Authors: Kim Stanley Robinson
—¡No es porque sean chinos! —exclamó el delegado.
—Naturalmente. Miren, les diré lo que haremos: regresen a Fossa Sur e informen de las dificultades a las que nos enfrentamos, y yo haré todo lo que esté en mi mano para ayudarlos. No puedo garantizarles resultados, pero haré lo que pueda.
—Gracias —dijo el delegado, y se marchó. Jackie se volvió a su ayudante.
—Qué idiota... ¿Quién es el siguiente? Ah, claro, el embajador chino. Hazlo pasar.
El embajador era una mujer bastante alta. Hablaba en mandarín y su IA traducía a un claro inglés británico. Tras un intercambio de bromas, la mujer solicitó permiso para establecer algunos asentamientos, preferiblemente en las provincias ecuatoriales.
Nirgal observaba la escena, fascinado. Así habían empezado antaño los asentamientos: grupos de conciudadanos que habían llegado y construido una ciudad-tienda o una morada en los acantilados, o cubierto un cráter... Jackie se mostró educada y dijo:
—Es posible. Naturalmente habrá que remitir la petición a los tribunales medioambientales para que decidan. Sin embargo, hay una gran extensión de tierra disponible en el macizo de Elysium. Tal vez podría arreglarse algo allí, sobre todo si China contribuyese a la creación de infraestructuras, a la reducción del impacto...
Discutieron los detalles. Al cabo de un rato la embajadora se marchó. Jackie miró a Nirgal.
—Nirgal, ¿puedes decirle a Rachel que venga? Y trata de decidir pronto lo que vas a hacer, ¿de acuerdo?
Nirgal abandonó el edificio, cruzó la ciudad y entró en su habitación. Empacó sus escasos efectos personales y tomó el suburbano que llevaba a la pista de vuelo. Allí le pidió a Mónica permiso para usar uno de los planeadores con dirigible, un monoplaza. Estaba preparado para volar solo, entre las horas de simulador y las de instructores tenía las suficientes. Había otra escuela de vuelo en Marineris, en Candor Mensa. Se comunicó con el funcionario de la escuela y éste dijo que no había ningún inconveniente para que volara con el dirigible hasta allí, y que un piloto lo devolviera a su base.
Era mediodía. Los vientos que se precipitaban por la pendiente de Tharsis habían empezado a soplar, y se intensificarían conforme avanzara la tarde. Nirgal se puso el traje y se metió en la cabina del piloto. La pequeña nave se deslizó hacia arriba por el mástil de lanzamiento, sujeta por el morro, y luego se soltó.
Se elevó sobre Noctis Labyrinthus y viró al este. Sobrevoló el laberinto de cañones entrelazados, una tierra desgarrada por la presión interior, y lo dejó atrás. El ícaro que había volado demasiado cerca del sol y se había quemado había sobrevivido a la caída, y ahora volvía a volar, esta vez hacia abajo; aprovechando un fuerte viento de popa, cabalgando en la tormenta, descendía velozmente sobre el sucio campo de hielo fracturado del Caos de Compton, donde se había iniciado el desbordamiento del gran canal en 2061. Esa inmensa avenida había bajado por Ius Chasma, pero Nirgal lo hizo hacia el norte, alejándose del curso del glaciar, y luego al este otra vez, hacia la cabecera de Tithonium Chasma, paralelo a Ius Chasma algo más al norte.
Tithonium era uno de los cañones más profundos y angostos de Marineris: cuatro mil metros de profundidad, diez kilómetros de anchura. Podía volar muy por debajo del nivel de los bordes de la meseta y aún así estar a miles de metros del suelo del cañón. Tithonium era más elevado que Ius, más agreste, no violado por la mano del hombre, apenas transitado porque su extremo oriental se estrechaba en un callejón sin salida, cuyo suelo se hacía más accidentado a medida que el cañón perdía profundidad antes de interrumpirse abruptamente. Nirgal divisó la carretera que subía zigzagueando por el acantilado oriental, por la que había viajado algunas veces en su juventud, cuando el planeta entero era su hogar.
