insoportable de los nervios. Abeleyn se tragó un bocado de vómito que le estaba abrasando la garganta. Los reyes no podían permitirse semejantes debilidades en público.
Estaban junto a la muralla, y la proa del bote golpeaba la desgastada piedra. Una lluvia de rocas les cayó encima mientras los proyectiles de los galeones perforaban las defensas sobre sus cabezas. Los artilleros navales elevarían el fuego en el último momento, proporcionando a sus camaradas toda la cobertura posible en el peligroso instante de colocar las incómodas escalas.
Los portadores se incorporaron con su voluminosa carga: una escala de quince pies, con ganchos de acero en su parte superior que golpeaban la piedra de la pared. Los marineros se tambalearon y vacilaron, con las piernas sujetas por sus compañeros, hasta que finalmente la escala quedó enganchada a una tronera de arriba.
Abeleyn los apartó de su paso y subió el primero. Golophin y Mercado le hubieran regañado por aquella imprudencia, pero le pareció que no podía hacer otra cosa. El rey tenía que dar ejemplo. Si aquellos hombres le demostraban su disposición a morir por él, Abeleyn tenía que corresponderles.
Estaba tan concentrado en sus pensamientos que ni siquiera se paró a considerar si los hombres lo seguirían. La perspectiva de su muerte era como un espectro que aguardaba alegremente, riendo sobre su hombro. Sus pies parecían de plomo en las botas. Imaginó su precioso cuerpo hecho pedazos, acribillado por las balas, arrojado al agua ensangrentada. Su vida terminada, su visión del mundo, única e irrepetible, extinguida por completo. La tensión fue tan grande que, por un momento, la pared ante su nariz pareció volverse levemente roja, reflejando el atronar de la sangre en sus castigadas arterias.
Desenvainó la espada, moviéndose con torpeza e incomodidad a causa de su armadura, y trepó con una mano, jadeando en busca de un aire que nunca parecía entrarle en los pulmones con la suficiente rapidez.
Una piedra le rebotó en el hombro, y estuvo a punto de caer. Levantando la vista, vio a un Caballero Militante de ojos enloquecidos que lo observaba por encima de la almenas. Se quedó paralizado, totalmente impotente mientras contemplaba el rostro iracundo del otro hombre. Pero entonces la cara del Militante se desintegró al recibir una descarga de fuego de arcabuz procedente del bote, que lo arrojó hacia atrás. Abeleyn siguió subiendo.
Estaba arriba, sobre la muralla. Hombres corriendo, cañones desmontados, escombros, grandes agujeros en las defensas. Disparos de los galeones, algo más altos; los cañones habían sido elevados.
Alguien corrió hacia él. Su propia espada surgió antes de pensarlo siquiera, y desvió la hoja del enemigo. Una bota en el abdomen, y el hombre desapareció gritando por el borde la muralla.
Más hombres suyos detrás de él. Estaban despejando un fragmento de muralla, luchando contra los grupos de enemigos que corrían hacia ellos, obligándolos a retroceder. Sólo entonces se dio cuenta Abeleyn de lo débiles que eran las defensas de las murallas.
«Estoy vivo», pensó, sorprendido. «Todavía sigo aquí. Lo estamos consiguiendo.»
Algo en su interior cambió. Hasta el momento, se había sentido tan preocupado por lo que tenía que hacer, por la posibilidad de su propia muerte o mutilación, que había razonado como un soldado obsesionado con la precariedad de su propia existencia. Pero era el rey.
Aquellos hombres esperaban que diera órdenes. La responsabilidad era suya.
Recordó el combate naval a bordo del galeón de Dietl; le pareció que habían transcurrido cinco años. Recordó la euforia del combate, la excitación y su sensación de invencibilidad. Y en un instante comprendió que jamás volvería a sentirse de aquel modo. Aquella sensación tenía que ver con la juventud, la exuberancia y la alegría de vivir. Pero había visto su ciudad reducida a cenizas. Tenía un hijo creciendo en el vientre de una mujer. Su corona había costado a su pueblo miles de vidas. Nunca volvería a sentirse tan valiente y libre de preocupaciones.
