Monstruos y mareas (25 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Visto de cerca, aún resultaba más terrorífico de lo que yo habría podido creer. Cuando Solsticio me dijo que suponía que debía de tener más colmillos como el que habíamos encontrado, la verdad es que había dado en el clavo. La criatura de las cavernas contaba con tres hileras de dientes curvados dispuestas una detrás de otra, de tal manera que parecía que en aquella boca no hubiera sitio para nada más que dientes. Y sin embargo, pensé con melancolía, por allí era por donde habían desaparecido Isabel, Ana y Alicia: por aquel ávido gaznate que gorgoteaba de un modo asqueroso.
¡Ay!

Los ojos de la fiera estaban muy separados, uno a cada lado de su enorme y viscosa cabezota, y daba la impresión de que podía mirar en dos direcciones distintas a la vez, lo cual, me dije (con un poco de morbo, ya lo sé), debía de resultar muy práctico cuando andabas persiguiendo a alguien para devorarlo.

¡Ay, una vez más!

Y entonces… entonces me fijé en otra cosa, en algo que poco a poco fue entrando también en la mollera de aquella masa vociferante de gente. Aunque el monstruo había atravesado la madera con la cabeza, abriendo un buen agujero, no había logrado que la puerta cediera ni un centímetro más. Tampoco había entrado de un salto en el laboratorio como un cruce de bestia del infierno y de cachorrillo de labrador enloquecido, dispuesto a zamparse a todo bicho viviente. No: la verdad era que el monstruo se había quedado atascado.

Retorciéndose como un desesperado, pegando bocados terroríficos al aire, sí, pero atascado.

—¡Mirad! —dijo Solsticio, siempre la más avispada de los Otramano—. Está atascado.

—Tal vez sí, mi querida niña —dijo Pantalín—, pero date cuenta de que nosotros también estamos atascados. Y el agua sigue acosándonos.

Lo que decía su Señoría era cierto, porque el agua ya les llegaba a las rodillas, y yo, la verdad, sólo le veía a la situación un final desagradable.

Pero mientras contemplaba el aprieto en el que estaban metidos desde aquella posición estratégica, otro plan deslumbrante se deslizó por los pasadizos de mi cerebro.

Era un pensamiento sin palabras, al menos al principio; venía a ser más bien como una imagen cada vez más definida a medida que iba recordando algo que había visto hacía muy poco en aquella misma habitación. Me acordé, en efecto, de las torturas que Pantalín les había aplicado a los infortunados anfibios de Otramano, encerrados en la campana de cristal, y luego esa imagen se transformó y lo que vi fue aquel espantoso aparato colocado en la cabeza del inquietante bicharraco atascado en la puerta.

Debo decir que no me siento orgulloso de lo que vi en mi cabecita negra, pero no era momento para detenerse a analizar el lado oscuro de mi naturaleza. Lo único seguro era que tenía que poner mi plan en acción.

Pero ¿cómo? Creo haber mencionado ya que los cuervos no han sido dotados de manos. Así pues, tenía que conseguir que alguien viera lo que yo había visto en mi imaginación.

Salí disparado del alféizar de la ventana: a tal velocidad, de hecho, que juraría que Solsticio pensó que me había volatilizado. No: sólo salí volando. En dos aletazos, me colé en el laboratorio por el hueco de la chimenea, dando gracias al cielo por el hecho de que al constructor del torreón se le hubiera ocurrido poner una chimenea en un rincón tan reducido.

Entré como un torpedo y me lancé directamente al banco de trabajo, en uno de cuyos extremos se balanceaba al borde del desastre la campana de cristal más grande de Pantalín. Empecé a picotear su superficie con todas mis fuerzas, y para darme ánimos me imaginé que la campana era el cráneo de Colegui. El mono, por lo que vi de reojo, se aferraba al cuello de Silvestre muerto de miedo, así que me encontraba a salvo. Aunque, a decir verdad, no temía por mi propia seguridad en aquel momento: tenía cosas más importantes que hacer. Seguí picoteando el cristal, convencido de que acabarían captando mi plan y poniendo manos a la obra.

—Mirad —dijo Silvestre—. Edgar se ha vuelto majareta.


¡Juark!
—grité. Pero ¿tan estúpida era aquella gente?

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