Monstruos y mareas (10 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Nos quedamos así unos segundos, como paralizados. Yo miraba al mono y el mono me miraba a mí, y Silvestre pasaba del uno al otro, intuyendo con su pobre cerebro que se avecinaba un buen jaleo, aunque aún no supiera de qué proporciones.

Meneé la corteza de cerdo con el pico y entonces el lerdo primate, o sea, Colegui, comprendió de golpe. Yo tenía comida. Y se la estaba pasando por los morros. Si se abalanzaba con la suficiente rapidez, quizá pudiera arrebatármela.

Se lanzó de golpe, en efecto; yo me agaché y me aferré al borde de la mesa con las uñas.

Se armó en el comedor un estrépito de mil demonios. Colegui soltó un largo aullido y empezó a parlotear como una legión de cocineras. Silbaba y maldecía, hacía aspavientos y daba manotazos, y arremetió otra vez contra mí.

Yo me la estaba jugando al dejar que se acercara lo suficiente como para creer que podía quitarme la corteza, aunque sin permitir que lo hiciera, claro. Se echó de nuevo sobre mí y Silvestre no pudo reprimir un gritito de pánico cuando su mono derribó tres copas más de cristal, que se hicieron añicos en las losas de piedra. Si su madre, o peor todavía, doña Sartenes, o peor todavía, la niñera Cachivaches, se enteraban de lo que estaba pasando, se las iba a cargar con todo el equipo.

Yo no hice ni caso. Había cosas más importantes en juego, y lo único que me interesaba a mí era enfurecer y engatusar tanto al mono que perdiera completamente la razón.

No costó demasiado. Después de dejar que se abalanzara —y fallara— por tercera vez, consideré que ya estaba listo para mis propósitos. En cuanto salí aleteando poco a poco, a una altura moderada, justo al alcance de los saltos de un primate, Colegui corrió tras de mí farfullando como…

Bueno, como un mono.

¡Mi plan funcionaba!

La pieza más

fabulosa de todas

las Joyas Perdidas

es la
Suerte

de Otramano
,

un enorme diamante

solitario que pesa

tanto como

un cuervo adulto.

Y bien que lo sabe él.

P
or ahora todo iba sobre ruedas, pero esto sólo era el principio. Para lo que yo tenía pensado haría falta algo más que un babuino enano persiguiéndome. Al girar por el vano de la puerta, me arriesgué a echar una mirada atrás y vi con alegría malsana que Silvestre también correteaba detrás de mí. Pero Silvestre es un chico poco fiable. Necesitaba más seguidores.

Tratando de resolver el problema, mi pobre y vieja sesera de cuervo se agitaba como un pez en el fondo de la red. Pero enseguida di con la solución: ¡de vuelta a las cocinas! En ninguna parte del castillo encontraría a tanta gente ni podría armar un lío tan morrocotudo como allí. Incliné la punta de un ala, ejecuté un espléndido cuarto de círculo y, tomando rumbo sur, percibí el olorcillo de las cocinas una vez más.

Estaban a punto de servir el almuerzo y aquello era un caos completo, con doña Sartenes y sus innumerables criadas y sus diversos lacayos moviéndose de un lado para otro.

Soy como un fantasma, he de reconocerlo. No vale la pena que me haga el modesto en este punto: soy como un fantasma invisible cuando quiero. Y también puedo soltar chillidos como el que más, sólo que intentar pegar un chillido con el pico lleno de corteza de cerdo… Así fue como mi entrada en el reino prohibido pasó del todo inadvertida, aunque por suerte no hube de esperar mucho para que el chico y el mono irrumpieran también en la cocina. Debo decir que no soy el único que le tiene miedo a esa pequeña bestia peluda (hablo de Colegui, no de Silvestre). Y en efecto, en ese preciso instante, una doncella soltó un alarido y también la sopera humeante que llevaba en las manos. El alboroto y el estropicio fueron tremendos: más de lo que había esperado, la verdad. En un par de segundos, la cocina se llenó de improperios, berridos y batacazos.

—¡Sacad al condenado mono de aquí!

Era doña Sartenes, e incluso en medio de aquel guirigay su voz conseguía meterle el miedo en el cuerpo a todo el mundo. Una docena de pares de pies corrieron tras el mono, pero Colegui era demasiado rápido para ellos, y yo demasiado rápido para él. Crucé la puerta con las alas desplegadas y descubrí entusiasmado que Solsticio y su madre bajaban por las escaleras, preguntándose qué pasaba con el almuerzo. Solsticio me vio pasar por el vestíbulo como un rayo seguido de un mono saltarín, un niño sudoroso y una bandada de cocineras. Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada (su larga cabellera negra sacudió el polvo de los candelabros que tenía a su espalda).

Mentolina no lo encontró tan divertido, me temo, porque dio un alarido como yo nunca había oído en mi vida. Luego escupió unas palabras que parecían balas, cada una de ellas mortal de necesidad.

—¡Coged!
¡A ese! ¡Mono!

Eso todavía me gustó más, porque por una vez era Colegui el que estaba en apuros, y no yo. Habría sonreído y, de hecho, lo intenté, pero creo haber dicho ya que los cuervos no pueden sonreír, y lo único que pasó fue que se me cayó la corteza de cerdo —el cebo— de mi estúpido pico.

Descendí en picado para recuperarlo antes de que me atrapasen una docena de manos, pero no hacía falta preocuparse. El cerebro de Colegui, que debe de ser del tamaño de una nuez, estaba tan cegado por la rabia que ya se le había olvidado por qué me perseguía, y ahora lo único que deseaba era ponerme sus correosas manazas en mi lustroso cuello negro.

Describí un arco en el vestíbulo, porque se me habían pasado de largo las puertas de la bodega en la primera vuelta, y toda aquella larga y accidentada estela de gente se precipitó tras de mí. «Las personas no tienen tanta facilidad como los pájaros para hacer giros bruscos», pensé, porque cada vez que tomaba una curva se iba al garete otro jarrón de valor incalculable o se desmoronaba una valiosa armadura para hacerse pedazos con gran estruendo en el suelo de piedra.

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