Otto se puso rojo. Abrió la boca para hablar; luego le echó una mirada a Félix, y se lo pensó mejor.
—Muy bien, muy bien. Simplemente no vayas solo hasta que llegues a la puerta del distrito Kaufman.
—Ya lo sé, padre —dijo Gustav con infinito desdén.
Otto le dedicó una sonrisa forzada.
—Ven a conocer a tu tío Félix.
El muchacho abrió mucho los ojos.
—¿El…, el muerto?
—Sólo muy lejos de casa —replicó Félix, que se puso de pie y le tendió una mano—. Es un verdadero placer conocerte, sobrino.
El muchacho avanzó, vacilante, y le tendió a Félix una mano laxa.
—Gustav estudia teología y leyes en la Universidad de Nuln —dijo Otto—. Y ha publicado poesía.
—¿De verdad? —preguntó Félix, y tosió con modestia—. Una vez publiqué algunos poemas. En Altdorf. Tal vez los has…
—Yo no escribo cosas anticuadas como ésas —replicó Gustav, impertinente.
—¿A…, anticuadas? —tartamudeó Félix, que intentaba controlar la voz—. ¿Qué quieres decir con…?
—Soy de la nueva escuela, la Escuela de la Voz Veraz —dijo Gustav—. Nosotros evitamos los sentimientos y hablamos sólo de lo que es real.
—Parece realmente entretenido comentó Félix con sequedad.
Gustav sorbió por la nariz.
—El entretenimiento es para los plebeyos. Nosotros somos edificantes. Nuestra filosofía…
—Gustav —lo interrumpió Otto—, si no te das prisa llegarás tarde a clase.
—¡Ah! —Gustav asintió con la cabeza—. Por supuesto. Que tengas un bien día, tío. Padre. —Inclinó la cabeza con solemnidad y se marchó.
Otto miró a Félix, puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.
—No sabía que tuvieras un hijo —dijo Félix cuando volvió a sentarse.
—¿Ah, no? Nació… ¡Ah, sí!, eso es. Nació un año después de que te marcharas de Nuln. Es muy solemne, ¿verdad? —Otto rió entre dientes—. De hecho, me recuerda a ti a su edad.
—¿A mí? —dijo Félix—. Yo nunca fui tan…
—Eras peor.
—No es cierto.
Otto alzó una ceja.
—¿Has leído tus poemas últimamente?
Félix soltó un bufido y bebió un sorbo de vino.
—Y bien, ¿qué te trae de vuelta por Nuln? —preguntó Otto—. ¿Aún le haces de mozo a ese hosco enano?
—Soy su cronista —replicó Félix con rigidez—. Y vamos camino de Middenheim para ayudar a rechazar la invasión del Caos.
Otto hizo una mueca.
—Yo diría que ya estás un poco mayor para eso. ¿Por qué no te quedas aquí y trabajas conmigo? Puedes ayudar a los soldados del norte y, al mismo tiempo, procurar para ti mismo.
Félix suspiró, divertido. Al parecer, cada vez que pasaba por Nuln, su hermano le ofrecía trabajo. Pobre Otto. Le importaba un ardite ayudar a Félix a procurar para sí mismo. Sólo quería que tuviera un empleo respetable y dejara de ser una vergüenza para la familia.
—¿Estás contribuyendo al esfuerzo bélico? —inquirió para eludir la pregunta planteada por su hermano.
—Pues, claro —replicó Otto—. Los Jaeger de Altdorf conseguimos el contrato para transportar hierro en bruto por el Reik, desde las Montañas Negras hasta Nuln. Somos los únicos proveedores de la Escuela Imperial de Artillería. —Rió entre dientes para sí mismo—. Ésa fue una buena negociación. Había tres compañías fluviales que ofrecían precios más bajos, pero pagué la factura del baile anual del Gremio de Tejedores que ofrece la condesa, la adulé descaradamente y obtuve la aprobación en un abrir y cerrar de ojos.
