Más lecciones de cine (10 page)

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Authors: Laurent Tirard

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El VERBO HACER ES MI PREFERIDO

Hay toda una generación de jóvenes cineastas que a veces han recibido una brillante formación —en los cómics, videoclips o en publicidad—. Suelen ser personas con un sentido muy penetrante de la imagen, de la técnica pura, pero que se encuentran un tanto desamparados cuando tienen que trabajar con actores. Personalmente, me equivoqué completamente en mi primera película. En aquella época, apasionarme por la técnica me resultaba tranquilizador, prácticamente no me ocupaba de los actores. Sólo les dirigía la palabra para decirles: «Creo que en el plano anterior tenías el cuello subido». Es penoso y me avergüenzo, pero bueno, fue hace treinta años. Evidentemente, los actores me pasaron factura y no volvió a pasar. Me di cuenta de hasta qué punto son personas frágiles, que hay que proteger y amar. Todos necesitamos que nos quieran, pero los actores más que los demás, porque se dedican a un trabajo muy arriesgado. Visto desde fuera, podría creerse que son vagos a los que buscamos para que pronuncien un fragmento de texto antes de volver a su caravana a leer las revistas de la semana mientras comen galletas. Pero apenas imaginamos el peligro que para ellos constituye el rodaje de cada plano; permanecer solos en la luz con un equipo que les observa y un director que les dice: «¡Venga, te toca, y sé formidable!». Y tienen que serlo en cada toma. Si a estas personas, que se ponen en peligro, no se las rodea de un mínimo de amor y confianza, no pueden ofrecer gran cosa. Los actores necesitan sentir que ante ellos hay un tipo atento, paladeando su trabajo. Y desde el primer encuentro. En su origen, el sentido del
casting
estriba en nuestro deseo de filmar a un actor. Si no existe un impulso positivo hacia un actor, no merece la pena. Yo no puedo trabajar con actores que no me gustan. En principio, estoy obligado a que me gusten las personas que contrato. Más tarde, en lo que concierne a la dirección de actores propiamente dicha, creo que no hay una necesidad sistemática de expresar con palabras aquello que queremos. Conservo recuerdos indescriptibles de relaciones con actores, en las que bastaba una mirada para que se estableciera la comunicación y saber lo que teníamos que decirnos. Siempre he desconfiado un tanto de los directores que explican, que hablan demasiado. Desconfío de la psicología. El verbo hacer es mi preferido. Al hacer las cosas es cuando nos damos cuenta de si las hacemos bien. Si algo no está bien, lo decimos y se corrige. Pero lo mejor es actuar. Por otra parte, soy más bien riguroso en el respeto al texto. Si algo está bien escrito, merece la pena respetarlo. En
Ridicule. Nadie está a salvo
, el diálogo se respetó punto por punto. Me gusta que los actores se sepan el texto de carrerilla. No siempre es así. Un actor sólo puede ser bueno cuando se libera de los problemas de memoria. Estoy convencido de ello. Nunca he visto a los actores dar lo mejor de sí mismos cuando se atascan con el texto. Porque piensan más en el texto que en abandonarse a la interpretación y al personaje.

RECONOCER EL FILM QUE HABÍAMOS IMAGINADO

El montaje se basa fundamentalmente en la confianza. Y la calidad de mis películas debe mucho a Joelle Hache, que es una montadora genial. Sin ella estoy perdido. En realidad, ella es la tercera fuerza creadora de la película, después del guionista, que ocupa el primer puesto, y yo mismo, en el segundo. Nunca le facilito mis notas de rodaje, porque es a ella a quien le compete concebir la escena en función del material del que dispone y de mi selección, que a veces cuestiona diciendo: «Has elegido la toma 2, pero en la 1 hay algo que me ha gustado». Y como tiene opiniones muy pertinentes sobre los actores y la calidad de la interpretación, confío en ella. Más tarde me dice: «Bien, puedo mostrarte la escena 12, creo que no ha quedado mal del todo». Me la muestra, y con frecuencia la abrazo y le digo: «No toques una imagen, es magnífico». O bien: «Está muy bien, pero creo que aún se puede mejorar», y le hago sugerencias. Avanzamos así hasta que toda la película está montada. Me cuesta mucho distanciarme cuando está acabada. Tiendo a decir que un film es un logro o un fracaso en función de si se acerca a lo que tenías en mente al principio o a lo que se te ha escapado. Por desgracia, he realizado películas que han creado una fosa enorme entre la idea y el resultado. Y luego otras cuyo resultado se acerca bastante a mi idea original. A veces ha sido mejor de lo que imaginaba, gracias a los actores, la luz o el montaje. Así es como podemos juzgar si un film ha sido un éxito o un fracaso. Y lo terrible es que, cuando nos equivocamos, no nos damos cuenta en el rodaje. Pero luego, durante el montaje, empezamos a decimos: «No es tan terrible esta película». De hecho, no nos lo decimos, nos escondemos detrás del pajarito y pensamos que al final saldrá bien. Pero hay una lucecita roja en el fondo de tu cabeza que no deja de alertarte. Y cuando la película se estrena y es un fracaso, la lucecita roja te lo recuerda. Y te dices: «Sí, es cierto, pero no quise hacerle caso». Sin embargo, de todos modos no habrías podido hacer nada para escapar al naufragio. Una cosa importante para mí es que el montaje se realice paralelamente al rodaje. Es muy útil, porque si una escena falla se puede volver a rodar, mientras que si montas después es imposible reunir a todo el mundo para repetir una escena. Estas cosas pasan. A veces nos equivocamos. Durante el rodaje de mis primeras películas llegué a darme cuenta de que estaba a punto de equivocarme. pero 110 me atreví a decirlo y cambiarlo todo. Temía que todos me echaran la bronca. Por eso ponía parches, siendo consciente de que no era la mejor solución. Sin embargo, al cabo de algunas películas maduré y tuve el morro de decir, sencillamente: «No, perdón, disculpadme, he metido la pata, vamos a hacerlo de otra manera». Y en la actualidad tengo el aplomo, la serenidad de decir al productor y a los actores: «He estropeado la escena que filmamos anteayer, hay que repetirla». Todo el mundo lo respeta. Y nadie se ha negado nunca a repetir una escena fallida para corregirla.

