Más lecciones de cine (12 page)

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Authors: Laurent Tirard

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LA GRAMÁTICA CAMBIA CADA DIEZ AÑOS

No podemos realizar este oficio si no hemos visto todas las películas del mundo, o casi, porque hay una memoria colectiva de la que hemos de servirnos. Si el espectador percibe lentitud en la película es porque el realizador le está mostrando algo que ya ha visto. El arte de este oficio es el de la elipsis y la síntesis. Cuando se filma en un decorado que hemos utilizado mil veces, ya no mostramos el decorado sino a los actores. Un buen director debe apelar a la memoria colectiva del espectador para no comportarse como un papagayo. A partir de ahí puede construir su propia escritura, para intentar ser nuevo en cada plano. De todos modos, la escritura cinematográfica está en perpetua evolución. Cambia aproximadamente cada diez años, en función de las nuevas aportaciones técnicas. Y cada director inventa su propia gramática en relación con sus propias necesidades. Cuando rodé
Un hombre
y
una mujer
(Un homme et une femme, 1966), mi prioridad era el sonido directo. Quería que los actores sonaran de verdad. Ahora bien, esta decisión influyó en mi estilo de puesta en escena, porque, para ocultar el ruido de la cámara, estaba obligado a filmar de lejos con objetivos de larga distancia focal. En el presente mi obsesión es la unidad temporal, porque es lo que permite ese aire a verdad. Me abruman las comedias que cambian de eje cada tres segundos, porque sé que el tipo ha empezado a contar su chiste a las ocho de la mañana y ha terminado de contarlo a las seis de la tarde. Hay algo artificial en todo esto, algo que me parece una estafa total al espectador. Idealmente, toda escena en la que quieras transmitir una emoción debería rodarse en plano secuencia, para no engañar. O al menos en plano-contraplano, pero con dos cámaras, para respetar la unidad temporal. Además, rodar un plano-contraplano con una sola cámara es una horrible traición para el actor que está fuera de campo. Si observa mis últimos films advertirá que tampoco hago planos medios. Sólo utilizo el plano general y el primer plano, alternativamente. Esquematizando, diría que el primer plano es el acelerador y el plano general, el freno. En el plano general, el espectador es libre de mirar lo que quiere, mientras que en el primer plano le impongo mi visión de las cosas. Una sutil dosificación de ambos es el mejor medio que encuentro para contar hoy mis historias.

ESPERO MILAGROS EN EL RODAJE

Al realizar un film, el proyecto atraviesa cuatro fases principales: en primer lugar está el film soñado, el que tengo en mente. Después, el guión, es decir, la materialización del film en papel, con palabras. Y aquí, generalmente, el sueño sufre un golpe brutal. Hay una pérdida terrible. Después viene el rodaje, donde es posible recuperar el sueño de partida. Y por último el montaje, es decir, lo que queda cuando lo hemos cortado todo, lo que hará que nos aplaudan o nos silben. La fase más importante, por supuesto, es el rodaje, porque ahí es donde pueden producirse los milagros. Ahí es donde capturamos los famosos aromas de la verdad. Además, soy un hombre que vive en el presente. Y el rodaje es el presente. Así que cuando llego al plato por la mañana, espero que ocurran milagros. Espero estar en forma y que todos lo estén. Y evidentemente, mi principal preocupación son los actores, porque son ellos los que están en primera línea, son ellos los que reciben la metralla. Además, y esto es importante para mí, hay que aprovechar al máximo la naturalidad de la gente. Por ejemplo, cuando elegí a Patricia Kaas lo hice por esa melancolía que hay en ella y que corresponde a un sentimiento de melancolía que necesito para la película. En teoría, sólo necesito que saque lo que hay dentro de ella. Pero, en realidad, no lo conseguiré si no confía en mí. Una vez más, una película es como un campo de batalla. Y si el actor siente que las órdenes que se le dan no son las correctas, se quedará en su trinchera. Mantendrá una posición de defensa en lugar de ingresar en la vida. Y actuará mal. La base consiste en querer a los actores, y mantener con ellos una relación amistosa. Al director le corresponde adaptarse a cada actor, y no al revés. Cuando trabajo con Bernard Tapie, no lo hago de la misma forma que con Fabrice Lucchini. Son dos métodos de interpretación diferentes. Mi papel consiste en que el actor se sienta a gusto. Por ello, en cuanto llego al lugar de rodaje, lo primero que hago es informarme sobre el estado de ánimo de los actores. Sé que me costará mucho luchar contra un estado de ánimo abatido, y por otra parte no me apetece luchar contra eso, porque significaría enfrentarse con la verdad. Así pues, adapto mi puesta en escena y a veces reescribo los diálogos en función de su buen o mal humor. Siempre en la óptica de preservar la verdad, ensayo muy poco, porque ensayar puede matar la emoción. O lo hago separadamente con cada actor, ofreciéndole la réplica yo mismo. ¡Como tengo mucho menos carisma que su compañero de reparto, estoy seguro de que la magia no se producirá accidentalmente! Pero si no es así, ensayo muy poco, o ruedo los ensayos. Consumo una gran cantidad de película, sobre todo porque ruedo con muchas cámaras. Pero tengo la ventaja de ser mi propio productor, y en mis películas el director siempre pone de rodillas al productor, salvo en las pocas ocasiones en que advierto que estoy a punto de concederme un capricho. Porque no hay capricho inocente: cuando me concedo uno, normalmente es una forma burda de intentar ocultarme que realmente no sé lo que hago.

