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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Monstruos y mareas (4 page)

El segundo problema era que yo no estaba seguro de lo que había visto. Había estado revoloteando un rato, disfrutando del sol otoñal, pensando en el viento frío que se me metía entre las plumas, y me había detenido junto a la ventana del Torreón Este, desde donde oí hablar a Pantalín de su última teoría.

Como de costumbre, había engatusado a Fermín, el mayordomo, que incluso sostenía en ese momento una campana de cristal con dos grandes electrodos adosados. Fermín parecía nervioso, a pesar de que llevaba puestos unos gruesos guantes de cuero. Dentro de la campana de cristal había una rana, que, a diferencia de él, parecía más bien indiferente.

—Bueno, Fermín —dijo Pantalín, tomando posiciones junto a mi ventana. Podría haberme visto con el rabillo del ojo, o sea que tuve que permanecer completamente inmóvil y callado. Aunque, la verdad, tampoco hacía falta que me preocupase. Pantalín estaba a punto de iniciar su exposición y, cuando suelta esos rollazos, se queda absorto en un mundo de su propia fantasía—. ¿Cómo se entiende, Fermín, cómo se entiende que existan tormentas con truenos y relámpagos?

Fermín no respondió, aunque tampoco se esperaba que lo hiciera. Eso forma parte de la comedia.

—¿Por qué existen los truenos? La lluvia, sí, eso lo entiendo. La lluvia es fácil de explicar. La lluvia, la lluvia. Eso es fácil.

Llegado a este punto, Pantalín abrió tan de golpe la ventana que no me dio tiempo a salir volando y me encontré de pronto pegado al muro del Torreón como un espécimen disecado bajo un cristal. Por suerte había girado un poco el pico, porque, de no ser así, se me habría podido espachurrar contra el cristal, y eso sí que no me habría gustado. Mi pico, para decirlo con una sola palabra, es irreemplazable. Estaba considerando la posibilidad de deslizarme por el alféizar para escabullirme de aquella prisión transparente cuando la cabeza y los hombros de Pantalín se asomaron por la ventana. Me quedé petrificado.

Su anguloso perfil se destacó en las alturas sobre el ancho valle. Los mechones de pelo gris se aferraban a su cuero cabelludo como las malas hierbas a los bloques de piedra de la Terraza Superior. Con el viento, se le había alzado el cuello de la chaqueta y casi le rozaba las orejas.

—La lluvia —dijo—. Hay agua en el lago, el sol luce y la evapora y entonces, cuando se acumula demasiada en el cielo, vuelve a caer de nuevo. Es fácil de entender, pero ¿los truenos? Los truenos no son tan obvios, mi querido Fermín, no son tan obvios. En absoluto. Y sin embargo, me pregunto si no habrás advertido una peculiaridad de la naturaleza que tiene que ver con las tormentas de truenos y relámpagos. Piénsalo.

Atrapado tras el cristal de la ventana y, consciente de que no tenía nada mejor que hacer por el momento, también yo me puse a pensarlo.

—El día oscurece —prosiguió Pantalín—. El aire se vuelve más denso, ¿no es así? Casi puedes palparlo. Cuelga pesadamente como un sudario en un viejo ataúd, y el valle parece quedarse de repente inmóvil. Llegan sonidos desde muy lejos: el mugido de la vaca, el grito del zarapito en el lago, el ladrido de la rana toro.

—El croar, señor.

Poco me faltó para caerme de la cornisa, con cristal o sin él, cuando oí la voz de Fermín. Era raro escucharla.

—¿Qué? —Pantalín le dio la espalda a la ventana, lo cual me permitió estirar un poco un ala, que se me había empezado a dormir—. ¿Cómo has dicho?

—El croar de la rana, ¿no, señor?

Pantalín soltó un bufido desdeñoso.

—Ah, ya. Pero no suena tan contundente, ¿no crees? —Dejó escapar una risita triunfal y adoptó un tono místico y distante—. El ladrido de la rana toro, Fermín. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que antes de cada tormenta llega hasta las murallas del castillo el majestuoso ladrido de la rana toro? ¡Ja! Pues así es. La rana ladra; sus ladridos rebotan por los riscos y los precipicios y son amplificados como en una trompetilla, y ese sonido regresa a nosotros convertido en un trueno.

Hizo una pausa, aguardando una ovación que no se produjo. Yo me imaginaba a Fermín sujetando la campana con sus electrodos y su rana.

—¿Y el relámpago, señor? —se atrevió a murmurar Fermín.

Pantalín soltó otro bufido.

—Sí, sí, sí. Está bien claro que si el sonido del trueno proviene de la rana toro, también el relámpago debe de ser producido por ese anfibio admirable. Pero ¡atención! (y aquí me anticipo a tus posibles objeciones, Fermín): ¿por qué la rana no emite destellos de luz a todas horas, día y noche? Bueno, amigo mío, precisamente para descubrirlo estamos aquí. En mi opinión… —su voz descendió hasta convertirse en un susurro efectista—… la rana sólo emite relámpagos cuando la presión del aire ha subido y bajado rápidamente, como durante una tormenta.

Con estas palabras, Pantalín desapareció de la ventana y yo me atreví por fin a deslizarme desde detrás del cristal.

Decidí dejarlos con sus asuntos y de pronto me encontré cayendo en picado por el aire. Me hicieron falta un par de segundos para comprender que se me habían dormido del todo las alas y que había emprendido el vuelo sin activar antes la circulación de la sangre. Mientras barajaba la posibilidad de un rápido final espachurrado contra las banderas del Patio Menor, casi cien metros más abajo, me pregunté si habría sido eso lo que le había pasado a la vieja señora Edgar aquel funesto día de viento, cuando se cayó del árbol y se la comieron los perros. En el último momento, por suerte, cuando las plumas de mi cola ya rozaban las losas del patio, mis fieles alas empezaron a moverse de nuevo y volví a elevarme majestuosamente en el aire. Mientras aleteaba con fuerza para ascender hacia el cielo vi a Solsticio, que me estaba mirando por la ventana de su habitación, y torcí el pico con fanfarronería, para que ella comprendiera que lo había hecho todo expresamente. Con ese gesto venía a decirle: sí, los cuervos viejos nos jugamos el tipo a menudo, desafiando a la muerte, porque nos importan un bledo el miedo y el qué dirán. Estoy seguro de que lo comprendió.

Agitó una mano para saludarme y el sol destelló en la pulsera que lucía en su delgadísima muñeca: una de sus joyas favoritas, que lleva grabadas unas calaveras de plata con cristales centelleantes en los ojos. Sobrevolé a poca altura el castillo y decidí darme una vuelta por los jardines.

Espié allá abajo a Hortensio, el jardinero, que se afanaba en sus tareas habituales, apilando leña en una fogata. Y entonces, con el rabillo del ojo,
lo Vi
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