Authors: Kim Stanley Robinson
Entre quienes lo visitaban con frecuencia se contaban Sax, Coyote y Art, Nadia y Nikki, que cada año estaba más alta. Ya era más alta que Nadia y parecía mirarla como a una niñera o una bisabuela, casi como la miraba Nirgal en Zigoto. Nikki había heredado el sentido del humor de Art, y éste parecía alentarla: se confabulaban contra Nadia y la miraban con un placer radiante que Nirgal nunca había visto en adultos. Una vez los encontró sentados en el muro de piedra que bordeaba su bancal de patatas, riendo inconteniblemente de algo que Art había dicho, y aunque se unió a la risa sintió una punzada de dolor: sus viejos amigos estaban casados y tenían una hija, vivían según aquella antigua costumbre. Frente a eso, su comunión con la tierra no parecía tan sustancial después de todo. ¿Pero qué podía hacer? Muy pocos en aquel mundo tenían la suerte de encontrar un compañero; se necesitaba una suerte increíble para que sucediera, y luego tener la sensatez de reconocerlo y el valor de actuar. Pocos conseguían que la cosa durara. El resto tenía que arreglárselas como podía.
Vivía en su cuenca, cultivaba buena parte de su alimento y trabajaba en proyectos de la cooperativa para pagar el resto. Volaba hasta Sabishii una vez al mes con un nuevo avión, disfrutaba de su estancia de una o dos semanas y regresaba a casa. Art, Nadia y Sax lo visitaban a menudo, y con menor frecuencia Maya y Michel, o Spencer, que vivían en Odessa, o Zeyk y Nazik, que le traían noticias de Cairo y Mángala que él intentaba no escuchar. Cuando se iban salía a la cresta arqueada, se sentaba en uno de sus bancos de roca y contemplaba las praderas del talud, se concentraba en lo que tenia, en aquel mundo de los sentidos, roca, liquen y
Selene acaulis
.
La cuenca se desarrollaba. Había topos en las praderas y marmotas en la pendiente. Al fin de los largos inviernos las marmotas salían de la hibernación prematuramente, y hambrientas, pues su reloj interno seguía sintonizado con la Tierra. Nirgal les dejaba alimento en la nieve y las veía comer desde las ventanas altas de la casa. Necesitaban ayuda para resistir los largos inviernos y llegar a la primavera. Las criaturas consideraban la casa como una fuente de comida y calor, y dos familias de marmotas vivían muy cerca y emitían su silbido de advertencia cuando alguien se aproximaba. Cierto día le avisaron de la llegada de miembros del comité de Tyrrhena para la introducción de nuevas especies, que le pidieron una lista y un censo aproximado de las de la cuenca. Estaban preparando una lista de «habitantes nativos» locales, que una vez completada les permitiría decidir con rapidez sobre cualquier introducción de especies de propagación rápida. Nirgal colaboró gustosamente, como parecían haber hecho el resto de los ecopoetas del macizo; como isla de precipitaciones, a centenares de kilómetros de las más cercanas, estaban desarrollando una mezcla específica de flora y fauna de alta montaña, y existía una tendencia creciente a considerarla como «natural» en Tyrrhena, sólo alterable de común acuerdo.
Los del comité se marcharon y, con una sensación de extrañeza, Nirgal se sentó junto a sus marmotas.
—Bien —les dijo—, ahora somos indígenas.
Era feliz en su cuenca, por encima del mundo y sus preocupaciones. En la primavera las plantas nuevas brotaban de la nada y a algunas las recibía con una palada de abono vegetal, mientras que a otras las arrancaba y las convertía en abono. Los verdes primaverales eran muy distintos de otros verdes: jades y limas vivos y luminosos en las yemas, briznas de hierba esmeralda, ortigas azuladas, hojas rojizas. Y más tarde las flores, ese tremendo despilfarro de energía de la planta, la pulsión de la supervivencia, el impulso reproductor en derredor... A veces, cuando Nadia y Nikki regresaban de sus paseos con pequeños ramilletes en sus grandes manos, a Nirgal le parecía que el mundo tenía sentido. Las miraba y pensaba en los niños, y lo invadía un ansia impetuosa insólita en él.