Félix se puso ceñudo.
—Tú no estás contribuyendo al esfuerzo bélico. Estás sacándoles todo lo que puedes a los fabricantes de cañones.
Otto negó con la cabeza, impaciente.
—Nada de eso. Puede que nuestro precio sea más alto, pero nuestro servicio es mejor. La empresa Jaeger es la mejor del Imperio. Eso lo saben todos. Sólo hizo falta un poco de aceite para conseguir que la condesa concediera el contrato por méritos, en lugar de hacerlo por el precio. Así son los negocios.
—Y por eso yo no estoy en ellos —replicó Félix con un tono un poco más fachendón del que había pretendido—. Paso, gracias. ¿Por qué no se lo pides a tu hijo?
—¿A él? —Otto soltó un bufido—. Se parece demasiado a ti: excesivamente idealista y honorable como para ensuciarse las manos en el mundo real. Nuestro padre siempre quiso que nos convirtiéramos en nobles. Da la impresión de que lo consiguió, al menos contigo y con su nieto. Bueno, no querría comprometer tus ideales, mi señor.
Félix se aferró a los brazos del sillón. Le latían las venas del cuello. Él no era noble. No sentía más que desprecio por la nobleza. Abrió la boca, y volvió a cerrarla. Si no se contenía, diría algo que lamentaría después, y debía tomar en consideración la buena suma resultante de la venta de sus libros. Se recostó contra el respaldo y se obligó a relajarse. Habían pasado veinte años, y él y su hermano aún eran incapaces de mantener una conversación cortés durante más de cinco minutos.
—Esos libros míos… —dijo al fin—, ¿puedo verlos?
—Desde luego —dijo Otto—. Creo que aún tenemos unos ejemplares por alguna parte. —Cogió de la mesa una delicada campanilla de plata y la agitó.
* * *
El almuerzo fue descomunal, y habría transcurrido en una atmósfera tensa si hubieran estado los dos hermanos solos ante la mesa, porque a pesar de los intentos que realizaba para ser civilizado, Félix se había encontrado con que una de cada dos palabras de su hermano lo hacía hervir. Era un burro tan pomposo, tan ignorante y carente de curiosidad ante el verdadero estado del mundo, tan convencido de que la vida tenía su placer como única finalidad y que él merecía todos los lujos que ofreciera…
Por fortuna, se les había unido Annabella, la esposa bretoniana de Otto, una mujer tan rechoncha y canosa como su marido por entonces, pero aún hermosa, y ella había formulado un constante torrente de preguntas a Félix sobre sus aventuras, con risillas y exclamaciones ahogadas en los momentos adecuados. Este dulce y halagador parloteo había obrado maravillas para ocultar el hecho de que él y Otto apenas se habían hablado durante la comida.
El único momento embarazoso se había producido cuando, poseída por el espíritu de la hospitalidad, Annabella le había preguntado a Félix si quería quedarse con ellos mientras permaneciera en Nuln. Otto había alzado la cabeza de golpe al oírla, y le había dirigido una mirada feroz desde el otro lado de la mesa.
Ya ante la puerta delantera, después de la comida, mientras Félix recogía la espada y la capa de manos del mayordomo e intentaba hacer espacio en la mochila para los libros encuadernados en cuero que lucían su nombre en la cubierta, Otto tosió.
—Tal vez sería bueno que pasaras por Altdorf, camino del norte —dijo—. El viejo está en las últimas.
La cabeza de Félix era un torbellino mientras atravesaba el distrito Kaufman, camino de la Puerta Alta. Había recibido demasiadas noticias en muy poco tiempo. Al parecer, eran muchísimas las cosas que podían cambiar en veinte años. Otto tenía un hijo que iba a la universidad. La poesía de Félix había quedado anticuada. Sus aventuras eran ahora libros publicados. Su padre se moría.
