Más lecciones de cine (13 page)

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Authors: Laurent Tirard

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ESCRIBIR UNO MISMO, O ECHAR AL GUIONISTA A LA CALLE

En mi opinión, un cineasta es alguien que lo hace todo. Es Bergman, Fellini, Antonioni, Woody Alien. Lo que me interesa en una película es escuchar la voz de alguien, la voz única e irreemplazable de un artista. A veces estas personas tienen colaboradores, pero sabemos que el proyecto es suyo. Hay quien ha logrado una obra personal sin haber escrito realmente, como por ejemplo Hitchcock, que encargaba la escritura de sus guiones, pero con parámetros muy precisos. Personalmente, en ocasiones no he escrito mis guiones, pero siempre lo he vivido con un ligero malestar. Una vez realicé un largometraje en el que deposité toda mi fe,
La verdadera naturaleza del amor
(Love &Human Remains, 1993), a partir de una obra de un joven autor que se llama Brad Fraser. Me gustaba mucho la obra. Pero, frente al autor, me di cuenta de que no éramos la misma persona y que no teníamos la misma visión del proyecto. Y no pude apropiarme de su texto, porque respeto mucho a quien escribe. Por lo tanto, tuve que pactar ciertas cosas, y al final no me gusta esa película porque esos acuerdos se aprecian en la pantalla. Creo que los directores que logran un buen resultado al delegar en otros la escritura del guión son aquellos que no respetan tanto al guionista. Cogen el guión y expulsan al guionista, del que no quieren volver a saber nada más. En Hollywood, muchos tienen esa actitud. Yo no soy capaz de hacerlo. En
Stardom
(2000) trabajé el guión en colaboración. Al final hubo roces, así que le dije: «Mira, hombre, será mejor que te vayas». Se sintió fatal. Quería quedarse. Y yo también me sentí mal. Por eso prefiero escribir mis propias cosas. Así no hay conflicto.

UNA PANORÁMICA NO SE CORTA

No existen reglas en materia de puesta en escena. Además, basta con que se establezcan reglas para que venga un genio a romperlas sistemáticamente. Aunque… Un día, cuando hacía documentales, un montador experimentado entró en mi sala de montaje mientras intentaba cortar una panorámica, y me dijo: «Una panorámica no se corta. Hay que esperar a que se detenga, o bien cortarla con otra panorámica en sentido contrario. Si la montas en un plano fijo, dará la sensación de que el plano se mueve. Es una cuestión de persistencia retiniana». Nunca olvidé aquello. Y un día, en
La chaqueta metálica
(Full Metal Jacket, 1987), vi una escena de enterramiento en la que la cámara está en el hoyo, en el lugar del ataúd. Empieza entonces una panorámica sobre las personas congregadas alrededor de la tumba. Y me dije: «¡No podrá cortarla!». En efecto, no pudo. Y el plano es demasiado largo, es claramente muy largo, rompe el ritmo. Así que el propio Stanley Kubrick, al final de su carrera, ignoraba ciertas cosas. Pero aparte de algunos pequeños detalles como ése, no existen reglas y cada uno desarrolla su propia gramática, su propio estilo. A veces por casualidad. En mi penúltima película, por ejemplo, descubrí la Steadycam. Desde entonces es mi instrumento favorito.
Las invasiones bárbaras
(Les Invasions barbares, 2003) es en un 80% Steadycam. Esto permite movimientos extremadamente sutiles. Podemos reencuadrar en cualquier momento sin necesidad de zoom, podemos acercarnos a los personajes, seguirlos sin necesidad de una compleja coreografía con los raíles. Se convirtió en un elemento estilístico irreemplazable. Ya no querría hacer cine de otra manera.