PROVOCAR AL ACTOR

A veces se ha dicho que no escribo guiones, lo que, evidentemente, es falso. En cambio, sí es cierto que no entrego el guión a los actores, o en todo caso, sólo les proporciono una parte. Les doy lo que denomino «las figuras impuestas». Pero hay otro aspecto, las figuras libres, que en mi opinión son más importantes. Dirigir a un actor no quiere decir nada. No se le dice a un actor: «Abre la puerta así, camina de esta manera, coge el teléfono con esa mano». Esto no conduce a ninguna parte. En mi caso no se dirige al actor, se le provoca. Es como un toro: hay que llevarlo a la corrida y luego provocarlo para que se defienda. Una vez que me granjeo la confianza de los actores, mi trabajo consiste en hacerles olvidar que son actores, y que vuelvan a ser seres humanos. Para ello hay que sumirlos en un estado de inseguridad, porque así es como ocurre en la vida. En la vida nadie conoce el guión. Nadie puede prever lo que ocurrirá. Parto del principio de que los actores —por eso me gustan— son personas frágiles. Un mal actor, por el contrario, normalmente está convencido de su talento, y está muy seguro de sí mismo. Pero los grandes actores se sienten continuamente desestabilizados por la vida, y por eso necesitan un papel, para refugiarse en él como si de un escudo se tratara. Así pues, todo mi trabajo como director consiste en introducir al actor en la inseguridad, que es fotogénica. Al abordar una escena determinada, mi manera de proceder consiste en rodar las figuras impuestas, es decir, lo que está escrito en el guión. Sé por experiencia que las cinco o seis primeras réplicas no servirán. No se lo digo al actor, pero sé que acabarán en la basura porque no empezará a sonar bien sino a partir de la quinta réplica, cuando el actor entre en calor. Así pues, interpreta la escena que ha sido escrita, y cuando termina, no corto. Dejo que la cámara siga rodando. En ese momento, el actor se convierte en ser humano, porque se ha liberado de las figuras impuestas. Sabe que ha hecho su trabajo, y por lo tanto no está nervioso. Olvida su técnica, y entonces puedo llevarlo hacia las figuras libres. Le susurro réplicas que repite o, si no le gustan, puede modificar. Le dejo terminar la escena con su impulso personal. También parto del principio de que el actor que recibe una información es más importante que quien la da. Imagine una escena en la que se anuncia una muerte a alguien: quien da la información ya está curado de espanto. En quien la recibe descansa la fuerza de la emoción, porque está virgen. Si quiero que una actriz llore en una escena, quiero que llore realmente. No quiero decirle: «Mira, al final de esta escena tienes que llorar…». No sé hacer eso. En mi última película logré que Patricia Kaas se ruborizara. Y esto es imposible de conseguir de otra manera. No podemos hacer que una actriz se ruborice por encargo. Por supuesto, esta práctica es peligrosa. Implica una precisión temible. Y para ser honesto, en muchas ocasiones estos finales de escena acaban en la papelera. Pero cuando están logrados, son, incontestablemente, los mejores momentos de la película.