Al parecer era un sentimiento generalizado. La primavera duraba ciento cuarenta y tres días en el hemisferio sur, y nacía en lo más crudo del invierno del afelio. A medida que la primavera avanzaba, se sucedían las floraciones, primero las tempranas, como la promesa de primavera o la hepática de la nieve, luego el phlox y el brezo, la saxífraga y el ruibarbo tibetano, la
selene acaulis
, el aciano y la edelweiss, y así hasta que en cada milímetro del manto verde de la rocosa palma de la cuenca pululaban brillantes puntos de azul ciánico, rosados intensos, amarillo, blanco..., y los colores se agitaban dispuestos en capas cuya altura revelaba la identidad de las plantas, y resplandecían en la oscuridad como gotas de luz, como sí todos aquellos puntos de color grabasen en el aire el relieve de la cuenca, un Marte puntillista. Estaba de pie en aquella mano de roca que vertía la nieve derretida por el pliegue de la línea de la vida hacia el ancho y lejano mundo inferior, vasto y brumoso, que se vislumbraba al oeste bajo el sol del ocaso.
Una límpida mañana Jackie apareció en la pantalla de la IA y anunció que estaba en la pista de Odessa a Libia y quería hacerle una visita. Nirgal accedió antes de pararse a pensarlo.
Bajó por el sendero que corría paralelo al arroyo de deshielo para recibirla. Una pequeña cuenca alta... había miles de cráteres como ése en el sur. Huellas de pequeños y antiquísimos impactos. No había nada extraordinario en ellos. Recordó Mesa Brillante, los formidables amarillos del alba.
Llegaron en tres coches, conduciendo como locos. Jackie guiaba el primero, Antar, el segundo. Reían estrepitosamente cuando se apearon y a Antar no pareció importarle haber perdido la carrera. Los acompañaba un grupo de jóvenes árabes, y para su sorpresa Jackie y Antar parecían tener la misma edad que los demás. Hacía mucho tiempo que no los veía, pero no habían cambiado nada. Los tratamientos; la sabiduría popular aconsejaba empezar pronto y recibirlos a menudo, para asegurarse eterna juventud y frenar cualquiera de las raras enfermedades que aún los mataban de cuando en cuando. Tal vez hasta frenarían la muerte. Pronto y a menudo. Parecían estar en los quince, pero Jackie era un año mayor que Nirgal y él ya tenía casi treinta y tres años marcianos, aunque se sentía más viejo. Mirando aquellos rostros risueños pensó que tendría que someterse al tratamiento algún día.
Pasearon, pisotearon la hierba y manifestaron su admiración por las flores, y cuantas más exclamaciones proferían, más pequeña parecía la cuenca. Hacia el final de la visita Jackie se lo llevó aparte y le habló con gravedad.
—Nirgal, tenemos problemas para contener la afluencia de terranos —le dijo—. Envían casi un millón anual, justo lo que, en tu opinión, nunca podrían hacer. Y los recién llegados ya no se unen a Marte Libre como antes, sino que siguen apoyando a los gobiernos de sus países. Marte no los cambia con la suficiente rapidez, y si esto continúa la idea de Marte Libre acabará por ser un chiste. A veces me pregunto si no cometimos un error al no derribar el cable.
Frunció el entrecejo y veinte años se añadieron a su rostro. Nirgal reprimió un ligero estremecimiento.
—Ayudaría que no te escondieras aquí —exclamó ella, de pronto furiosa, con un ademán desdeñoso que abarcó la cuenca—. Necesitamos la ayuda de todos. La gente aún te recuerda, pero dentro de unos años...