HACER CINE ES HACERSE EL INTERESANTE

En mi opinión, el cine es más un medio de expresión que de exploración. No hago cine para analizar nada, por ejemplo. No hago cine para explorarme a mí mismo. Pero es cierto que hay secretos que siento poderosamente y que no quiero guardarme. Para mí, hacer una película podría resumirse así: expresar cosas que no tendría la oportunidad o la suerte de expresar si no hiciera cine. Y cuando hablo de secretos me refiero a cosas cotidianas, sencillas, humanas, que pertenecen tanto a la emoción como a la comedia. Se trata de hacer funcionar la imaginación, emocional o dramatúrgica, y conseguir que un día llegue a la pantalla y embelese a las personas en una sala. En la base está la idea de compartir. Pero al rodar una película sólo pienso en mí. Hago una película para que me guste a mí, para que sea la expresión exacta de lo que deseo expresar. Y con la pretensión de gustar a otros. Me gusta no estar solo para reír o emocionarme de las cosas que me hacen vibrar, me hacen reír o me emocionan. Cuando rodamos una película, nos hacemos los interesantes, porque pretendemos interesar a otros con el espectáculo que ofrecemos, que es el de nuestra imaginación, y por lo tanto, forzosamente, el espectáculo de nosotros mismos. Un film no es anodino. Y si lo es, es porque no debimos rodarlo.

Filmografía

Les vécés étaientfermés de l’intérieur
(1975
),Les Bronzés
(1978),
Les Bronzés font du ski
(1979),
Viens chez moi, j'habite chez une co-pine
(1981),
Ma femme s’appelle reviens
(1981),
Circulez y’a rien à
voir (1983),
Golpe de especialistas
(Les Spécialistes, 1985),
Tandem
(1987),
Monsieur Hire
(1989),
El marido de la peluquera
(Le Mari de la coiffeuse, 1990),
Contre l’oubli
(segmento «Pour Alexandre Goldovitch, URSS» (1991),
Bolero
(Le batteur du boléro, 1992),
Tango
(1992),
El perfume de Ivonne
(Le parfum d’Yvonne, 1993),
Ridicule. Nadie está a salvo
(Ridicule, 1995),
Lumière et compagnie
(1996),
Cómicos en apuros
(Les grands Ducs, 1996),
Uno de dos
(Une chance sur deux, 1997),
La chica del puente
(La fille sur le pont, 1998),
La viuda de Saint-Pierre
(La Veuve de Saint-Pierre, 1999),
Félix et Lola
(2000),
Rue des Plaisirs
(2001),
El hombre del tren
(L’homme du train, 2002),
Confidencias muy intimas
(Confidences trop intimes, 2003),
Dogora ouvrons les yeux
(2004),
Les Bronzés 3 amis pour la vie
(2006),
Mi mejor amigo
(Mon meilleur ami, 2006).

Jacques Audiard

1952, Paris

Si algo se le puede reprochar a Jacques Audiard es hacerse desear demasiado: cuatro films en once años es realmente poco. Especialmente cuando los films en cuestión son de tal calidad. Una trayectoria intachable ha acompañado hasta aquí a este realizador imprevisible, cuya impresionante destreza visual barre todas las ideas preconcebidas sobre los guionistas (y, a fortiori, hijo de guionista) convertidos en directores. Nos conocimos para esta entrevista cuando se estrenaba
De latir mi corazón se ha parado,
que vino a recompensar su talento ya consagrado con un verdadero éxito público. Más bien reservado y discreto (aunque algo me dice que no es así en el estudio), Jacques Audiard no estaba precisamente cómodo con la idea de hacer de profesor de cine, pero, como muchos de sus compañeros igualmente reticentes, resultó que tenía más cosas que decir de las que pensaba. Esta entrevista se realizó en colaboración con Thomas Baurez y nos ha servido, en cierto sentido, de relevo, ya que es él quien a partir de ese momento continúa la serie
Leçons de cinéma
para
Studio Magazine.

