Marte Azul (53 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

No, deseaba vivir al aire libre, conocer los secretos de un trozo de planeta, de su suelo, plantas y animales, del tiempo, los cielos y todo lo demás. Una parte de él lo deseaba, a veces.

Empezó a darse cuenta de que fuese cual fuese su elección Candor Chasma no era el lugar indicado. Sus amplias vistas impedían que lo viera como un hogar: era demasiado vasto, demasiado inhumano. El fondo de los cañones era naturaleza salvaje, y cada primavera los arroyos del deshielo se desbordaban, abrían nuevos cauces, quedaban sepultados bajo gigantescos corrimientos de tierras. Fascinante, pero poco apropiado como hogar. Los lugareños vivirían en Mesa Brillante y sólo visitarían el fondo del cañón durante el día. La mesa sería su verdadero hogar. No estaba mal pensado. Pero la mesa era una isla en el cielo, un popular destino turístico para disfrutar de vacaciones con vuelos, fiestas que se prolongaban toda la noche y hoteles caros, para jóvenes y enamorados, todo fantástico, estupendo, aunque atestado; y cabía pensar en los lugareños mirando con furia e impotencia a las huestes de visitantes y nuevos residentes extasiados ante los paisajes sublimes, gentes que llegarían como él mismo, en un momento oscuro de sus vidas, y ya no se marcharían, y los antiguos residentes añorarían el tiempo en que el mundo era nuevo y estaba vacío.

No, ése no era el hogar que buscaba. Aunque le encantaba la manera en que el alba arrebolaba las estriadas paredes occidentales de Candor, que refulgían con todos los colores del espectro marciano mientras el cielo iba del índigo al malva o a un sorprendente y cerúleo tono terrestre... un lugar hermoso, tan hermoso que algunos días pensaba que valdría la pena quedarse en Mesa Brillante y defenderla, tratar de preservarla, descender en picado y aprender a conocer el tortuoso suelo salvaje, y elevarse lentamente por la tarde para ir a cenar. ¿Le haría sentirse en casa esa actividad? Y si era naturaleza salvaje lo que buscaba, ¿no existían otros lugares menos espectaculares pero más remotos, y por tanto más salvajes?

Oscilaba entre ambas opciones. Cierto día, mientras volaba sobre las espumantes cascadas y rápidos de la Quebrada de Candor, recordó que John Boone había recorrido aquella zona solo en un rover poco después de que se construyera la autopista Transmarineris. ¿Qué habría dicho el maestro del equívoco sobre aquella sorprendente región?

Nirgal recurrió a Pauline, la IA de Boone, y pidió Candor. Encontró un diario oral que narraba un viaje a través del cañón en 2046. Mientras volaba, escuchó la voz ronca y amistosa con acento estadounidense, una voz que no parecía estar hablándole a una IA, y deseó poder hablar con aquel hombre. Algunos decían que Nirgal había llenado el vacío dejado por John Boone, que había hecho el trabajo que éste habría hecho de haber vivido. Si eso era cierto, ¿qué decisión habría tomado John después?

¿Cómo habría vivido?

—Esta zona es increíble. De veras, es lo que te viene a la cabeza cuando piensas en Valles Marineris. En Melas el cañón era tan ancho que si estabas en el medio no alcanzabas a ver las paredes, ¡quedaban bajo el horizonte! La curvatura del pequeño planeta produce efectos que nadie imaginó. Las viejas simulaciones mintieron con tanto descaro; exageraban las verticales cinco o diez veces, si no recuerdo mal, lo que te daba la sensación de estar dentro de una ranura, y no es así. Caramba, veo una columna de roca que parece una mujer con toga; supongo que podría ser la mujer de Lot. Me pregunto si será sal, porque es blanca, aunque seguramente se trata de otra cosa. Tendré que preguntarle a Ann. ¿Qué sentirían aquellos suizos ante todo esto cuando construyeron la autopista?