QUEDA TODO POR APRENDER

Evidentemente, el objetivo último de todo cineasta es alcanzar el film perfecto. Creo que, en efecto, un día habrá un film tan perfecto que en dos horas cambiará la vida de quienes vayan a verlo.

Cuando era joven iba a ver a John Wayne al cine, y el efecto era tan poderoso que caminaba como John Wayne durante veinte minutos. Es la fuerza del cine. Por ahora sólo la tenemos presente de un modo parcial, porque sólo conseguimos películas más o menos logradas, en las que unimos los vagones como podemos. ¡Pero imagine el impacto de las películas el día en que se domine perfectamente la escritura cinematográfica! Claro que aún estamos lejos de ello. El cine sólo tiene cien años. Con cien años, la literatura no era nada. Como director realizo, ante todo, un trabajo de investigación. Por esa razón ruedo tanto, para llevar pronto a la práctica lo que he aprendido en el film anterior. Esta evolución es un tanto personal y, en cierto sentido, hago las películas para mí. Pero nunca olvido que ante todo he sido espectador, y que ese espectador fue quien me infundió el deseo de hacer cine. Lo terrible es hacer películas para uno cuando se está a años luz del público. Yo tengo la impresión de estar bastante cerca del público. Me considero incluso uno de sus representantes. Así pues, me permito hacer películas para mí porque sé que nunca traicionaré al público.

Filmografía

En amor siempre hay peligro
(L’amour avec des si, 1962),
Una chica y los fusiles
(Une filie et des fusils, 1964),
Lafemme specta-cle
(1964),
…Pour un maillot jaune
(1965),
Les grands moments
(1965),
Un hombre y una mujer
(Un homme et une femme, 1966),
Loin du Vietnam
(1967),
Vivir para, vivir
(Vivre pour vivre, 1967),
Del amor y de la infidelidad
(Un homme qui me plait, 1969),
La vie, l’amour, la morí
(1969),
El canalla
(Le voyou, 1970),
Smic smac smoc
(Smic smac smoc, 1971),
La aventura es la aventura
(L’aventure, c’est 1’aventure, 1972),
Una dama y un bribón
(La bonne année, 1973),
Toda una vida
(Toute une vie, 1974),
Mariage
(1974),
El gato, el ratón, el amor y el miedo
(Le chat et la souris, 1975),
Le bon et les méchants
(1976),
Si empezara otra vez
(Si c’é-tait á refaire, 1976),
Otro hombre, otra mujer
(Un autre homme, une autre chance, 1977),
Robert et Robert
(1978),
Por nosotros dos
(Á nous deux, 1979),
Los unos y los otros
(Les uns et les autres, 1981),
Édith et Marcel
(1983),
Viva la vie!
(1984),
Partir, revenir
(1985),
Attention bandits!
(1986),
Un hombre y una mujer, segunda parte
(Un homme et une femme, 20 ans déjà, 1986),
El imperio del león
(Itinéraire dzoomn enfant gâté, 1988),
Il y a des jours

et des lunes
(1990),
La belle histoire
(1992),
Todo esto… ¿para esto?
(Tout ça… pour ça!, 1993),
Testigo de excepción
(Les misérables, 1995),
Lumière et compagnie
(1996),
Hommes, femmes, mode d’emploi
(1996),
Hasards on coïncidences
(1998),
Une pour toutes
(1999),
And now… ladies and gentlemen…
(2002),
11 ’09” 01 11
de septiembre
(fragmento «France», 2002),
Le genre humain
— I
a
parte: Les parisiens (2004),
Le courage d’aimer
(2005).

