Miré alrededor. Seguía sin ver nada.
Ya estaba a punto de dirigirme a las cocinas cuando detecté la fuente de aquel olor justo debajo de mí. Salté a la alfombra, husmeando, y giré en redondo hasta encontrarme frente a la chimenea: una chimenea de unas dimensiones descomunales donde podría asarse muy bien una vaca entera; y las asaban en tiempos, ya lo creo, aunque de eso hace mucho, como puedes imaginarte. Doña Sartenes tiende a hacer las cosas más modestamente hoy en día. El caso es que se trataba de una chimenea de primera división, aunque en ese momento no estaba encendida.
Era de allí de donde salía el olor.
Me acerqué sigilosamente, sin dejar de mirar de reojo por si había moros en la costa, y me metí dentro.
«Bueno, Edgar —me dije—. Aquí estás, revisando el interior de una chimenea… A lo mejor sí tienen motivos para mantenerte encerrado, ¿no crees?»
Pero mientras me increpaba a mí mismo por actuar como un zopenco, mis ojos identificaron algo en la oscuridad: un agujero bastante grande, como el doble de alto que yo, abierto entre los ladrillos chamuscados de la izquierda. Me acerqué, creyendo que subiría hacia arriba, como una chimenea, y me llevé una sorpresa al ver que descendía hacia las profundidades.
Desde donde yo estaba el olor ya resultaba abrumador y supongo que hizo que mis sesos de pájaro navegaran un poco, porque de repente noté que perdía pie y que me hundía en una oscuridad más negra que el betún.
—¡Juark! —grazné por segunda vez aquel día, mientras intentaba salvar mi trasero agitando las alas. No sé si habrás tratado de volar alguna vez en la oscuridad, pero la verdad es que resulta bastante difícil. Cuando vuelas es importante saber si vas hacia arriba o hacia abajo; si no, mover las alas no te sirve de nada, como comprenderás. Tal vez creas que el aire que se desliza entre tus plumas a toda velocidad puede darte una pista, pero el hecho es que mientras caía en picado hacia el abismo me encontraba demasiado aturdido para pensar.
Agité las alas como un loco, pero inútilmente. Unos segundos más tarde aterricé por fin: no en el duro suelo, sino en algo mucho peor desde mi punto de vista.
El agua.
Los cuervos pueden volar; los cuervos pueden andar (cuando nadie mira), pero lo que no pueden hacer es nadar. Más de una vez, en los días de verano, he mirado con envidia cómo se zambullen y juegan en el río mis primos los martines pescador, pero ese don maravilloso le ha sido negado al cuervo.
Durante unos momentos el terror se apoderó de mí. Me debatí furiosamente para salir a la superficie, luchando como un náufrago en la oscuridad, hasta que de pronto noté algo duro bajo el ala y me aferré jadeando a un pedazo de madera que flotaba a la deriva.
Allí me quedé, estremecido de frío, sacudiendo las alas y lamentándome de mi mala suerte. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Entonces hice un espantoso descubrimiento.
Estaba rodeado por todas partes de agua (de allí provenía el olor que había detectado), y entonces comprendí también dónde me encontraba: en la bodega inferior. No es que yo suela frecuentar las bodegas del castillo de Otramano, pero sí sé que no tienen por qué estar inundadas. Y descubrí otra cosa: el trozo de madera en el que me apoyaba a duras penas era una puerta, o mejor dicho, la parte superior de una puerta, de la que apenas sobresalían del agua unos centímetros.
Tenía las patas mojadas.
Creo que fue en ese momento cuando dije:
¡Cróak!
, que no resulta tan grosero como ¡Juark!, pero sí un poco. El motivo era el siguiente: en los breves momentos que llevaba allí apoyado, los ocho centímetros de puerta se habían reducido a cero. Mi cerebro hizo un esfuerzo febril para captar el significado de la humedad que sentía en las garras…
¡Sí! ¡Ya lo tenía!
El agua estaba subiendo.
¡No veía ninguna salida! Mi trozo de puerta se había sumergido del todo y el techo de la bodega se acercaba más y más mientras yo revoloteaba frenéticamente por aquella mazmorra acuática.
Busqué el agujero por donde había caído a plomo, pero el pánico me acogotaba y no conseguía encontrarlo.
Entonces, con un chillido de alegría, atisbé al fondo de la bodega una grieta de luz que parecía el hueco de una entrada y me lancé hacia ella a toda velocidad.
Entre el agua y el arco de la entrada sólo quedaba una ranura, pero me deslicé majestuosamente, rozando la superficie líquida con la punta de las alas (igual que un martín pescador, pensé), y me encontré en la bodega superior sano y salvo.
A salvo, sí, pero alarmado.
El castillo estaba en peligro. Y yo soy su Guardián.
Mientras jadeaba aún en los peldaños de la escalera, comprobé que la rendija por la que me había colado soltaba un burbujeo y se cerraba del todo. Entonces comprendí muerto de miedo que yo era la única esperanza del castillo de Otramano.