Más lecciones de cine (7 page)

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Authors: Laurent Tirard

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ACEPTAR LA REALIDAD ECONÓMICA

Las pocas ocasiones en que he conversado con estudiantes de cine en Francia me ha sorprendido hasta qué punto negaban completamente la realidad económica del cine. En cierto sentido es normal, porque el cine francés se ha convertido en un trabajo prácticamente subvencionado, y la elaboración de películas ya no requiere atravesar el
via crucis
financiero vinculado a la obtención de un público. Por lo tanto, se subestima y resta importancia a esta cuestión.

Y cuando estos cineastas en ciernes se enfrentan a la realidad del oficio, la lección es muy dura. Sobre todo si tienen la mala suerte de empezar en televisión, que aún es más dura en lo que respecta a las relaciones con el dinero. Ahora bien, podemos sostener todos los discursos que queramos sobre la perversión del arte por el dinero, esto es algo penoso. Es una realidad que hay que aceptar, y quienes pretenden soslayarla suelen perder el tiempo. Por ejemplo, me parece tristísimo cuando los directores acuden al productor y le dicen: «Mira, tengo una pequeña película que no saldrá muy cara, así que si no funciona no perderás mucho». Dígame, ¿a quién le interesa eso? ¡En todo caso, no me apetece pasarme cuatro años de mi vida en un proyecto pensando que mi promesa es un fracaso modesto! Hay chispas en este oficio. Las hay en los ojos de quienes se dedican a él. Es lo que hace avanzar el asunto. Todos queremos soñar. ¡Al menos hay que tener un mínimo de ambición! Con un discurso tímido no lograrás incitar a los productores a arriesgarse por ti. Asume riesgos, al menos. Diles: «Si me equivoco, no rodaré más películas». Es un discurso que tal vez dé miedo, pero que se adapta mejor a la gente que ha elegido este oficio.

Filmografía

Noirs et blancs en couleur
(1976),
El cabezazo
(Coup de tête, 1979),
En busca del fuego
(La Guerre du feu, 1981),
El nombre de la rosa
(Le nom de la rose, 1986),
El oso
(L’Ours, 1988),
El amante
(L’Amant, 1992),
Las alas del coraje
(Wings of Courage, 1995),
Siete años en el Tibet
(Seven Years in Tibet, 1997),
Enemigo a las puertas
(Enemy at Gates, 2001),
Dos hermanos
(Two Brothers, 2004).

Claude Chabrol

1930, París

De todos los cineastas de la Nouvelle Vague, Claude Chabrol es quien ha tenido una carrera más estable. Mientras Jean-Luc Go-dard o Eric Rhomer ruedan cada vez menos y para públicos más restringidos, Chabrol continúa estrenando películas a un ritmo prácticamente anual, y logra incluso el lujo de verdaderos éxitos populares. Hay que decir que en treinta años, este cineasta fascinado por la psicología burguesa ha sabido crear un género que le es propio. Los espectadores siempre saben qué van a encontrar en un film de Chabrol. Y si a algunos esto les parece previsible y aburrido, muchos siguen hallando placer en ello. Notable vividor (la leyenda dice que escoge los lugares de rodaje en función de los restaurantes de las inmediaciones), también tiene la reputación de una exigencia sin parangón con su equipo y actores. Nos reunimos en París cuando estrenaba
La flor del mal,
que se reveló un nuevo éxito. Gracioso y locuaz, e incluso un tanto provocador, Chabrol habló con la seguridad de quienes no tienen nada que demostrar y se animó a proferir una serie de curiosos comentarios sobre ciertos jóvenes cineastas (sobre todo americanos), pero tan virulentos que no me he atrevido a reproducirlos aquí
.

Clase magistral con Claude Chabrol

Cuando rodé mi primera película tenía veintinueve años y no había puesto nunca el pie en un plato. Mis conocimientos eran puramente teóricos, hasta el punto de que, cuando rodamos el primer plano, el director de fotografía me propuso mirar a través de la cámara, y en lugar de poner el ojo en el visor, quise mirar a través de un perno que hay debajo. Normalmente, un fallo semejante resulta fatal para un realizador. Sin embargo, conseguí hacerme respetar por el equipo porque, gracias a todos los films que había visto antes, sabía exactamente lo que quería. No dudé una sola vez, no me equivoqué, y creo que eso tranquilizó a todo el mundo. La principal lección que aprendí con esta primera película es hasta qué punto, en el cine, más que en otros sitios, el tiempo es dinero. Era tan minucioso que a los ocho días de rodaje ya llevaba tres días de retraso. Mi primer asistente me dijo que a ese ritmo el presupuesto se agotaría rápidamente, y como yo era mi propio productor, fue un argumento que me caló. Entonces me obligué a ir más deprisa, y así es como comprendí que finalmente no se trata de conseguir lo que queremos en el más mínimo detalle, y que sólo es indispensable conseguirlo en el plano. Creo que el error que comete todo director principiante es no saber distinguir lo importante de lo que no lo es. Se le da la misma importancia a todo y se quiere explicar todo: por qué ponemos la cámara ahí, por qué utilizamos esa distancia focal, etc. Sin embargo, con la experiencia, me doy cuenta de que lo principal es tener una visión clara del film que queremos hacer. Y si no logramos explicar por qué algo se hace de determinada manera, ¡tanto peor! A pesar de todo tenemos que hacerlo, para respetar el tiempo de rodaje. En realidad, el secreto de una película lograda es haber meditado mucho antes de realizarla. Creo que muchos realizadores llegan al plato sin haber alcanzado un estado de reflexión que les permita trabajar bien. Debido a ello pierden el tiempo, y por lo tanto el dinero, y acaban por tener que gestionar cuestiones económicas.

