Una cosa espantosa, horrible, odiosa.
Una cola. Una cola absolutamente descomunal, de color negro, toda
reluciente
y
viscosa
.
Enseguida se deslizó entre la maleza que había junto al muro del castillo, siguiendo al cuerpo al que perteneciera, y desapareció.
No me preguntes por qué, pero aquello me olió a problemas.
Descendí hacia los arbustos por donde se había esfumado y me posé en una rama. Una alta, eso sí.
No se oía nada, pero cuando salté al suelo con osadía me quedé horrorizado al ver un túnel oscuro que se internaba bajo los muros de castillo. Nunca lo había visto antes.
Me acerqué de un salto a la boca del túnel y entonces ocurrieron tres cosas en rapidísima sucesión.
Primero: noté un espantoso olor, una peste inmunda a carne descompuesta y putrefacta, y teniendo en cuenta que mi dieta se compone básicamente de carne podrida, permíteme que te diga que aquél era el olor más fétido que se ha colado jamás en las narices de un ser vivo (ave, mamífero o humano, no importa). Me llegó acompañado de otro aroma, éste perfectamente normal, tan corriente que los humanos ni siquiera parecen percibirlo: el olor del agua. Aunque en aquel túnel tan negro también resultaba inquietante y amenazador.
Segundo: sonó un ruido sordo de gas bruscamente liberado, como si un cerdo que llevase muerto cuatro semanas se hubiera tirado un pedo.
Y tercero, me asusté de lo lindo. Tanto, que me aparté aleteando del agujero lo más aprisa posible y empecé a dar vueltas a lo loco por el castillo en busca de ayuda.
Como luego se demostró, tenía motivos para hacerlo. Vaya si los tenía.
Lord Pantalín
es un inventor
sin igual.
Ha creado
el aceite que hierve
solo, la rueda cuadrada
y la flecha invisible.
Según él, también
ha inventado
el estornudo.
Y
a he explicado lo que vi entre los arbustos de la muralla, y cómo revoloteé despavorido por el castillo para llamar la atención, y cómo volví a liberar a mi cuerpo emplumado de esa jaula demasiado canija de la Habitación Roja.
Pero no he explicado aún lo que ocurrió después aquel mismo miércoles, algo que me dejó todavía más alarmado.
En cuanto salí de mi pequeña prisión vi que las puertas cristaleras de la Terraza Superior estaban firmemente cerradas. Por suerte, Solsticio se había dejado entornada la puerta de la Habitación Roja que da al pasillo. Me acerqué de un salto a la rendija y escuché el sonido de sus pasos, alejándose. Satisfecho, asomé el pico fuera, luego el resto de la cabeza, y salí por fin andando con sigilo.
A ver, no me entiendas mal: los cuervos sabemos andar, claro que sí. Andamos perfectamente. Sólo que de un modo que puede parecer un poquito ridículo, motivo por el cual solemos hacerlo cuando no hay nadie mirando. Yo tuve suerte. El castillo parecía más silencioso que nunca. Di unos cuantos pasos por la alfombra descolorida del pasillo y ladeé un poco el cuello. Es un gesto que a veces hacemos los cuervos y que puede significar una serie de cosas. Por ejemplo: «Estoy oyendo algo»; o bien: «Lo que acabas de decir es absurdo»; o bien: «Tengo tortícolis». Pero en ese caso significaba: «He encontrado un rastro y estoy intentando averiguar de quién es».
Era aquel olor que había detectado antes. Agua. Me dije que estaba comportándome como un bobo. El agua no tiene un olor inquietante y, de hecho, yo diría que sólo los perros y los pájaros pueden olerlo. Los monos, por su parte, tienen el cerebro justo para olerse el trasero unos a otros.
Perdón, pero es la verdad.
Me repetí que me estaba portando como un cuervo estúpido. Al fin y al cabo, los castillos son muy húmedos incluso cuando hace buen tiempo. Pero aun así no conseguía borrar la inquietud que me producía ese olor acuoso tras haber visto aquella cola espantosa entre los matorrales.
El truco de ladear la cabeza funcionó a las mil maravillas, porque capté una intensa oleada de aquel olorcillo, lo cual me produjo un cosquilleo en el pico y me impulsó a seguir el rastro. Llegué caminando a la galería que se asoma al Salón Pequeño y comprobé otra vez que no había fisgones a la vista. Como no veía a nadie, descendí con elegancia, cruzando el salón en diagonal. Lamenté que no hubiera testigos para apreciar mi estilo. Aunque en ese caso, me habrían vuelto a encarcelar de inmediato en mi jaula, así que era mejor no quejarse. Llegué a la planta baja, junto al pasillo que va a las cocinas, y me posé en el respaldo de un mohoso sillón acolchado (sólo al segundo intento, tampoco está tan mal).