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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Monstruos y mareas (2 page)

Tampoco le pondrías Colegui, claro, pero Silvestre calculó con buena puntería que nada irritaría tanto a su padre como un nombre inspirado en la jerga callejera. Y acertó de lleno. La lengua vulgar tiene el poder de sacar a Lord Pantalín de sus casillas, lo mismo que la manía de comerse las terminaciones en «ado», del tipo
bocao
o
exagerao
, así como otros «vicios fonéticos y fonológicos», como dice él, que no sé muy bien lo que son, pero que suenan como una enfermedad gravísima.

El mono fue el regalo de Silvestre en su décimo cumpleaños, así que nadie pudo oponerse a sus deseos de tener una mascota semejante. Pero la idea de llamarlo Colegui le costó una semana de castigo sin salir de su habitación. Pantalín, por su parte, se pasó no una, sino dos semanas enteras encerrado en su laboratorio del Torreón Este, hasta que se le pasó el berrinche.

Silvestre tiene la impresión de que no me cae bien su mono, pero está equivocado…

¡odio a ese mono!

Odio su continuo parloteo, odio sus ojillos impertinentes, odio su absurdo chalequito rojo; eso es lo que más odio de todo. Aunque Solsticio me reñiría si me oyera.

Me diría que «odiar» es una palabra muy fuerte. Bueno. Vamos a expresarlo de esta manera: si pudiera, mataría a ese mono a la menor ocasión.

El miércoles pasado, pues, cuando el gafitas de Silvestre me divisó aleteando en el comedor, no tardó ni medio segundo en gritar con todas sus fuerzas:

—¡Se ha escapado otra vez! ¡Madre!

¡Edgar se ha escapado otra vez!

Silvestre no es mal chico, en realidad. Tiene el pelo corto y pegajoso y lleva unas gruesas gafas que hacen que sus ojos parezcan diminutos. En conjunto, se ha zampado demasiados pasteles de doña Sartenes y, aunque no puede decirse que esté gordo, haría sin duda las delicias de una tribu de caníbales. Pero más que nada, ese pobre chico está asustado. Siempre. Todo el tiempo parece increíble, fantástica, asombrosamente muerto de miedo. Es algo casi digno de un premio. Circula por el mundo temblando de pavor y, ahora mismo, su mayor temor es que yo le haga algo al mono. Y lo haría con gusto, no lo niego, si no fuera porque Colegui me retorcería el pescuezo si le dejase acercarse demasiado.

Bueno, en cuanto Silvestre dio la voz de alarma, Colegui se sumó a sus gritos y, en un abrir y cerrar de ojos, la casa entera se vio sacudida por un redoble de pasos y berridos:

—¡Ahí está!

—¡Cierra la ventana!

—¿Dónde está la red?

Entonces tuvo que meterse en el asunto el maldito castillo y, de repente, me encontré con todas las salidas cerradas: ni una ventana ni una puerta quería abrirme paso. Estaba atrapado en la antecocina. Te aseguro que el castillo se empeña a veces en meterse con la gente, ya lo creo. Pero por qué se ponía esa mañana del lado de los Otramano, y no del mío, no lo sé. Yo llevo aquí mucho más tiempo que ellos, para empezar.

Tenía a toda la familia y a la mitad del personal de cocina mirando hacía arriba mientras yo permanecía encaramado en una viga.

Vociferaban y me señalaban, y no me importa reconocer que me enfadé bastante y les di a todos la espalda. No es que me escapara porque sí, nada de eso. Pero hay gente que no quiere dejarse ayudar. A veces no parecen darse cuenta de que yo soy su ángel de la guarda.

Escondí el pico bajo mi ala izquierda, me dispuse a enfurruñarme a base de bien y hurgué entre las plumas. Entonces se fue haciendo el silencio allá abajo y oí a Solsticio llamándome:

—¿Edgar? —decía—. Edgar, ¿no quieres bajar?

Que me lleve el diablo. No sé qué pasa con esa chica, pero de repente dejé de estar enfurruñado, me di la vuelta sobre la viga y miré hacia abajo.

Quizá sea su pelo, largo, negro y reluciente. Tanto como las plumas de la vieja señora Edgar, que eran negras y relucientes como el carbón… hasta el día en que se cayó de un árbol y se la comieron los perros. Qué tiempos aquéllos.

Solsticio ha salido a su madre o, por mejor decir, a su madre cuando era joven e interesante. Ellas vienen a ser el lado raro de la familia, y también la madre de Mentolina, la abuela Slivinkov, que vive en un desván del castillo.

Apenas se deja ver, cosa que me parece muy bien, porque decir que es una vieja un poco extraña, es poco.

—¡Baja, Edgar! —dijo Solsticio, con esa voz melosa y encantadora, y extendió un brazo hacia mí. Yo cedí y bajé volando de la viga para posarme en su muñeca con un pequeño traspiés.

Torcí el pico con aire bromista, como si lo hubiera hecho adrede, y dejé que Solsticio me llevara otra vez a la jaula de la Habitación Roja, detrás de la Terraza Superior.

—Bueno, bueno, bueno, Edgar —canturreaba ella. Y escuchando su dulce voz (y siendo como soy un viejo cuervo), se me fue la cabeza y olvidé completamente el motivo por el que me había puesto a dar vueltas por la planta baja, y lo que había visto en los jardines, y lo que había olido en la bodega.

Solsticio me depositó suavemente en mi percha, cerró la portezuela, asegurándola con el candado en miniatura, y se alejó mientras se preguntaba intrigada:

—¿Cómo te las arreglas para salir, Edgar? Parece cosa de magia.

Es cierto, se empeñan en encerrarme, «para que no vaya a hacerse daño», y ni siquiera Solsticio, la más lista de todos, se explica mis excursiones fuera de la jaula.

Apenas había cerrado la portezuela cuando percibí repentinamente aquel olorcillo otra vez, y todos los recuerdos fluyeron de nuevo a mi diminuto cerebro de pájaro.

—¡Juark! —grazné, cosa que en la lengua de los cuervos es bastante grosera.

Habría de ocuparme yo del problema.

Ladeé la cabeza hacia el techo de la jaula y, asegurándome de que no hubiera nadie a la vista, presioné con el pico la rendija secreta que se abre entre los barrotes cuando empujas un poco y volé de un salto a la alfombra.

Eso por comprarle una jaula de segunda mano a un mago jubilado; que aprendan. Por no hablar de mis propios trucos.

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