Al avanzar por las sinuosas calles empedradas, no reparó siquiera en las altas casas con alero ni en las amuralladas fincas, vigiladas por guardias, de los comerciantes ricos. Los prósperos burgueses y sus rechonchas esposas que sorbían por la nariz al ver sus gastadas ropas no obtuvieron la más mínima reacción por su parte. Otto tenía un hijo. Su padre se moría.
Su padre se moría.
A Félix le sorprendía que esa noticia lo afectara tanto. De hecho, lo que le sorprendía era que su padre aún estuviera vivo. ¿Qué edad debía de tener? ¿Setenta? ¿Ochenta? Era muy propio del codicioso viejo avaro eso de exprimirle a la vida hasta el último año que pudiera, sólo para asegurarse de sacar el máximo provecho posible.
Si en el mundo había una persona con la que Félix se llevara peor que con su hermano, esa persona era su padre. El anciano lo había desheredado cuando decidió que sería poeta en lugar de continuar con el negocio familiar. Había dicho que Félix desperdiciaba la educación que él le había pagado. Resultaba gracioso, en realidad, porque había sido precisamente esa educación la que le había abierto los ojos a Félix ante la belleza y variedad de la vida, y lo había iniciado en los mundos de la literatura, la filosofía y la poesía. Gustav Jaeger había querido que sus hijos poseyeran todos esos conocimientos, había querido que fueran capaces de sacarlos a relucir a una orden suya, pero sólo porque tales conocimientos constituían una de las cualidades de refinamiento que distinguían a un hombre como perteneciente a la nobleza, y Gustav quería, desesperadamente, que sus hijos fueran los primeros Jaeger nobles. A pesar de lo avaro que era, el viejo había vertido oro, como si fuera agua, en los cofres de los aristócratas y poderosos de Altdorf para intentar comprar un título que pudiera dejarles en herencia a sus hijos…, aparentemente, sin conseguirlo.
Félix había odiado al padre por su tosquedad, por su pragmatismo de mente estrecha que no dejaba espacio para el arte, la belleza o el romance. Gustav Jaeger había sacrificado su infancia para salir a rastras de la cuneta, y se había convertido en uno de los hombres más ricos del Imperio. Y, tras haber alcanzado la eminencia, al parecer había decidido que sus hijos también sacrificaran la infancia. No había hecho concesión alguna a las locuras de juventud y sus indiscreciones. Tal vez ésa había sido una de las razones por las que Félix había convertido lo que debería haber sido una moda pasajera en un estilo de vida.
Sin alzar la mirada, Félix se apartó a un lado al aproximarse un carruaje que corría a toda velocidad, y pasó bajo el rastrillo de hierro de la Puerta Alta. ¿Debía ir a verlo? ¿Debía de intentar arreglar las cosas con el padre? ¿O debía escupirle a la cara? ¿Debía jactarse de los libros que se basaban en su vida? ¡Eso le enseñaría! ¿O no? El pensamiento de ver al viejo búho, aunque fuera enfermo y en su lecho de muerte, lo acobardaba. Nunca había sido capaz de mirarlo a los ojos. Incluso cuando estaba lleno de juvenil confianza tras haber publicado su primer libro de poesía, y haberse convertido en la celebridad de la Universidad de Altdorf, Gustav era capaz de hacerlo sentir como un niño de siete años que acababa de mojar la cama.
* * *
La grave detonación de un disparo de cañón arrancó a Félix de sus ensoñaciones. Alzó la mirada, precavido. ¿Había sucedido algo? ¿Nuln era atacada? Nadie más parecía haberse dado cuenta. Todos continuaban con sus recados como si no hubiera pasado nada. ¿No lo habían oído? ¿Se lo habría imaginado él?
Entonces, lo recordó. Se encontraba en Nuln, forja del Imperio. La Escuela Imperial de Artillería realizaba disparos de prueba con los cañones nuevos varias veces al día. Cuando había vivido allí, en otros tiempos, se había habituado tanto a ellos que no alzaba nunca la cabeza cuando sonaban durante la ronda diaria.