Denys Arcand

1941, Deschambault (Quebec)

¿Cómo definir el cine de Denys Arcand? En muchos aspectos, películas como
La decadencia del imperio americano
y
Las invasiones bárbaras
podrían citarse en todos los manuales de puesta en escena como el ejemplo prototípico de lo que no hay que hacer: la acción es casi inexistente, el diálogo omnipresente, y los personajes disertan alegremente de filosofía, historia, sociología y geopolítica. En resumen, la pesadilla de todo productor hollywoodiense. Y sin embargo, ambas películas tuvieron un éxito inmenso, y sedujeron al público por su humanidad, su refinamiento, su humor, sensibilidad y, sencillamente, por su inteligencia. Aprovechando un viaje meramente turístico a Canadá, contacté con Denys Arcand, que me recibió en sus oficinas de Montreal y aceptó el ejercicio de la lección de cine con una mezcla de seriedad y autoparodia que no hicieron sino confirmar la simpatía que a priori me inspiraba el personaje
.

Clase magistral con Denys Arcand

Cuando era joven adoraba el cine y sentía una admiración especial por los grandes cineastas extranjeros. Sin embargo, en Canadá, en los años sesenta, no se hacía ninguna película. Por lo tanto, parecía extremadamente arriesgada la decisión de hacer cine. Estudié historia y por una serie de circunstancias azarosas la Oficina Nacional de Cine me contrató para hacer documentales sobre la historia de Canadá. En ese momento descubrí un amor incondicional por la práctica del cine. No me sentí investido de una misión, no quería «decir algo a la humanidad», pero me enamoré del oficio en su práctica cotidiana. Sin embargo, no era muy excitante; tan sólo tenía que rodar pequeños films en museos, planos muy sencillos —un drakkar en el museo vikingo de Copenhague, por ejemplo—. Pero en cada ocasión esto me obligaba a plantearme cuestiones básicas, a saber: «¿Dónde colocar la cámara? ¿Cómo filmar el plano? ¿En picado? ¿En contrapicado?». Como trabajo era muy humilde, pero me enseñó el manejo de la cámara, los objetivos, el montaje. Es una escuela excelente. Y uno no arriesga nada, porque son pocos los que ven estas películas. Así pues, me dediqué tranquilamente a esta labor durante cuatro o cinco años, con gran alegría. Y luego ocurrieron dos cosas muy importantes. Para empezar, un cineasta que sabía que a mí me encantaba escribir y me gustaba mucho el teatro, me pidió que le escribiera un largometraje. ¡Aquí veis el estado de indigencia en que se encontraba este país! Escribí, entonces, un guión, inventándome muchas cosas, porque nunca había tenido uno entre las manos. Fue retocado por otras personas, pero supuso mi primer aprendizaje de la escritura dramática. Además, simultáneamente, emprendí una serie de grandes documentales sociales. Procedo de familia de marineros, y por lo tanto apolítica, pero eran más o menos marxistas, y decidí hacer un documental sobre la clase obrera, que no conocía en absoluto. Realicé un film de tres horas sobre los obreros del sector textil, y aprendí lo que era un gran documental en el que se filma a la gente mientras son entrevistadas, se las deja hablar y se escucha lo que dicen. Ambas experiencias completaron mi formación como cineasta. Y más tarde, un productor me dijo un día: «¿Por qué no escribes y ruedas un largometraje?». Y le respondí: «Sí, ¿por qué no?». En realidad la propuesta vino de fuera, nunca se me habría ocurrido a mí. Así pues, escribí el guión con un amigo, lo rodamos y salió bien. Mi primer descubrimiento en esta película fue el placer de trabajar con actores. Era una dicha extraordinaria haber escrito algo solo en la oficina y ver cómo de repente los actores lo interpretaban, como saltimbanquis geniales que aportan matices insospechados a tu texto. El otro descubrimiento fue que no sabía nada, que aún tenía que aprenderlo todo. Hay dos maneras de hacer una primera película: utilizar todos los recursos —
travellings
, zooms, contrapicados, etc.— o, por el contrario, prescindir de ellos. Y eso fue lo que hice. Me dije: «Si no conozco la gramática del cine, mejor no probar nada». Dispuse planos fijos de diez minutos, con los actores entrando y saliendo de campo. Recuerdo que Alain Tanner vio la película en Cannes y me dijo: «¡Es terrible! ¡Pero aprenderás a hacer cine, nunca volverás a hacer algo así!». Y así, efectivamente, poco a poco, con cada película, he empezado a aprender mi oficio.

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