—¡Seguidme! —gritó a sus hombres. El enemigo estaba abandonando las murallas, mientras centenares de atacantes alcanzaban las almenas. Retiró a sus tropas de las defensas de Abrusio y las condujo a las calles de la ciudad, para emprender la tarea sangrienta que todavía les aguardaba.
Golophin contemplaba el impresionante espectáculo. Una ciudad atormentada, incendiada, bombardeada y rota. Tal vez en el este, con la caída de Aekir y las batallas del dique de Ormann, habían alcanzado aquella escala de destrucción y carnicería, pero nada de lo que había visto en su larga vida le había preparado para algo semejante.
Había visto a la escuadra del rey asaltar las murallas orientales mientras el grueso de la flota atacaba los fuertes del rompeolas y la cadena que protegía el puerto principal de Abrusio.
Pero ya no podía ver nada más, ni siquiera con su magia, porque el trío de bahías cerradas que formaban el lado marítimo de la ciudad estaba oscurecido por enormes nubes de humo. Tres millas de agua desgarrada por los proyectiles, de las que brotaba un rugido continuo, como si se estuviera produciendo un parto titánico y laborioso en las profundidades de aquella niebla bélica.
Su familiar agonizaba en algún lugar a bordo del barco insignia. Lo había agotado con sus misiones, y sólo quedaba un destello de vida en su pecho, una última chispa del dweomer con que lo había creado.
Podía sentir la agonía de su mente leal y salvaje, y con ella la decadencia de su propia fuerza. La muerte de un familiar no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Era como perder a un hijo antes de cortar el cordón umbilical. Golophin se sentía anciano y frágil como una hoja en otoño, y el dweomer se había convertido en un resplandor mortecino en su interior. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a hacer milagros.
Y sin embargo, sufría al encontrarse allí, en la cima de la torre del Almirante, mientras el joven que era su señor y amigo luchaba por sus derechos y por la vida de la ciudad que ambos amaban. Los bastardos traidores y los Militantes habían destrozado las entrañas de la bulliciosa Ciudad Baja. Nunca volvería a ser la misma, al menos durante el tiempo que le quedaba de vida a aquel anciano.
El general Mercado se unió a él, abandonando por un momento a sus asistentes, oficiales y mensajeros, agrupados en torno a la mesa cubierta de mapas al otro lado de la torre.
—Ha cruzado las murallas —dijo el general, con un lado de la cara ensombrecido por la preocupación, mientras el otro mostraba su perfección plateada.
—Bueno, ya es algo. ¿Y el ataque a la cadena?
—Es pronto para decirlo. —Una serie de andanadas especialmente severas procedentes del puerto le obligaron a levantar la voz para ser oído—. Hemos perdido al menos cuatro barcos grandes, y las tripulaciones no tendrán ninguna posibilidad en ese caos. Y los que consiguen llegar a tierra son masacrados directamente por los lacayos de los Carrera. Al menos dos mil hombres, de momento.
—¿Y vuestro asalto por tierra?
—El progreso es lento. Han levantando barricadas a lo largo del frente, y los hombres tienen que atacar a través de la zona devastada. No podemos lanzar un ataque sorpresa en aquella parte de la ciudad. Simplemente hemos inmovilizado a sus tropas.
—¿De modo que el esfuerzo principal depende de Abeleyn?
—Sí. Su asalto es el único que está llegando a alguna parte. Pero con apenas cuatro mil hombres, el presbítero no podrá defender todas sus líneas indefinidamente. Acabará cediendo.
Sólo queda ver cuánta sangre debemos derramar antes de que lo haga.
—Dios mío, general, esto arruinará al reino.
Golophin se sentía débil, agotado, inútil. El corpulento soldado le apoyó una mano en el delgado brazo.
—Deberíais estar descansando, Golophin. En el futuro, no podremos prescindir de los hombres como vos.
El anciano mago sonrió débilmente.
—Mi vida ya no tiene tanta importancia. Todos somos prescindibles, excepto una persona. Nada puede ocurrirle al rey, Albio, o todo habrá sido en vano. El rey tiene que comprenderlo.