Miró a su alrededor y, por primera vez, vio las calles por las que deambulaba. Nuln, en el exterior de la muralla que separaba la ciudad vieja de la nueva, era una urbe ruidosa y activa. Quizá la guerra hubiera empobrecido a la mayor parte del resto del Imperio, pero Nuln fabricaba cañones, armas de fuego de mano y espadas. Medraba con la guerra. Por todas partes donde miraba había una industriosa actividad. Carros que transportaban cargamentos de carbón o salitre, o bien cañones acabados, por el laberinto de calles y altos edificios de ladrillo ennegrecidos por el hollín. Obreros mugrientos iban lentamente camino de su casa, tras acabar el turno de trabajo en los talleres de la plaza Industriel. Gordos comerciantes pasaban en palanquines, precedidos y seguidos por guardaespaldas que iban a paso ligero.
Vendedores de salchichas y empanadas anunciaban sus mercancías desde carros de mano provistos de crepitantes parrillas, y el aroma de la carne asada se mezclaba con el hedor de las cloacas y el acre olor del humo y la pólvora para originar lo que era, según Félix, el olor característico de Nuln.
Pero aunque los industriales de Nuln sacaban buenos beneficios, no podía decirse lo mismo de las clases inferiores.
Aquellas crepitantes salchichas y las empanadas se vendían por el triple del precio que deberían haber tenido, y parecían haber sido hechas con los restos del suelo del matadero. Los tenderetes de los pescaderos y vendedores de fruta que había en torno a las plazas de mercado estaban casi vacíos, y el precio de los magros productos que exponían era escandaloso. Las patrullas de reclutamiento de la milicia de la ciudad estaban por todas partes, y en las calles había pocos jóvenes físicamente capacitados.
Por otro lado, había más mendigos de los que Félix recordaba haber visto jamás en Nuln. Se apiñaban en las calles y alzaban la mano desde todos los portales. Vio a familias enteras acampadas en callejones y patios.
Entre la multitud de desdichados que arrastraban los pies, deambulaban patrullas de la guardia de la ciudad, uniformadas con los colores de Nuln, el negro carbón y el amarillo, cuyos ojos iban de un lado a otro mientras balanceaban las cachiporras. En las esquinas, juglares y cantantes se codeaban con vendedores de boletines, agoreros y demagogos. Las hermanas de Shallya pedían limosna para la manutención de sus hospitales y templos.
—¡El fin de los tiempos se avecina! —gritó un asceta sigmarita de ojos desorbitados que llevaba un martillo de guerra tallado en madera, del tamaño de un yunque—. ¡Los lobos de la destrucción bajan en manada de las alturas para devorarnos a todos! ¡Implorad el perdón del todopoderoso Sigmar antes de que sea demasiado tarde!
—Debemos enviar a los niños al norte —clamaba, con gimoteos, otro que iba vestido con nada más que un taparrabos—. ¡Su pureza e inocencia es el escudo que rechazará la espada del Caos! ¡Ellos son nuestra esperanza y salvación!
Un grupo llamado los Aradores pedía el cierre de las fundiciones.
—Debemos convertir nuestras espadas en rejas de arado. Debemos hacer la paz con nuestros vecinos del norte. —No lograban reunir a muchos oyentes.
Otro grupo, el Cáliz de Plata, llamaba al cierre de los Colegios de Magia y reclamaba la muerte de todos los magos del Imperio.
—¡La corrupción procede del interior!
Un joven que llevaba puesta una máscara hecha con un pañuelo amarillo brillante, a la que le habían abierto agujeros para los ojos, sujetaba en alto una antorcha mientras un compañero igualmente enmascarado repartía panfletos baratos. Sobre los jubones llevaban tabardos blasonados con el tosco símbolo de una antorcha encendida.