INVENTAR UN ESTILO, NO UNA FORMA

La gramática «básica» del cine, la del viejo sistema hollywoodiense, se hizo para ser transgredida —y así fue—. Sin embargo, no está mal disponer de algunas reglas en las que apoyarnos. Por ejemplo, cuando filmamos un plano-contraplano, es muy práctico saber que los dos actores no deben mirar al mismo lado de la pantalla, porque si no, una vez hemos montado la película, dará la sensación de que se dan la espalda. Pero al margen de esto podemos hacer lo que queramos. Es exactamente como en literatura. Hay una gramática y cada cual debe crear su estilo haciéndole cosquillas, sin dejar de reconocer lo que se ha hecho antes. Pero no hay que confundir el estilo con la forma. Por ejemplo, hay algo que me irrita sobremanera en este momento, y es la manera de filmar de series de televisión como
NY Police Blues;
el estilo «falso reportaje», cámara al hombro, en el que se siguen todos los movimientos de los personajes. Lo que me sorprende en esta manera de hacer las cosas es que va totalmente en contra del arte cinematográfico. El actor está hablando, introduce su mano en el bolsillo para sacar un pañuelo, y la cámara acompaña el movimiento. ¿Para qué? Si nos divierte seguirlo todo es porque no hay punto de vista. Tiene una apariencia de estilo, pero no es un estilo en absoluto, es sencillamente que no se sabe seleccionar. Otra cosa que me sorprende son los realizadores que creen que al multiplicar los planos aceleran el relato; yo opino lo contrario. Sesenta planos de un segundo te parecerán más largos que un solo plano de un minuto. Es una cuestión de persistencia de la retina. Otro tanto ocurre con la cámara lenta en las escenas de moribundos. Sé que ha pasado a ser un principio aceptado, e incluso Peckinpah, cineasta al que adoro, incurría en la tontería de filmar en cámara lenta a los personajes en trance de morir. No obstante, en mi opinión, coreografiar la muerte es la mejor manera de usurparle toda importancia. A menudo este tipo de cosas provienen de directores que pretenden imponer un estilo a través de un método formal e innovador. Personalmente, me sitúo en el extremo opuesto. Cuanto más ruedo, menos efectos quiero hacer, o más exactamente, intento que los efectos sean invisibles, es decir, lograr efectos que no lo parezcan. Por ejemplo, en una de las primeras escenas de
La flor del mal
(La Fleur du mal, 2003), Bernard Lecoq y Benoît Magimel están en un coche y había que mostrar cierto malestar oculto entre ellos. Así pues, empecé rodando la escena desde el exterior, y en un momento determinado, cuando quise mostrar lo que hay más allá de las apariencias, situé la cámara en el interior del coche, con planos cada vez más próximos. Hay un momento en el que quieren ocultarse algo, entonces los filmo de espaldas, desde el asiento de atrás. Así, sin que se haya dicho nada, sabemos de inmediato la situación de ambos personajes. Y más tarde, cuando Magimel dice que no quiere a su padre, no es una sorpresa para el espectador. Se le ha preparado inconscientemente. Éste es el tipo de manipulación invisible que me gusta en el cine.