—Estoy seguro de que será prudente. No es ningún estúpido, pese a su juventud.
—Y tampoco es tan joven ya.
Las líneas enemigas estaban rotas, y los hombres que podían habían empezado a retirarse hacia el oeste, tras inutilizar sus cañones y volar sus explosivos. Los seguidores de los Carrera lideraban la retirada, mientras que los Caballeros Militantes permanecían en la retaguardia, luchando obstinadamente durante todo el camino. Los hombres de Abeleyn sufrieron cuantiosas bajas al perseguir a los que se retiraban y entablar un combate cuerpo a cuerpo con los Militantes, bien entrenados y soberbiamente armados. Pero cuando el rey detuvo el avance e hizo reformar a los hombres disponibles, los Militantes no tuvieron más remedio que retirarse en desorden. Los arcabuceros y soldados de Abeleyn estaban desorganizados y dispersos. El rey los organizó y dirigió personalmente el avance rápido de unas cuantas filas de arcabuceros que segaron con sus disparos a los estoicos Militantes y sembraron el pánico entre las fuerzas enemigas. Las calles estaban llenas de hombres, algunos tratando de salvar sus propias vidas y otros decididos a acabar con ellos. La batalla empezó a desplazarse rápidamente en una sola dirección.
Un mensajero jadeante encontró a Abeleyn cerca del pie de la colina de Abrusio, dirigiendo la persecución de los traidores y corriendo junto a sus hombres mientras gritaba órdenes a derecha e izquierda. El mensajero tuvo que tirar del brazo del rey antes de poder detenerlo.
—¿Qué? ¿Qué sucede, maldita sea?
—Me envía el general Mercado, señor —jadeó el hombre—. Os presenta sus respetos…
—¡Al cuerno sus respetos! ¿Qué tiene que decir?
—La flota ha roto la cadena, señor. Está entrando en el Gran Puerto, y empezando a bombardear la Ciudad Alta. El desembarco de los infantes empezará en cuestión de minutos.
Señor, el general y Golophin os ruegan que no os expongáis innecesariamente.
—Gracias por el consejo. Ahora ve a la orilla y que los grupos de desembarco se apresuren. Quiero el palacio rodeado antes de que los traidores puedan escapar. ¡Ve!
—Sí, majestad. —Y Abeleyn desapareció entre sus tropas, que avanzaban eufóricas.
—Todo ha terminado —dijo Quirion.
El rostro de Sastro estaba pálido como la nieve.
—¿Qué queréis decir con «terminado»?
Podían oír los disparos de arcabuz desde las estancias de la torre más alta del palacio.
Su estruendo y el de los cañones pesados se mezclaban con los golpes y derrumbes de la torturada piedra. Los proyectiles caían cada vez más cerca. Podían distinguirse los gritos individuales de los hombres, en lugar del lejano rugido de la batalla que habían estado escuchando hasta el momento desde su posición. Una cortina de estruendo bélico avanzaba inexorablemente hacia ellos.
—Nuestras líneas están rotas, lord Carrera, y nuestras fuerzas… incluso mis Militantes… están en plena retirada. Los barcos enemigos han roto la cadena y se encuentran en el Gran Puerto, calculando la distancia para disparar contra el palacio. En pocos minutos empezará el bombardeo de este edificio. Nos han derrotado.
—Pero, ¿cómo es posible? Esta mañana estábamos a punto de discutir los términos de la rendición con un enemigo exhausto.
—Vos estabais a punto. Yo nunca creí que tal cosa fuera a ocurrir. Abeleyn se encuentra en la ciudad mientras hablamos, avanzando hacia el palacio. Sus hombres luchan como diablos cuando él los dirige, y los nuestros se desmoralizan. Es posible que podamos reunir a las tropas que nos quedan y resistir un poco, tal vez negociar unos términos distintos a la rendición incondicional. No lo sé. Vuestros seguidores están en plena retirada, e incluso mi gente está desmoralizada. Tengo a mis oficiales superiores en las calles tratando de hacer que reaccionen, pero no tengo demasiadas esperanzas.