El sol de la tarde descendía a su espalda. Las sombras se alargaron sobre la tierra. El viento seguía soplando con fuerza, tamborileando, zumbando y aullando sobre las superficies del dirigible. Volvió a arrastrarlo sobre el casquete de roca del borde de la meseta a medida que Tithonium se convertía en un rosario de depresiones ovales: las Tithonia Catena, semejantes a gigantescos cuencos.
Y de pronto el mundo volvió a descender y voló sobre el inmenso cañón abierto de Candor Chasma, el Cañón Brillante, cuyas murallas orientales resplandecían en ese preciso instante, ámbar y bronce a la luz crepuscular. Al norte se encontraba la profunda entrada a Ophir Chasma; al sur, las espectaculares estribaciones del desfiladero que conducía a Melas Chasma, el gigante central del sistema de Marineris. Era la versión marciana de la Concordiaplatz, pero mucho más grande que su homologa terrana, más agreste y prístina, mucho más allá de las dimensiones orográficas a las que el hombre estaba acostumbrado, como si volando hubiese retrocedido dos siglos en el tiempo, o dos eones, a un tiempo anterior a la antropogénesis. ¡Marte rojo!
Y en medio del anchuroso Candor había una elevada mesa de diamante, un farallón que se elevaba al menos dos mil metros sobre el suelo del cañón. Y en la penumbra nebulosa del crepúsculo Nirgal pudo distinguir un nido de luces, una ciudad-tienda, en el vértice más meridional de aquel diamante. Unas voces le dieron la bienvenida en la frecuencia común del intercomunicador y lo guiaron hacia la pista de aterrizaje de la ciudad. El sol parpadeó sobre los acantilados occidentales mientras Nirgal hacía virar el dirigible y descendía lentamente en el viento. Posó la nave en la diana formada por la figura de Kokopelli dibujada en la pista.
Mesa Brillante tenía una amplia cima, cuya forma recordaba la de una cometa, de treinta kilómetros de largo por diez de ancho, y se levantaba en medio de Candor Chasma como una de las mesas de Monument Valley, pero amplificada, y la ciudad-tienda ocupaba una pequeña elevación en el vértice meridional. La mesa era lo que parecía, un fragmento separado de la meseta hendida por los cañones de Marineris. Un lugar magnífico para contemplar las grandes murallas de Candor y las profundas y escarpadas quebradas que se abrían hacia Ophir Chasma al norte y Melas Chasma al sur.
Naturalmente un panorama tan espectacular había atraído a mucha gente con los años, y la tienda principal estaba rodeada de otras menores. A cinco mil metros sobre la línea de referencia, la ciudad seguía protegida por la tienda, aunque se hablaba de retirarla. En el suelo de Candor Chasma, sólo tres mil metros sobre la línea de referencia, crecían bosques de color verde oscuro. La mayoría de los habitantes de la mesa bajaban a los cañones cada mañana para cultivar o herborizar, y al caer la tarde volaban de regreso a la cima. Algunos de esos silvicultores eran conocidos de Nirgal de los tiempos de la resistencia y gustosamente le mostraron los cañones y el trabajo que allí realizaban.
Los cañones de Marineris por lo general corrían de oeste a este. En Candor rodeaban la gran mesa central y luego se precipitaban abruptamente en Melas. La nieve cubría las zonas más elevadas, sobre todo bajo los muros occidentales, que permanecían en sombras durante la tarde. El agua de deshielo descendía formando una delicada tracería de arroyos arenosos que se unían en ríos rojizos, lodosos y poco profundos, que a su vez confluían encima de la Quebrada de Candor y se derramaban en impetuosos rápidos espumosos sobre el suelo de Melas Chasma, donde sus aguas bermejas quedaban retenidas en el flanco septentrional de lo que restaba del glaciar del sesenta y uno.