Porque no es demasiado alpino, más bien un anti-Alpes, hacia abajo en lugar de hacia arriba, rojo en vez de verde, basalto en vez de granito. En fin, a pesar de todo parece que les gusta. Claro que ellos son suizos antisuizos, en cierto modo es lógico. ¡Sooo!, zona de baches, el rover salta como un loco. Intentaré avanzar por aquella terraza, parece más regular que este terreno. Sí, allá vamos, es como una carretera. Oh, es la carretera. Supongo que me desvié un poco, llevo el volante porque me gusta, pero es algo complicado seguir los radiofaros cuando hay tanto que ver ahí afuera. Los radiofaros son más apropiados para el piloto automático que para el ojo humano. ¡Eh, ahí está la abertura sobre Ophir Chasma, menudo desfiladero! Esa pared debe de tener, no sé, seis mil metros de altura. ¡Señor! Si la anterior se llamaba Quebrada de Candor,habría que llamar a ésta Quebrada de Ophir, ¿no? Puerta de Ophir sería mejor. Echémosle una ojeada al mapa. Humm, el promontorio del extremo occidental de la quebrada se llama Candor Labes; eso significa labios, ¿no? Garganta de Candor, o, humm... me parece que no. ¡Es una abertura de padre y muy señor mío! Acantilados escarpados a ambos lados y seis mil metros de altura. Eso es seis o siete veces la altura de los acantilados de Yosemite. ¡Caramba! A decir verdad, no parecen tan altos. El escorzo, sin duda. Parecen el doble de altos... quién sabe, en realidad no recuerdo el aspecto de Yosemite, al menos las escalas. Éste es el cañón más curioso que pueda imaginarse. Ah, ahí está Candor Mensa, a mi izquierda. Es la primera vez que veo claramente que no forma parte del muro de Candor Labes. Apuesto a que desde lo alto de esa mesa se ve un panorama espectacular. Seguro que construirán un hotel al que se accederá por aire. ¡Cómo me gustaría subir y verlo! Será divertido volar por aquí, aunque peligroso. Veo demonios de polvo de cuando en cuando, malignos remolinos, densos y oscuros. Un rayo de sol atraviesa el polvo e ilumina la mesa, una barra de mantequilla suspendida en el cielo. ¡Ah, Dios, qué mundo tan hermoso!

Nirgal compartía ese parecer. La voz del hombre le sonaba divertida y le sorprendió que hablase de volar por allí. Ahora comprendía por qué los issei hablaban de Boone como lo hacían, la herida incurable que les había infligido su muerte. ¡Cuánto mejor habría sido tener a John en persona en vez de aquellas grabaciones, habría sido fascinante ver cómo se las arreglaba con la turbulenta historia de Marte! Ahorrándole a Nirgal esas preocupaciones entre otras cosas. Pero tenía que conformarse con aquella voz amistosa y feliz. Y eso no resolvía su problema.

En Candor Mensa los aviadores frecuentaban por la noche un anillo de pubs y restaurantes situados en el alto arco meridional del muro de la tienda; sentados en las terrazas, contemplaban el vasto paisaje boscoso que constituía su dominio. Nirgal comía y bebía con ellos, escuchaba y a veces hablaba, o se ocupaba de sus propios pensamientos; no parecía importarles lo que le había ocurrido en la Tierra ni tampoco que estuviera entre ellos, y eso era conveniente, porque a menudo estaba tan absorto que olvidaba cuanto le rodeaba; se perdía en ensoñaciones, y cuando salía de ellas descubría que había estado en las húmedas calles de Port of Spain o en el refugio, bajo el monzón torrencial, y todo lo que le rodeaba le parecía pálido en comparación.

Pero una noche lo sacó de su ensoñación la mención de Hiroko.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Hiroko. Tropezamos con ella en Elysium.

Era una mujer joven quien hablaba, y era evidente que desconocía la identidad de Nirgal.

—¿Tú la viste? —preguntó él con brusquedad.

—Sí. Ya no se oculta. Dijo que le gustaba mi planeador.