CUBRIRSE ES DEPRIMENTE

Al llegar al plató no tengo ninguna idea. Sé exactamente qué escena vamos a rodar, pero no sé cómo vamos a rodarla. Junto al director de fotografía, la
script
y ahora la Steadycam, voy al decorado y pido a los actores que ensayen la escena. Entonces, poco a poco, las cosas ocupan su lugar. Los actores deciden cómo la interpretarán y el lugar que ocuparán en el espacio. Y una vez dispuesto esto, empiezo a decirme: «Bien, podría empezar con el que entra, y a continuación hacer un plano con los dos…». Y lo escribo así, eso es todo. A veces el director de fotografía hace una pequeña sugerencia, la comentamos y decimos: «Venga, lo vamos a hacer en unos siete planos…». Y la
script
toma nota. Los actores se preparan —maquillaje, vestuario, etcétera—. El director de fotografía regula la iluminación y rodamos los planos decididos. Pero nunca ruedo planos de cobertura. Ruedo eso o nada. Creo que en ello radica la excitación del cine. A veces he estado en platos donde para cada escena había un plano general, plano medio y primer plano. ¡Es tedioso! Un rodaje así es algo deprimente. ¡Peor que ir a trabajar a un banco! En el plató estoy abierto a todo, carezco de a priori. Estoy dispuesto a escuchar todas las sugerencias. Sin embargo, no suele haber muchas. Tengo que decir que trabajo en mis guiones un largo período, a veces muchos años, porque de mi pasado como documentalista conservo un interés por el descubrimiento, por la observación científica de los fenómenos. Por lo tanto, forzosamente conozco mejor mi tema, en todo caso mejor que quienes me rodean. Ellos escuchan y dicen: «Es tu película… si quieres hacerlo así, lo hacemos así». A veces se dan improvisaciones o sorpresas. En
Jesús de Montreal
(Jésus de Montréal, 1989), se desató una tormenta cuando rodábamos la escena de la crucifixión. Nos dijimos: «Es extraordinario. ¡Va a llover en la muerte de Cristo!». Rápidamente cubrimos la cámara y nos preparamos para rodar. Y llovió a cántaros. Habría sido estúpido no utilizarlo. Si no es así, evito improvisar. He de decir que mis películas tienen un presupuesto minúsculo. Esto me permite hacer las películas que quiero, pero como contrapartida todo debe consignarse como en una partitura.

A CADA ACTOR SE LO DIRIGE DE UNA FORMA DISTINTA

El secreto para trabajar con los actores consiste en quererlos. Si no los quieres, tienes un problema. Sin embargo, hay directores que no gustan de los actores y los utilizan como elementos gráficos. Hitchcock era un poco así: en su caso el actor es un objeto que desplaza de la izquierda a la derecha de la pantalla, como un robot. En mi juventud yo formaba parte de talleres de teatro. Me encantaba interpretar y, felizmente, muy pronto advertí que no tenía talento. Pero me gustaba la vida de actor. Y no sólo el trabajo. Me gustaba todo: ir a comer después del espectáculo, beber con los demás actores, acostarse a las cuatro de la mañana, discutir, padecer depresiones y terribles crisis emocionales, todo lo que tiene relación con el oficio. Así que me siento muy próximo a los actores. Además, he practicado mucho deporte, y en el deporte se dispone de un preparador, un entrenador. Me parece que el trabajo de preparador es muy parecido al de director de cine. Tiene que componer un equipo, elegir buenos jugadores, y luego no salta al terreno de juego, se queda en la retaguardia ofreciendo consejos que mejoren el juego. Desde este punto de vista, diría que no existe una sola manera de dirigir a los actores. Todo depende de ellos. Hay actores puramente instintivos que no desean que les dirijas la palabra. Cuando empecé a trabajar con Rémi Girard, una vez que tuvo mi guión lo invité a cenar, y la conversación sobre la película apenas duró dos minutos. Le pregunté: «¿Has leído mi guión? Sí. ¿Tienes alguna pregunta que hacerme? No». ¡Y listo! Estaba preparado para actuar. En cambio, he trabajado con una actriz que me hacía cientos de preguntas sobre el guión, del estilo: «¿Qué he comido antes de esta escena? ¿He dormido bien? La escena dice que es por la mañana, pero quiero saber si he dormido». Cosas para las que no siempre tenía respuesta, pero las inventaba para ella. Esto va de un extremo al otro. Hay actores muy inteligentes y hay que dirigirse a su inteligencia. Con las mujeres a menudo se trata de un asunto de seducción. Tienes que lograr que se abandonen. En ciertos casos, como el de Bergman, por ejemplo, y otros muchos cineastas, esto quiere decir enamorarse verdaderamente de la actriz y mantener una relación con ella. Suele decirse que lo más difícil es elegir buenos actores. Me gustaría tener ese problema. Desgraciadamente, la comunidad de actores es relativamente pequeña en Canadá. Así pues, no tengo tantas opciones.