En las riberas de esas corrientes opacas se desarrollaban bosques de balsas resistentes al frío y árboles tropicales de rápido crecimiento, que extendían nuevas bóvedas sobre los antiguos krummholz. Hacía calor en el fondo del cañón, un enorme cuenco a reparo del viento que reflejaba el sol. Los doseles de balsas permitían que un gran número de especies animales y vegetales medraran bajo su protección; los conocidos de Nirgal dijeron que era la comunidad biótica más variada de Marte. Ahora tenían que llevar pistolas de dardos sedantes cuando se movían por allí a causa de los leopardos de las nieves, los osos y otros depredadores. Andar por los bosques era un tanto complicado debido al denso sotobosque de bambú y álamos temblones.
La presencia de enormes depósitos de nitrato de sodio en los cañones de Candor y Ophir, dispuestos en grandes terrazas escalonadas de caliche blanco extremadamente hidrosoluble, había favorecido el crecimiento de toda aquella vegetación. Esos minerales eran arrastrados por los cursos de agua, proporcionando mucho nitrógeno a los nuevos suelos. Desgraciadamente algunos de los depósitos de nitrato más grandes habían quedado sepultados por los deslizamientos de tierra: el agua que disolvía el nitrato de sodio hidrataba también las paredes de los cañones, desestabilizándolas, una aceleración radical de la erosión continuada. Ya nadie se acercaba al pie de las paredes de los cañones, dijeron, era demasiado peligroso. Y mientras volaban hacia la mesa Nirgal percibió las cicatrices de los desprendimientos por todas partes. Varias instalaciones situadas en pendientes de talud habían sido sepultadas, y las estrategias de fijación del suelo eran uno de los temas de conversación de las tardes en cuanto el omegendorfo circulaba por el torrente sanguíneo. En verdad, poco podían hacer. Si muros de roca de tres mil metros se empeñaban en ceder, nada los detendría. Así pues, una vez a la semana más o menos, los habitantes de Mesa Brillante sentían temblar el suelo y veían rielar la luz en la bóveda de la tienda, y luego en la boca del estómago vibraba el sordo estruendo de un alud. A menudo alcanzaban a verlo, avanzando por el suelo del cañón seguido por una voluminosa nube de polvo color siena. Los aviadores que habían estado cerca regresaban temblorosos y mudos, o contando cómo los había vapuleado en el aire un bramido que traspasaba los tímpanos. Un día Nirgal estaba a medio camino del fondo cuando lo experimentó: fue como si un estampido supersónico se prolongara muchos segundos, y el aire tembló como un gel. Después, con la misma brusquedad con la que había empezado, se detuvo.
Solía salir de exploración solo, aunque a veces volaba con algún amigo. Los dirigibles-planeador eran ideales para el cañón, lentos y estables, fáciles de gobernar, con un techo de vuelo harto suficiente y mucha potencia. El que había alquilado (con dinero de Coyote) le permitía bajar por las mañanas para ayudar a herborizar en los bosques o caminar junto a los arroyos; por la tarde volaba arriba, arriba, arriba. Era entonces cuando tenía una percepción clara de lo alta que era la mesa de Candor y los aún más altos muros del cañón: subía, subía hacia la tienda y sus prolongadas comidas, sus noches de fiesta. Nirgal siguió esa rutina durante muchos días, explorando las distintas regiones de los cañones, observando la exuberante vida nocturna de la tienda, pero siempre como si mirase por el extremo equivocado de un telescopio, un telescopio que preguntaba:
¿es ésta la vida que deseo llevar?