—No sé —dijo un hombre mayor, un veterano de Marte, un issei de los primeros años, con el rostro tan castigado por el viento y los rayos cósmicos que parecía de cuero y una voz áspera—, he oído decir que andaba por el caos, donde estuvo la primera colonia oculta, trabajando en los nuevos puertos de la bahía sur.

Otras voces intervinieron: habían visto a Hiroko aquí, la habían visto allá, se había confirmado su muerte, había ido a la Tierra, Nirgal la había visto en la Tierra...

—Pues aquí tenemos a Nirgal —dijo alguien al oír el último comentario, señalándolo sonriente—. ¡El podrá confirmarlo o desmentirlo!

Tomado por sorpresa, Nirgal meneó la cabeza.

—No la vi en la Tierra —dijo—. Sólo eran rumores.

—Igual que aquí, pues.

Nirgal se encogió de hombros.

La joven, sonrojada después de saber que su interlocutor era Nirgal, insistió en que había visto a Hiroko. Nirgal la observó con atención. Esto era distinto; nadie lo había afirmado ante él (excepto en Suiza). La mujer parecía preocupada, a la defensiva, pero se mantenía en sus trece.

—¡Hablé con ella!

¿Por qué mentir? ¿Y cómo era posible engañar a alguien sobre eso?

¿Impostores? Pero ¿con qué propósito?

Notó, con disgusto, que se le había acelerado el pulso y estaba acalorado. Tenía que admitir que era propio de Hiroko actuar así, ocultarse a medias, no molestarse en comunicar su paradero a la familia que había dejado atrás. Y era un esfuerzo estéril buscar motivos para ese comportamiento extraño, inhumano, insensible. Hacía años que Nirgal había comprendido que en su madre había algo malsano; poseía un carisma que arrastraba a la gente sin esfuerzo, pero estaba loca, y era capaz de cualquier cosa.

Si es que estaba viva.

No quería abrigar esperanzas de nuevo, no quería salir corriendo cada vez que alguien mencionaba su nombre, pero miraba el rostro de la chica como si quisiera leer en él, como si la imagen de Hiroko estuviera aún en sus pupilas. Otros estaban haciendo las preguntas que él habría hecho, de modo que se mantuvo al margen para evitar que la chica se sintiera presionada. Poco a poco contó la historia: ella y unos amigos habían estado volando alrededor de Elysium, y se detuvieron para pasar la noche en la nueva península formada por los Phlegra Montes. Caminaron hacia el extremo helado del mar del Norte, donde habían visto un nuevo asentamiento, y allí, entre los que trabajaban en la construcción, estaban Hiroko, y Gene, Rya, Iwao y el resto de los Primeros Cien que la seguían desde los tiempos de la colonia oculta. Los aviadores habían manifestado su sorpresa, y los otros parecieron vagamente perplejos.

—Ya nadie se esconde —le había dicho Hiroko a la joven, después de alabarle el planeador—. Pasamos la mayor parte del tiempo cerca de Dorsa Brevia, pero llevamos algunos meses por aquí.

Y eso era todo. La mujer parecía sincera, no había motivo para creer que mentía o sufría alucinaciones.

Nirgal no deseaba tomar aquello en consideración, pero de todas maneras pensaba abandonar Mesa Brillante y ver otros lugares. Así que podría... en fin, al menos tendría que comprobarlo. ¡Shikata ga nai!

Al día siguiente el recuerdo de la conversación ya no le acosaba tanto. Pero como no sabía qué pensar llamó a Sax y le contó lo que había oído.

—¿Es posible, Sax? ¿Es posible?

Una expresión extraña pasó por el rostro de Sax.

—Es posible —dijo—. Pues claro que sí. Te dije... cuando estabas enfermo e inconsciente... que ella... —Escogía las palabras, como tantas otras veces, abstraído— que yo mismo la vi. Cuando me pilló la tormenta. Ella me llevó hasta el coche.

Nirgal miró con fijeza la pequeña imagen parpadeante.

—No lo recuerdo.

—Ah, no me sorprende.

—Entonces tú crees que escapó de Sabishii.

—Sí.