Normalmente, en la franja de edad que busco, hay tres actores, uno de los cuales suele estar ocupado en el teatro. Quedan dos, y he de hacer la mejor elección posible. Si albergo alguna duda, escojo al mejor actor en lugar de quedarme con el que se acerca más al personaje. Porque podemos hacerlo todo con un buen actor. Incluso fuera de Canadá, las opciones son limitadas. Cuando realicé
Stardom
(2000), por ejemplo, descubrí que es muy difícil encontrar a una joven hermosa que actúe bien. Para esta película necesitaba a una joven de dieciocho años que interpretara a una modelo internacional. Busqué en Montreal, Toronto, Vancouver, ¡nadie! O son muy bellas y actúan fatal o actúan muy bien pero no son lo bastante bellas como para resultar creíbles como portada de
Vogue
. Me dije: «Vale, iré a Nueva York». Telefoneé a una de mis amigas, que es directora de
casting
allí. Me preguntó: «¿Qué buscas?». Le dije: «Dieciocho años que interprete bien y sea muy bella». Me dijo: «No vengas, no hay nada». Entonces decidí ir a Hollywood, pensando que allí habría a espuertas. ¡Pues bien, no! Fui a Hollywood y realicé un
casting
de una semana; no había nadie. Alguien me dijo allí: «Ya sabes, si le dan 10 millones de dólares a Cameron Díaz no es por nada». Y creo que tenía razón.

CADA UNA DE MIS PELÍCULAS SE ME IMPONE

Finalmente, creo que hacemos las películas que podemos, no las que queremos. Mis películas se me imponen. Empiezo con ideas un poco vagas, fragmentarias, escenas, cosas así. Las anoto. Tarda seis meses o un año, y de repente hay una especie de magma medio coherente, y me digo: «Bien, la película va por ahí». Entonces empiezo a trabajar escena por escena, tranquilamente. Intento encontrar una estructura. Me bato con ella durante un año y por fin tengo un guión. En el rodaje los actores modifican las cosas. Y sólo al final, cuando veo la película terminada, comprendo lo que he querido decir. Nunca durante el proceso. Hago mis películas tanto para el público como para mí mismo. Tienen que ser para los dos. Al público no se le conoce, nunca se le conocerá. En Hollywood hay supuestos especialistas que meten la pata nueve de cada diez veces. El público es imprevisible. Pero podemos coincidir con él y hacemos películas para nosotros mismos, es decir, fiándonos, ante todo, de nuestro criterio personal y esperando que corresponda al del público. Y a veces nos equivocamos. Me encantó
Stardom
, y sin embargo fue un fracaso total. A la gente le gustó mi film anterior y el siguiente, pero ése no. No obstante, soy el mismo, y creo hacer las películas de la misma manera. Es un misterio. Pero también esto es excitante y nos hace avanzar.

Filmografía

Seul ou avec d’autres
(1962),
Samuel de Champlain: Québec 1603
(1964),
Champlain
(1964),La
route de l’ouest
(1965),
Les montréalistes
(1965),
Volleyball
(1966),
Parcs Atlantiques
(1967),
La maudite galette
(1972),
Québec: duplessis et après…
(1972
),Réje-anne Padovani
(1973),
Gina
(1975),
On est au coton
(1976), Le
confort et l’indifférence
(1982),
Le crime d’Ovide Ploujfe
(1984),
El declive del imperio americano
(Le déclin de l’empire américain, 1986),
Jesús de Montréal
(Jésus de Montréal, 1989),
Montréal vu par…
fragmento «Vue dzoomilleurs» (1991),
La verdadera naturaleza del amor
(Love &Human Remains, 1993),
Joyeux calvaire (1996), Stardom
(2000),
Las invasiones bárbaras
(Les Invasions barbares, 2003).