De modo que sólo tenía que esperar unos años, pensó Nirgal. La miró con atención. Era hermosa, sí, pero la belleza era una cuestión de espíritu, inteligencia, vivacidad, empatia. Por tanto, al mismo tiempo que ganaba belleza, la perdía. Otra misteriosa superposición, y una más de las fibras sensibles del dolor que ella le causaba. Pero Nirgal no se sentía orgulloso de ser tan vulnerable a Jackie, no de ese modo.
—En verdad no podemos ayudarlos acogiendo más emigrantes —añadió ella—. Te equivocabas cuando lo dijiste en la Tierra, y ellos lo saben, lo ven con más claridad que nosotros, no cabe duda. Pero siguen enviando gente. ¿Y sabes por qué? Sólo para estropear las cosas aquí, para asegurarse de que no haya ningún sitio donde la gente actúe con sensatez. Ésa es la única razón.
Nirgal se encogió de hombros. No sabía qué decir; probablemente había algo de verdad en los argumentos de ella, pero era sólo una de las múltiples razones que impulsaban a la gente a venir; no había motivo para atribuirle una especial importancia.
—Así que no tienes intención de regresar —dijo ella al fin—. No te importa nada.
Nirgal meneó la cabeza. ¿Cómo explicarle que a ella no le interesaba Marte, sino su propio poder? No sería él quien se lo dijera, porque no le creería. Y tal vez sólo fuera cierto para él.
Bruscamente Jackie renunció a intentar alcanzarlo. Una regia mirada a Antar y éste reunió a la camarilla en los vehículos. Una última mirada inquisitiva, un beso en la boca, como una descarga eléctrica —sin duda para molestar a Antar, o a él, o a los dos—, y se marchó.
Pasó aquella tarde y el día siguiente paseando, se sentó en piedras chatas y observó los pequeños arroyos que saltaban entre las peñas colina abajo. Recordó la rapidez antinatural con que caía el agua en la Tierra. Aquél era su hogar, conocido y amado, cada diada y cada mata de acaulis, incluso la velocidad del agua y sus figuras de plata brincando entre las piedras. El tacto del musgo. Los visitantes que recibía eran gentes para quienes Marte era una idea, un estado naciente, una situación política. Vivían en ciudades-tienda intercambiables con las de cualquier otro lugar, y su devoción, aunque real, estaba dirigida a alguna causa o idea, a un Marte imaginario. Y no le parecía mal. Pero lo que le importaba en ese momento era la tierra, los lugares en los que el agua discurría entre rocas de mil millones de años para alcanzar las porciones de musgo nuevo. Dejaría la política para los jóvenes, él ya había hecho su parte y no quería intervenir más. O al menos quería esperar a que Jackie desapareciera de la escena. El poder era como Hiroko después de todo, siempre se escabullía. De momento, tenía aquel anfiteatro.
Sin embargo, una mañana al alba, cuando salió a caminar, advirtió algo diferente. El cielo estaba despejado y mostraba su más puro púrpura, pero las agujas de un enebro estaban teñidas de amarillo, igual que el musgo y las hojas de las patatas.
Arrancó muestras de las hojas, tallos y agujas más amarillentos y las llevó al invernadero. Dos horas de trabajo con el microscopio y la IA no aclararon el misterio, y volvió a salir y tomó muestras de las raíces, y más agujas, hojas, briznas y flores. Aunque no era un día tórrido, la hierba parecía agostada.
Trabajó hasta avanzada la tarde, con el corazón en un puño, pero no descubrió nada. Ningún insecto, ningún agente patógeno. Las hojas de patata parecían las más afectadas. Esa noche llamó a Sax y le expuso la situación. Sax estaba de visita en la universidad de Sabishii, así que a la mañana siguiente subió a la cuenca en un pequeño rover, lo último salido de la cooperativa de Spencer.
—Hermoso —dijo después de apearse y echar una ojeada alrededor. Examinó las muestras de Nirgal—. Humm. Me pregunto qué será.