—Pero ¿qué probabilidades había de que lo consiguiera?

—Desconozco... las probabilidades. Sería difícil de evaluar.

—Pero, ¿era posible escapar de allí?

—El agujero de transición de Sabishii es un laberinto.

—Así pues, tú crees que escaparon. Sax vaciló.

—La vi. Ella me agarró la muñeca. Tengo que creerlo. —De pronto se le crispó el rostro.— ¡Sí, ella está en alguna parte! ¡No hay duda, no hay duda de que está esperando que la encontremos!

Y Nirgal se dijo que tendría que comprobarlo.

Se marchó de Candor Mesa sin despedirse de nadie. Sus amistades lo comprenderían, pues de cuando en cuando se ausentaban para estar solos un tiempo. Algún día volverían a encontrarse, volarían sobre los cañones y pasarían las tardes en Mesa Brillante. Se internó en la inmensidad de Melas Chasma, retomó el cañón en dirección a Coprates, al este. Durante muchas horas flotó sobre aquel mundo, sobre el glaciar del sesenta y uno, ensenada tras ensenada, muralla tras muralla, y al fin franqueó la Puerta de Dover y salió a la amplia bifurcación de Capri y Eos Chasmas, y a la zona de los caos, recubierta de hielo resquebrajado, aunque mucho más liso que la tierra que había anegado. Cruzó el agreste revoltijo de Margaritifer Terra y enfiló hacia el norte, siguiendo la pista a Burroughs, y cuando ésta se aproximó a la Estación Libia, viró al nordeste, hacia Elysium.

El macizo de Elysium formaba ahora un continente en el mar boreal. El angosto estrecho que lo separaba del continente meridional era una llana extensión de aguas oscuras y blancos icebergs tabulares, puntuada por las islas farallón de la otrora Aeolis Mensa. Los hidrólogos del mar del Norte pretendían conservar las aguas del estrecho en estado líquido para que circularan de la bahía de Isidis a la de Amazonis. Para conseguirlo habían instalado un complejo de reactores nucleares en el extremo oeste del estrecho y enviaban la energía directamente a las aguas, creando una zona que permanecía en estado líquido todo el año y un mesoclima templado en las pendientes a ambos lados del estrecho. Desde la cima del Gran Acantilado Nirgal alcanzó a ver los penachos de vapor de los reactores, y voló pendiente abajo sobre densos bosques de abetos y gingkos. Habían tendido un cable en la entrada occidental del estrecho con el propósito de impedir el paso de los icebergs arrastrados por la corriente. Flotó sobre los icebergs apiñados al oeste del cable y observó los pedazos de hielo semejantes a derrubios de cristal flotantes. Luego voló sobre las aguas oscuras del estrecho, la extensión de agua más grande que había visto en Marte, veinte kilómetros que recorrió con exclamaciones admirativas, y al fin, delante, apareció el airoso arco de un puente sobre el estrecho, y debajo aguas de un morado oscuro salpicadas de barcazas, veleros y ferries seguidos por sus blancas estelas. Sobrevoló las embarcaciones y pasó dos veces sobre el puente, maravillado por aquel inusitado espectáculo en Marte: agua, el mar, todo un mundo futuro.

Mantuvo el rumbo norte, sobre las llanuras de Cerberus, y dejó atrás el volcán Albor Tholus, un cono ceniciento junto a Elysium Mons, éste igual de escarpado pero mucho mayor, cuyo perfil ilustraba la etiqueta de numerosas cooperativas agrícolas de la región. Las granjas diseminadas por la llanura que se extendía a los pies del volcán estaban dispuestas en terrazas, con frecuencia separadas por franjas de bosque. Unas huertas rudimentarias ocupaban las zonas más elevadas de la llanura y cerca del mar se extendían grandes campos de trigo y maíz con arboledas de olivos y eucaliptos que protegían los sembrados del viento. Estaban sólo diez grados al norte del ecuador, bendecidos por unos inviernos templados y lluviosos y muchos días soleados y cálidos; los lugareños lo llamaban el Mediterráneo de Marte.

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