Michael Mann

1943, Chicago (Illinois)

Michael Mann necesitó mucho tiempo para convertirse en un cineasta reconocido. Hasta principios de los años noventa, la gente veía en él, fundamentalmente, a un realizador de serie B, con una gran capacidad para crear ambientes. Y aunque pueda parecer sorprendente que finalmente cosechara el éxito con una película como
El último mohicano,
sin duda se debe a que este gran proyecto novelesco le permitió demostrar hasta qué punto era un gran narrador de historias. Lo que a continuación confirmó con
Heat
y
El dilema,
que sin duda alguna se sitúan entre los films más impresionantes de estos últimos diez años. Nos conocimos para esta entrevista cuando Michael Mann estaba en París por el estreno de
Alí.
Hasta ese momento había conocido a directores que eran o bien pragmáticos o bien analíticos. Pero Michael es de los pocos que entra en ambas categorías. Y quizá a ello se deba su rasgo diferencial
.

Clase magistral con Michael Mann

No tuve elección. Un día el cine me atrapó y me dijo: «Te dedicarás a esto». Era joven y me interesaban muchas cosas, la astronomía, la geografía, la historia, la política y la literatura. La música me afectaba poderosamente, podía fantasear, proyectarme y extrapolar. Y creo que éste es el tipo de disposición anímica que debes tener si deseas hacer películas. Me absorbía el mundo circundante y buscaba un medio para restituirlo según un modo personal. Entonces fui a una escuela de cine, donde tuve la suerte de poder hacer mal cine experimental. Tenía lo que creía eran ideas revolucionarias y estaba dispuesto a aplicarlas hasta el final. La mayoría de ellas fracasaron lamentablemente, por supuesto. Pero así es como aprendí, gracias a la libertad que tuve de expresarme en un lugar en el que no había sanciones o penalizaciones. Los estudios académicos deberían aportar eso: la posibilidad de experimentar. Cuanto antes puedas experimentar —y más profundamente—, tanto mejor, porque hay cosas que los jóvenes cineastas necesitan sacar de su cauce. Recuerdo haber visto algunos de mis films y haber pensado: «Hmm… es muy interesante el uso de la luz… pero el contenido es completamente inútil. ¡Qué pretensión juvenil creer que podría convertirme en un cineasta simbolista!». Sin duda me ahorré años de sufrimiento gracias a unas pocas semanas en las que pude ensayar todo tipo de cosas. En una situación más académica, juzgado por criterios rigurosos, probablemente no habría aprendido tanto, porque me habría intimidado y disuadido de ir hasta el final.

CINE VISUAL versus TEATRO FILMADO

Mi primer acercamiento al cine era muy poético. Con la arrogancia de la juventud, hacía declaraciones del tipo: «El cine padece el exceso de palabras». Estaba influido por Dziga Vertov y todos esos cineastas puramente visuales. Y hay que estarlo. No imaginamos cómo el cine, en tanto forma narrativa, puede afectar a la gente si no se dispone de una sólida base clásica. Y los clásicos están en el cine ruso. Si quieres comprender mediante qué mecanismo el cine afecta emocional e intelectualmente a las personas, tienes que ver a Eisenstein, porque trabajaba en la época del cine mudo. Es una experiencia decisiva, ya que más tarde el cine ha oscilado entre un enfoque puramente visual y un enfoque más regresivo, que fundo* mentalmente no es otro que el del teatro filmado. Cuando empecé » hacer películas, me inspiraba en el trabajo de grandes cinenastas como Pabst, Murnau, Eisenstein, y algunos franceses de la Nouvelle Vague, Resnais en particular. Y rápidamente tomé conciencia de que los responsables de Hollywood eran retrógrados. Había películas no convencionales, que eran iconoclastas en su concepto, o ejemplificaban una anomalía. Películas que rompían los códigos genéricos como
Bonnie y Clyde
(Bonnie and Clyde, 1967),
Bullit
(Bullit, 1968) o los films de Peckinpah. Pero la mayor parte de la producción hollywoodiense era teatro filmado disimulado bajo la destreza técnica. Y en televisión era aún peor. El enfoque estilístico que descubrí en ella podía resumirse así: «Anestesiémonos completamente y seamos lo más planos posible en nuestras elecciones a la hora de situar la cámara». No se procuraba implicar al espectador en modo alguno. Mientras lograras un cuadro equilibrado y de buen gusto, todo lo que se te pedía era no molestar. ¡La ausencia de molestia en el espectador se convirtió en el objetivo último! Así pues, mi modo de hacer películas significó, en muchos sentidos, una rebelión contra eso.

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