Había traído algún instrumental; lo descargaron, lo instalaron en la casa y se pusieron a trabajar. Al final del largo día dijo:
—No encuentro nada. Tendremos que llevar algunas muestras a Sabishii.
—¿No has encontrado nada?
—No hay patógenos, ni bacterias ni virus. —Se encogió de hombros.— Examinemos las patatas.
Salieron y desenterraron algunas. Patatas agrietadas, nudosas y alargadas.
—¿Qué les pasa? —exclamó Nirgal. Sax fruncía el entrecejo.
—Parece la enfermedad tubular.
—¿Cuál es la causa?
—Un viroide.
—¿Y eso qué es?
—Un fragmento desnudo de ARN. El agente infeccioso más pequeño que conocemos. Qué extraño.
—Ka. —Nirgal tenía un nudo en el estómago.— ¿Cómo llegó hasta aquí?
—En un parásito, probablemente, que ha infectado los pastos. Tenemos que averiguar qué es.
Reunieron las muestras y bajaron a Sabishii.
Nirgal se sentó en un futón en la sala de estar de Tariki profundamente angustiado, mientras Tariki y Sax discutían el caso después de la cena. Otros viroides procedentes de Tharsis se habían propagado rápidamente; al parecer habían conseguido romper el cordón sanitario del espacio y habían llegado a un mundo que no los conocía. Eran mucho más pequeños que los virus y bastante simples. Nada más que cadenas de ARN, dijo Tariki, de unos cincuenta nanometros de longitud, con un peso molecular de 130.000, mientras que el peso de los virus conocidos más pequeños era superior al millón. Eran tan diminutos que había que centrifugarlos a más de cien mil gravedades para separarlos de la suspensión.
Tariki les explicó que el viroide de la enfermedad tubular de la patata se conocía bien, señalando diferentes aspectos de los esquemas en la pantalla. Una cadena de trescientos cincuenta y nueve nucleótidos dispuestos en una única cadena cerrada rodeada por algunas secciones cortas de doble cadena. Viroides como aquél causaban infinidad de enfermedades en los vegetales, como la palidez del pepino, la atrofia del crisantemo, la mancha clorótica, el cadang-cadang, el exocortis de los cítricos. También se había identificado a los viroides como responsables de algunas enfermedades cerebrales en los animales, como el scrapie y el kuru, y la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob en los humanos. Los viroides utilizaban los enzimas del hospedador para reproducirse, y después se creía que se convertían en moléculas reguladoras en el núcleo de las células infectadas y alteraban principalmente la producción de la hormona del crecimiento.
El viroide invasor de la cuenca de Nirgal era una mutación del causante de la enfermedad tubular de la patata. Aún estaban identificándolo en los laboratorios de la universidad, pero la hierba enferma auguraba que encontrarían algo distinto, algo desconocido.
Nirgal se sintió enfermo. Los nombres de las enfermedades bastaban para ponerlo nervioso. Se miró las manos, que habían estado en contacto con aquellas plantas infectadas. A través de la piel, los viroides alcanzarían el cerebro y provocarían algún tipo de encefalopatía espongiforme, y excrecencias con forma de hongos le brotarían por todas partes.
—¿Se puede hacer algo para combatirlo? —preguntó. Sax y Tariki lo miraron.
—Primero —dijo Sax—, tendremos que averiguar qué es.
Pero no resultó tarea fácil. Unos días después Nirgal regresó a su cuenca. Allí al menos podría hacer algo; Sax le había sugerido que arrancara todas las patatas. Fue una labor larga y desagradable, una suerte de búsqueda del tesoro negativa, ya que sólo descubría patatas enfermas. Seguramente el viroide estaba en la tierra. Tal vez se viera obligado a abandonar los cultivos, e incluso la cuenca. Con mucha suerte, podría plantar otra cosa. Nadie había descubierto aún cómo se reproducían los viroides, y por las noticias que llegaban de Sabishii, aquél ni siquiera poseía las características de los que se conocían.