—¡Solsticio! —gritaba Mentolina—.
¡Haz algo!
Así que también Solsticio se puso a perseguirme. Ella, un par de lacayos y el propio Fermín en persona; todos pisándome los talones. Lord Pantalín apareció en lo alto de la escalera para ver a qué venía todo aquel alboroto. Vi con aprensión que todavía llevaba puestos unos grandes guantes blancos de protección y me pregunté cuántas pobres ranas se habrían evaporado ya aquella mañana en su máquina infernal.
Hice un último giro y bajé en picado por la escalera de la bodega. Mientras surcaba la oscuridad cada vez más acelerado, resonaron a mi espalda los ecos de un grito espeluznante.
«¡No te apures! —pensé—. ¡No hagas ni caso! Ya casi lo has conseguido». Y entonces llegué al borde de las aguas temibles, que estaban más altas que la última vez. Ahora aquellos humanos tan cortos de luces contemplarían por fin su destino con sus propios ojos y reconocerían admirados los nobles esfuerzos de un pobre y heroico cuervo. Ascendí hasta ponerme a salvo en una viga y me di la vuelta.
Casi se me cae el pico del soponcio.
Sólo el chico y el mono me habían seguido escaleras abajo y, de hecho, si Silvestre había logrado vencer sus temores había sido sólo por el absurdo cariño que le tiene a su mascota.
Todos los demás sin excepción se habían quedado en el vestíbulo.
Era para echarse a llorar. Me dolían tanto las alas que parecía que se me fuesen a caer y, abajo, el mono parloteaba y me señalaba mientras intentaba en vano trepar a mi viga. Consiguió encontrar un par de puntos de apoyo en las paredes de la bodega, pero enseguida resbaló y volvió al suelo y ya estaba demasiado desquiciado para hacer nada sensato. Silvestre daba saltitos alrededor, tratando de atraparlo. Seguramente no había hecho tanto ejercicio en todo el año, pero no daba la impresión de que fuese a echarle mano.
Ninguno de los dos se había fijado en el agua que chapoteaba ahí mismo, donde tendría que haber estado la bodega, y no parecía probable que fueran a darse cuenta.
«¡Muy bien! —pensé—. ¡Esta vez me he hartado! ¡Que se ahoguen todos!»
Y con esto, le di la espalda al mono y al chico, metí el pico bajo el ala y me pregunté cuánto rato pasaría allí enfurruñado.
Dicen que hay 52 escaleras
distintas en el castillo
de Otramano,
una para cada
semana del año;
y 366 habitaciones,
una por día
incluso en año bisiesto.
Aunque nadie
ha llegado a contarlas
todas bien contadas.
P
iensa en los peces.
Los peces del río. Ahí están, ocupados en sus cosas, dedicados a sus asuntos piscícolas, nadando… y bueno, qué sé yo, comiéndose a los peces más pequeños, me imagino, guiñándoles el ojo a las pececitas sexy y, en fin, manteniéndose mojados. Todo el tiempo sin saber nada del mundo que hay por encima del agua. Hasta que un día, un martín pescador entra como un torpedo en su reino y se los lleva por los aires. Y justo cuando descubren que existe todo un mundo distinto del suyo, ya están muertos: tragados enteritos por ese pájaro hambriento.
¿Entiendes por dónde voy?
Sí, exactamente así me sentía respecto a la familia Otramano. Había hecho todo lo posible para prevenirles, pero no sólo seguían sin saber una palabra de su desaparición inminente; es que ni siquiera se enteraban de mi propia existencia. Yo era para ellos como el árbol de la orilla para los peces.
Mi cabeza se llenaba de pensamientos sombríos y profundos mientras me calentaba el pico bajo el ala en aquella viga.
En ésas estaba cuando oí, o más bien sentí, un sordo retumbo que procedía de las entrañas del castillo. Más cosas malignas, pensé, aunque el ruido enseguida se extinguió, y además, yo estaba muy ocupado con mi enojo.
«Me quedaré aquí hasta que me muera —pensé—, y tal vez más; entonces sí que lo lamentarán. Entonces echarán de menos al viejo Edgar». Así, me dispuse a pasar el resto de mis días en aquella viga miserable. Pero al cabo de cinco minutos más o menos empezó a dolerme el cuello de mala manera; estaba muy incómodo en aquel rincón y decidí no morirme allí, a fin de cuentas.
Abandoné la viga aleteando orgullosamente para mostrar el profundo desprecio que sentía por Silvestre y su mono, y me convencí de que había obtenido una especie de victoria, aunque no me pidas que te explique cómo exactamente. Pero el chico y la mascota ya se habían cansado y se habían ido con la música a otra parte. Así pues, sin estorbos ni impedimentos volé otra vez perezosamente hasta el Salón Pequeño.
Como esperaba que los demás se hubieran dispersado, me quedé de pasta de boniato (el segundo soponcio que me llevaba en tan poco tiempo) porque allí estaban todos, formando un gran círculo, alrededor de algo, o de alguien, sobre la raída alfombra de piel de oso polar que hay en el centro.
Me lancé en picado y fui a posarme en el busto cubierto de polvo del primer Lord Defriquis, el que construyó el castillo, para ver mejor lo que pasaba.
La población entera del castillo estaba en el salón, no exagero. Lord y Lady Otramano, Solsticio, los gemelos, doña Sartenes, Fermín y todos y cada uno de los mayordomos, doncellas, lacayos y pajes sobre los que he llegado a poner mis negros ojos encima. Pero lo más sorprendente de todo —tanto que me quedé con el pico abierto— fue ver en el salón a Hortensio, el jardinero. En todo el tiempo que lleva en Otramano, yo nunca lo había visto en el interior del castillo. Y allí estaba ahora, vestido como siempre con su uniforme verde y gris de jardinería y sus embarradas botas de goma.
Sobre la alfombra de piel de oso yacía la figura postrada de una doncella de la cocina, pero nadie parecía mostrar el menor interés por ella. Creo que era Jenny, y todavía respiraba; debía haberse desmayado. O eso o estaba muy cansada, aunque entonces me acordé del grito espeluznante que había oído mientras intentaba arrastrar escaleras abajo a todo el mundo y empecé a hacerme una idea de lo que estaba pasando.
Todos tenían puestos los ojos en Hortensio, lo cual ya era raro en sí mismo, porque Hortensio es un viejo silencioso y solitario, un tipo que guarda las distancias, que se pasa el día trabajando en los jardines y en el huerto y que duerme en un cobertizo que hay al final de la tapia del jardín. Aunque sea una cara conocida, no resulta del todo familiar, y Pantalín no era el único que estaba haciendo un esfuerzo para recordar el nombre del venerable jardinero.
Y no obstante, allí estaba el hombre, convertido de pronto en el centro de atracción. Todo porque sostenía en sus manos un par de botas.
Bueno, quizá ya te has dado cuenta de que estoy hecho un pájaro increíblemente astuto, así que no te sorprenderá saber que conseguí deducir de inmediato unas cuantas cosas de la escena que se desarrollaba a mis pies, o sea, a mis patas.