Clase magistral con Jacques Audiard

Para mí el cine siempre ha sido algo natural. Sencillamente porque soy hijo de mi padre [Michel Audiard, dialoguista, guionista y director] y lo he visto trabajar. La escritura de un film no era una actividad remota y angustiosa. Había un efecto de proximidad, casi excesivo. Era algo sano, pero al mismo tiempo implicaba una suerte de devaluación del cine, porque ante todo lo veía como un oficio. No me gustaba todo lo que hacía mi padre, sobre todo como realizador. Sin embargo, no lo rechazaba; sabía que lo que escribía correspondía a momentos precisos de su vida. Mis gustos de cinéfilo se inclinaban más hacia el cine independiente americano de los años setenta y ochenta, los films experimentales. Por ejemplo, recuerdo la impresión que experimenté al ver
Le Joli Mai
(1963), de Chris Marker, y su manera completamente innovadora de enfrentar el mundo. Frecuentaba, como otros muchos, las salas de arte y ensayo. Mi relación con la imagen viene de ahí y de los films en super-8 rodados en la post-adolescencia, un formato completamente obsoleto en la actualidad. Pero es la escritura la que me inspiró en primer lugar. Me incliné, lógicamente, hacia los estudios literarios, como la filología. Luego estudié montaje durante seis años, antes de dedicarme al teatro y, por último, convertirme en guionista a mi vez. He colaborado en muchos largometrajes:
Saxo
(Saxo, 1987),
Baxter
(1989)… En su mayor parte eran adaptaciones de novelas cuyos derechos adquiría. Incluso monté, junto a unos amigos, una productora cuyo objetivo consistía en «fabricar» guiones. No funcionó muy bien. Nos dimos cuenta de que un guión no es un film. Pasa por las manos de un productor y un director, que lo desarrollan de acuerdo a sus deseos. Esto me relegó a un sentimiento de hastío, de melancolía. Era necesario que acompañara mi historia hasta el final, y por lo tanto tenía que convertirme en director.

BUSCAR UNA ESPECIFICIDAD CINEMATOGRÁFICA

Al escribir un guión hay que tratar de encontrar su aspecto cinematográfico. En otras palabras, determinar lo que no pertenece al orden del teatro, de la novela… y no hacer lo que Hitchcock llamaba «tarjetas postales filmadas». ¿Qué es lo que hará que el paso a la puesta en escena no constituya un valor añadido? Cuando Alain Le Henry y yo adaptamos la novela negra
Triángulo
[de Ken Follett], que se convertiría en
Regarde les hommes tomber
(1994), recuerdo cómo nos atascamos porque la novela era muy lineal. Para conferirle una especificidad cinematográfica, decidí superponer todas las partes y tratarlas en pie de igualdad, así como mezclar la temporalidad. Gracias a ello logramos ese aspecto particular, casi fragmentario, donde la acción se proyecta en un movimiento incesante. Carece de introducción y de conclusión. De un guión a otro cambia el dispositivo empleado. En
Un héroe muy discreto
(Un héros très discret, 1996), por ejemplo, las falsas entrevistas, metáforas que sugieren la mentira del protagonista, rompen el aspecto puramente novelesco. En
Lee mis labios
(Sur mes lèvres, 2001), la sordera de la heroína ejerce una influencia directa en la puesta en escena, porque ésta refleja su percepción del mundo. El trabajo del guión consiste en aportar formas para crear lo visual. Debe ser lo suficientemente sólido para que en el momento del rodaje yo pueda deslizar mis propios intersticios. Es una base sobre la que trabajo. Es necesario que prácticamente pueda olvidarme, deshacerme de él, si no me convierto en un prisionero. Por supuesto, hay guiones que son más resistentes que otros. El de
Lee mis labios
era muy preciso; era difícil reajustarlo. En el caso de
De latir mi corazón se ha parado
, quise invertirlo todo, tener más libertad, más azar… En cierto sentido, lo escribimos contra el precedente. Sin embargo, tenía otras obligaciones que gestionar. El film está, en efecto, articulado desde un punto de vista único. Todo se centra en el personaje de Romain Duris. Me di cuenta de que se trataba de una particularidad onerosa y cansina y que, al mismo tiempo, abría un campo infinito de posibilidades. Hasta ahora siempre he escrito los guiones de los films que he dirigido. Estoy un poco cansado, porque al cabo de cierto tiempo uno ya se conoce y sabe dónde va, está encerrado en su propio universo, en sus melancolías. Me gustaría exiliarme, que me exiliaran. Explorar otros territorios, preguntarme, al leer un guión: «¿Cómo voy a dejar mi impronta personal en esta historia? ¿Cómo me deslizaré en ella?».

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