Monstruos y mareas (9 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Después de recorrer el castillo de arriba abajo, volví a lo alto de nuevo y me posé en la aguja de la Rotonda un momento mientras pensaba dónde buscar. Luego volé de este a oeste y tracé un arco por el sur. Pero nada.

Divisé a otros muchos habitantes de Otramano durante el recorrido, pero que me aspen si había el menor rastro del dichoso mono. Vi a Hortensio trajinando por los jardines, como de costumbre. Cuando revoloteé por encima estaba hurgando entre las gigantescas hojas de las plantas de ruibarbo. Parecía muy concentrado en extraer algo que había debajo, pero Colegui no andaba por allí y yo no podía perder tiempo observando los manejos de Hortensio.

Me deslicé por el cielo y vi a Solsticio sentada en la Terraza Superior, garabateando con pluma y tinta en su cuaderno. Más poesías lúgubres, ya me lo imaginaba. Habría preferido que tuviera una sonrisa en los labios y una melodía en el corazón, pero no podía detenerme y posarme en su hombro, como yo sé que le gusta, porque primero debía encontrar a Colegui.

Ella levantó la vista y comprobó que me había escapado, pero cuando ya iba a darme un grito cambió de opinión, sonrió y me dijo adiós con la mano.

Con la bendición de Solsticio, sentí una oleada de energía y me impulsé por los aires con un vigor sorprendente para un pájaro de mi avanzada edad. De todos modos, aún tenía que encontrar a ese mono.

En mi desesperación, busqué incluso en el Torreón Este. Me posé en el alféizar y me asomé con cautela. Primero dejé a un lado la corteza de cerdo, porque se me había entumecido el pico de tanto rato agarrándolo. Si he de ser sincero, me entraban ganas de zampármelo allí mismo y de salir volando en busca de otro castillo más simpático, abandonando a los Otramano a su triste destino.

Supongo que ya empezaba a estar un poco harto a aquellas alturas y, cuando yo me harto, reconozco que puedo ponerme algo gruñón, por no decir cascarrabias. Miré desanimado por la ventana para ver cómo iban los disparatados experimentos de Pantalín y Fermín. Ya habían vuelto de los terrenos pantanosos y, por lo visto, habían logrado encontrar algunas más grandes. Ranas toro, quiero decir.

Había una de aire imperturbable muy cerca de la ventana, metida en una campana de cristal. Parecía indiferente a las idas y venidas de los dos inventores. Pantalín no paraba quieto ni un segundo y Fermín estaba muy ocupado dándole vueltas al mango de madera de un enorme artilugio que había en el suelo. Los fuelles subían y bajaban, y las dos gruesas mangueras que salían del armatoste se deslizaban sinuosamente hasta otro aparato: una caja de madera que reposaba en la mesa junto a la rana. Pantalín había colocado dos tubos más pequeños que iban desde la caja a la campana de cristal, además de unos cuantos cables de cobre que se unían a los electrodos que ya había visto antes.

—¡Bombea, hombre, bombea! —le decía Pantalín al mayordomo—. ¡Quiero que empujes como nunca!

En mi vida había visto a Fermín moverse tan rápido. Los fuelles subían y bajaban a toda pastilla y los tubos se retorcían, listos para el experimento.

Estaba mirando otra vez de reojo mi corteza de cerdo y preguntándome si sería una decisión sensata abandonar el hogar de mis antepasados durante cientos de años, cuando Pantalín pulsó un interruptor de la caja de madera.

Sonó un tremendo estampido en el laboratorio, algo así como el taponazo de una botella de champán, y fue tan repentino que estuve a punto de caerme de la repisa por segunda vez. Giré en redondo para ver qué había pasado.

Pobre rana. Parecía haberse esfumado. Lo único que se veía en su lugar era un charco pringoso de color rojo, en gran parte pegado a la pared de vidrio. Pantalín contemplaba fijamente el desaguisado. Después se volvió hacia Fermín con un suspiro.

—¿Qué más podemos hacer? La presión ha aumentado hasta niveles incalculables y, aun así, ni siquiera se ha producido un trueno minúsculo, no digamos ya un relámpago. ¿Qué otra cosa podemos hacer, Fermín?

El mayordomo, en vez de responder, empezó a limpiar. Pantalín miró la caja llena de ranas que había en el suelo.

—¿Cuál es la siguiente? —dijo, animoso.

Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que un gorrión diminuto tiene más seso que el clan entero de los Otramano. Y seguramente más posibilidades de salvarlos de la perdición de las que ellos tendrían actuando por su cuenta.

Yo mismo me reblandecí un poco (como la rana) pensando en lo mucho que me necesitaban, aunque no lo supieran.

Con una férrea determinación en mi ánimo y la corteza de cerdo en el pico, me dejé caer a plomo desde lo alto del torreón, tomando una velocidad de miedo y transformándola a continuación en un impulso horizontal impresionante. Unos segundos más tarde, encontré a mi presa.

Faltaba todavía una hora para el almuerzo, pero recordé que Silvestre tenía la costumbre de llegar al comedor con tiempo de sobras para no perderse nada. Nada comestible, quiero decir. Y en efecto, me encontré al chico y al maldito mono jugueteando con los cubiertos. Había llegado el momento.

Aterricé directamente en la larga mesa del comedor, derribando por el camino un par de copas que se estrellaron en el suelo. Volar, y sobre todo aterrizar, no es siempre tan fácil como podría parecer mirándome.

Allí, a unos pasos, demasiado cerca para no intranquilizarse, estaba Colegui con su irritante chalequito rojo, dando manotazos al aire, igualito que un loco matando moscas que sólo existen en su imaginación. Se detuvo en seco al verme aparecer y abrió sus ojos amarillentos de par en par.

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