Las botas no eran de Hortensio, de entrada, porque ya había visto que llevaba sus propias botas de goma llenas de barro. Además, las que él sostenía en sus manos eran muy pequeñas y estaban hechas de cuero; sin duda el tipo de botas que lleva una chica, aunque no una joven damisela rica y refinada. Éstas eran recias y negras, justo las que llevaría una criada para hacer sus tareas por el castillo. Me bastó otro vistazo para comprobar que Jenny aún tenía puestas las suyas mientras seguía desmayada en la alfombra de piel de oso (ya ves que estaba estrechando rápidamente el abanico de posibilidades sobre la propiedad de aquellas botas).
En este punto, sin embargo, reconozco que me quedé perplejo un momento. Hasta que me llegó flotando un nombre de la algarabía que se había armado en el salón.
—¡Isabel! ¡Pobre Isabel!
¡Ajá!
La doncella que había desaparecido el lunes: ahí estaban sus botas. Un terrible hormigueo empezó a recorrer todas mis plumas. Quizá fuese miedo, o quizá fueran piojos, pero no tenía tiempo para pensarlo porque era evidente que el mal nos acechaba de cerca.
Me vino instantáneamente la visión horrible de aquella cola negra y pegajosa deslizándose entre los arbustos. Y todos mis temores se vieron confirmados cuando pesqué una parte de la conversación que se desarrollaba ahí abajo.
—Sí, señora —musitó Hortensio—. En la plantación de ruibarbo. Sí, las dos. Debajo de una hoja muy grande.
—¿Estás seguro?
—Sí, señora.
—¿Y ni rastro de la chica?
—Ni el menor indicio, señora, excepto esas huellas grandiosas que había bajo las plantas.
—¿Huellas, has dicho, Hermenegildo?
Era Lord Otramano en persona el que hablaba. Los nombres de los criados no han sido nunca su fuerte.
—Huellas, señor. Horribles. Como de lobo, pero éstas con sólo tres dedos y un surco muy largo en el barro entre la pata izquierda y la derecha.
—Ya veo —dijo Pantalín—. ¿Y a dónde se dirigían esas huellas, Horacio?
—¿A dónde, señor?
—¡Sí! ¿A dónde iban, hombre?
—Eso no lo sé, señor. Yo he recogido las botas y he venido enseguida a buscar a Lady Otramano. He pensado que debería saber que una fiera se ha comido a la chica.
En ese momento, otra criada se desmayó y dos más empezaron a sollozar ruidosamente.
Yo me acomodé encima de Lord Defriquis y mi pobre corazoncito de cuervo se echó a temblar.
Isabel, esa doncella bastante mona y menos tonta que otras, había caído en las garras de un monstruo de las profundidades.
El barullo era espantoso, y sólo con un enorme bramido logró Pantalín imponer un poco de silencio.
—¡Chitón!
¡Silencio!
¡Es una orden de vuestro amo y señor!
Al fin resonó únicamente en el salón la voz de Lord Otramano, que habló con calma y gran autoridad.
—No sabemos —dijo, captando todas las miradas— si la chica ha sido devorada. ¡Silencio! ¡Quietos ahí! No lo sabemos, repito. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que ha desaparecido desde hace unos dos días, y que se han rescatado sus botas de las garras de esa fruta repulsiva, el ruibarbo…
—Verdura, señor.
—
¿Cómo?
—rugió Pantalín, volviéndose hacia Hortensio.
—Verdura, señor. El ruibarbo es una verdura.
Lord Otramano pareció desconcertado un instante.
—Tonterías —dijo Mentolina.
Pantalín, al ver que estaba perdiendo a su audiencia, reanudó a toda prisa su discurso.
—… esa verdura asquerosa, el ruibarbo, y sabemos también que se han visto en los alrededores huellas de una criatura desconocida. Pero eso no significa —tronó de nuevo— que la chica haya sido devorada. Sería una deducción demasiado fácil. ¡Y yo no voy a entregarme a deducciones fáciles mientras me quede aliento!
Hizo una pausa, esperando una ovación por aquella declaración tan apasionada, pero nadie aplaudió.
—Sí, querido —comentó Mentolina—.
Pero ¿qué vamos a hacer?
—¡Buscarla!
Ésa era Solsticio, y mi corazón dio un brinco. Por fin una posibilidad de que se impusiera el sentido común.
—¡Hemos de buscarla! —gritó de nuevo, y yo solté un graznido desde las alturas para mostrar mi aprobación—. ¿Lo veis? ¡Hasta Edgar está de acuerdo! Hemos de organizar equipos de búsqueda y registrar el castillo de arriba abajo.
Ahora sí se elevaron vítores y un murmullo general de asentimiento. Entonces resonó una vocecita aflautada.
—Bueno —dijo Silvestre, y me fijé entonces en que tenía los zapatos mojados. Colegui se abrazaba de su cuello, temblando, con la cola chorreante—. En la bodega no vale la pena mirar.
—¿Y por qué no, muchacho? —inquirió Pantalín.
—Porque la bodega está llena de agua.
—Tonterías —comentó Mentolina, y justo entonces se volvieron todos al oír el rumor del agua, que salía ya de la entrada de la bodega y corría por todo el vestíbulo.
La pasión culinaria
de Mentolina es bastante
reciente. En sus tiempos
era una bruja de tomo
y lomo, bien conocida por
algunas maldiciones
especialmente crueles como,
por ejemplo, la enfermedad
de las verrugas moradas.
A nadie le apetece demasiado
probar sus platos.
P
ánico es una palabra de la que se suele abusar, pero sería bastante apropiada para describir lo que pasó acto seguido. Ante la visión de aquella marea se desató una conmoción general, un pandemónium escandaloso, una algarabía de mil pares de narices. Todo a la vez.
Yo los observé a todos, preguntándome si se les habría pasado por la cabeza que habían sido mis esfuerzos los que habían llevado al descubrimiento de la inundación. Y entonces comprendí con gran decepción que no había sido yo quien les había enseñado el agua, después de todo, sino el agua misma, que había acudido a mostrarse por su cuenta, gorgoteando escaleras arriba desde la bodega.
Era extraordinaria la velocidad con la que avanzaba, inundando el suelo del salón, empapando la alfombra de oso polar en cuestión de segundos. Mientras se desparramaba por aquel espacio inmenso, pareció que disminuía un poco su fuerza, pero aun así la gente corría en todas direcciones, vociferando las órdenes más disparatadas.
—¡Edgar! ¡Edgar!
Oí entre el barullo que alguien pronunciaba con dulzura mi nombre y vi a Solsticio haciéndome señas.
—¡Baja aquí, Edgar!
Decidí no hacerlo. Yo seguía enfurruñado, al fin y al cabo. Ésa era mi posición en aquel momento, qué caramba. Continué mirándolo todo desolado, mientras el chapoteo y los gritos iban en aumento.
—¡Abrid la puerta! —chillaba Mentolina.