Esta pregunta, que lo distanciaba de todo y en cierto modo lo miniaturizaba todo, volvía insistentemente a su pensamiento, lo aguijoneaba durante sus vuelos diurnos y lo atormentaba en las largas horas de insomnio que mediaban entre el lapso marciano y el alba. ¿Qué iba a hacer? El éxito de la revolución lo había dejado desocupado. Llevaba toda una vida hablando a la gente de un Marte libre a lo ancho y largo del planeta, hablando de habitar más que colonizar, de transformarse en auténticos indígenas. Ahora su labor estaba cumplida, el planeta les pertenecía para habitarlo como se les antojara. Pero desconocía qué papel desempeñaba en esa nueva situación. Tenía que dilucidar cómo viviría en aquel mundo nuevo, ya no como la voz de la colectividad, sino como un individuo con una vida propia.
Había descubierto que no deseaba seguir trabajando con la colectividad; era conveniente que algunos quisieran dedicarse a ello, pero él ya no se contaba entre ellos. En verdad no podía pensar en lo sucedido en Cairo sin sentir una punzada de ira hacia Jackie, y también de dolor, dolor por la pérdida de ese mundo público, de ese estilo de vida. Costaba renunciar a ser revolucionario, aunque parecía una decisión sin consecuencias, lógicas o emocionales. Pues bien, tenía que hacer algo, esa vida pertenecía al pasado. En medio de un lento viraje de su aparato comprendió de pronto a Maya y su chachara obsesiva sobre la metempsicosis.
Nirgal tenía ya veintisiete años marcianos, había recorrido todo Marte, había estado en la Tierra y regresado a un mundo libre. Había llegado el momento de una nueva encarnación.
Así, sobrevolaba la inmensidad de Candor, buscando alguna imagen de sí mismo. Las desnudas y fracturadas paredes del cañón eran como formidables espejos minerales, y en ellos vio con claridad que era una criatura diminuta, tan insignificante como un mosquito en una catedral. Durante sus vuelos de estudio sobre aquellos enormes palimpsestos de facetas se percató de dos marcados impulsos en su interior, distintos y excluyentes a pesar de estar uno dentro del otro, como el mundo verde y el mundo blanco. Por un lado, deseaba continuar siendo un vagabundo, volar, caminar y navegar por el planeta, ser un nómada vagando incesantemente hasta llegar a conocer Marte mejor que nadie. Una euforia que le resultaba familiar, porque eso era lo que había hecho toda la vida. Sería la forma de su vida anterior sin el contenido. Y ya conocía la soledad de esa vida, el desarraigo que le hacía sentirse tan aislado, que le provocaba aquella sensación de estar mirando por el lado equivocado del telescopio. Viniendo de todas partes, no venía de ningún sitio, no tenía hogar. Y por eso ahora deseaba ese hogar, tanto o más que la libertad. Un hogar. Deseaba llevar una vida plena, elegir un lugar y permanecer en él, llegar a conocerlo a fondo, en todas las estaciones, cultivar su propio alimento, construir su casa y fabricar sus herramientas, formar parte de una comunidad de amigos.
Ambos deseos coexistían o, para ser más exactos, se alternaban en una rápida y sutil oscilación de emociones contrapuestas y lo abocaban al insomnio y el desasosiego. No veía cómo reconciliarlos, puesto que se excluían mutuamente. Nadie tenía ninguna sugerencia útil para superar la disyuntiva. Coyote parecía reacio a echar raíces, pero al fin y al cabo era un nómada vocacional. Art consideraba una aberración la vida errante, porque se apegaba con fuerza a los lugares que visitaba.
La formación no política de Nirgal, en ingeniería de mesocosmos, no le socorría, porque si bien en las grandes alturas tendrían que estar siempre dentro de tiendas y la ingeniería de mesocosmos sería necesaria, se estaba convirtiendo más en una ciencia que en un arte, y con una experiencia creciente los problemas y sus soluciones serían cada vez más rutinarios. Además, ¿deseaba en realidad una profesión recluida en una tienda ahora que la mayor parte de las zonas bajas del planeta se estaban transformando en tierra sobre la que podían caminar?