DIRIGIR ES DECIR LO MENOS POSIBLE

Cuando abordo una escena determinada, normalmente sé dónde situar la cámara, así que empiezo a trabajar con los actores para que se encuentren a gusto. Y la mejor manera de conseguirlo es mostrándoles que la cámara estará con ellos en los momentos importantes, que las expresiones que han ensayado ante el espejo se registrarán adecuadamente. En definitiva, que no han trabajado en vano. Diría que esto se soluciona prácticamente en los dos o tres primeros días de rodaje. Después, una vez que el actor ha cogido confianza, normalmente la mantiene hasta el final. Realizo muy pocas tomas, lo que implica que mis ensayos no van mal. Pero tampoco insisto mucho porque la mecanización se instala pronto. Y hace falta algo de trabajo sin red, es mejor. En mi opinión, el secreto de la dirección de actores consiste en no dirigirlos en absoluto. En el mejor de los casos les doy indicaciones de comportamiento. Por ejemplo, en
La flor del mal
, le digo a Bemard Lecoq: «Es el típico individuo de manos temblorosas». Otro tanto con Jean-Pierre Cassel en
La Rupture
(1970). Le dije: «En realidad, el problema de tu personaje es que teme no existir. Está convencido de que desaparecerá como humo. Por eso se palpa a menudo». Este tipo de detalles bastan para que el actor comprenda perfectamente al personaje. Pero no hay que mostrarles lo que deben hacer. Hay que dejarlos libres para probar cosas, incluso cambiar las réplicas del guión. A este respecto carezco de orgullo de autor. A veces los actores pueden tener ideas geniales, y hay que aprovecharlas. A veces pueden tener ideas idiotas, y en ese caso hay que mantenerse firme, explicarles tranquilamente por qué no es una buena idea, e incluso por qué la han concebido. Esto suele ocurrir con los principiantes, porque esos tics son un modo de disimular el miedo. En
Gracias por el chocolate
(Merci pour le chocolat, 2000), recuerdo que Anna Mouglalis había desarrollado uno de estos tícs: hablaba sacudiendo la cabeza. Enseguida le pareció muy extraño, y le dije: «Bien, así es como hablas cuando la cámara rueda…». Pero lo dije con sentido del humor, porque siempre hay que dirigirse a los actores con respeto. Hay grandes directores que gritan a los actores, que practican el método de la tensión, que les dicen «Lo has jodido» delante de todo el equipo. Ese no es mi estilo.

UN ACTOR DEBE AMAR SU PERSONAJE

Nunca escribo un guión con un actor en mente, porque entonces caemos en la trampa que consiste en que alguien vuelva a interpretar el papel que ya ha hecho. Cuando elijo a un actor, primero tiene que interesarme, tiene que interesarme la persona. He conocido a actores que me gustaron mucho en las películas y después de un desayuno juntos, me he dado cuenta de que la cosa no funcionaría entre nosotros. Pero lo que no hay que hacer nunca es mistificar al actor, por ejemplo, contratar a un tipo que nos parece tonto porque queremos que interprete a un tonto. Es deshonesto y, sobre todo, no funciona. Personalmente, soy más bien partidario de que los actores encarnen papeles que en principio no son adecuados para ellos. Parto del principio de que un actor puede interpretarlo todo, pero no necesariamente de la misma manera. Cuando contacté con Jean Yanne para
Accidente sin huella
(Que la bête meure, 1969), le dije: «Verás, es un papel de cabrón insoportable». Me respondió: «No hay problema», lo que me pareció encantador. Y en el plato se pasaba el tiempo justificándome el comportamiento de su personaje. Esto es fundamental, porque un actor, a no ser que interprete a alguien que se detesta a sí mismo, debe amar su personaje, independientemente de cuál sea. Con mucha frecuencia observo a actores que no lo comprenden, que establecen una distancia entre ellos y el personaje, sin duda por miedo a que el público no distinga la diferencia. En mi opinión es un grave error.

UN TRABAJO DE PRECISIÓN

No filmo más de lo necesario. Sé exactamente cómo debo rodar el film y cómo lo voy a montar, por lo tanto la idea de rodar planos suplementarios me parece una aberración. En primer lugar porque me haría perder tiempo, y luego porque implicaría que el plano previsto no era el plano evidente, y por lo tanto que no he pensado bastante en ello. Sé que hay muchos directores que prefieren acumular imágenes para elegir después, pero, personalmente, creo que escogen un poco tarde. Ahora, en el rodaje, dejo cierto espacio a lo inesperado. Nunca hago películas que al final cuenten otra cosa de lo que tenían que contar al principio, pero a veces cuentan eso y algo más. Puede ocurrir que tengas un tema con dos aspectos, uno de los cuales te parece más importante y otro más secundario, como una melodía en contrapunto. Y en el momento del rodaje puede suceder, sobre todo a través de la interpretación de los actores, que ciertos elementos de la historia cobren más importancia que otros. En este caso se crea un desequilibrio que, si se domina adecuadamente, puede transformarse en un nuevo equilibrio. Sin embargo, en mi caso, si algo así llega a ocurrir, sucede durante el rodaje. Nunca en el montaje. Según mi método de montaje, éste es más un trabaje de precisión que de imaginación. Depende de cada imagen, y por eso continúo montando según el método tradicional,
[1]
porque el montaje digital sólo permite una precisión de seis en seis imágenes. No podría «reconstruir» una escena en el montaje. Me sería imposible. Pero comprendo perfectamente los films que se deben enteramente al montaje, como
Apocalypse Now
(1979), cuya historia no dejó de evolucionar durante el rodaje y el montaje. No existen reglas. ¡Pero ésta no es la solución más económica! Aconsejo sinceramente a quienes quieran hacer una larga carrera en el cine que no trabajen como genios derrochadores. Pueden trabajar como genios si eso les divierte… ¡pero no muy caros!

CADA CUAL TIENE SU CAMINO

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