Monstruos y mareas (15 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Pero lo asombroso era que las huellas, bastante visibles en la penumbra, desaparecían directamente bajo las rocas. Entre éstas, aquí y allá, se veía algún que otro reguero de agua.

—Esto sólo puede haber ocurrido hace poco —murmuró Solsticio, pensativa, rascándose una oreja. Me di cuenta de que estaba sacando conclusiones en su cabeza y, entre tanto, recordé bruscamente el sordo retumbo que había oído al bajar a la bodega perseguido por Silvestre y el chimpancé—. Bueno —continuó Solsticio, dando unos golpecitos a la pared de la cueva—, ¿y no será que el castillo ha contraatacado? ¿Habrá sido esto el final del monstruo?

¡Aplastado por miles de toneladas de piedras! Si eso era cierto, se lo tenía bien merecido.

Esperaba que fuese verdad, pero entonces los dos recordamos que quedaba en pie un peligro del mismo calibre para la salud del castillo.

¡La inundación!

—Venga, Edgar. Volvamos. ¡Les enseñaremos lo que hemos encontrado!

Todavía con el colmillo en la mano, salió a tientas de la cueva y volvimos los dos a toda prisa al castillo de Otramano.

El Ala Sur «perdida»

del castillo se encuentra

casi en ruinas en

la actualidad y

nadie la visita nunca.

Por las noches se oyen

ruidos y se ven

luces extrañas.

H
ay algunas cosas que no les gustan a los cuervos. Obviamente, éstas pueden variar de un pájaro a otro, pero en el primer puesto de mi lista están sin duda los monos. Para el segundo puesto tengo una cantidad increíble de candidatos: niños pequeños, niñeras crueles, murciélagos, piojos, etcétera. Aunque no estoy del todo seguro sobre los piojos. Es decir, si alguien pudiese hacerlos desaparecer de la faz de la tierra agitando su varita mágica, me pregunto qué haría yo por las noches, porque ya no tendría motivos para hurgarme entre las plumas. Qué cosa más rara. Parece un rompecabezas.

En fin, ya ves que podría pasarme la vida repasando la lista de Cosas Que No Me Gustan. Pero mientras el sol empezaba a ponerse tras el castillo el miércoles pasado, comprendí que tendría que añadir otra a mi lista. En concreto: a los monstruos invisibles y escurridizos, provistos de escamas y de grandes colmillos, que devoraban doncellas de cocina.

Habrás notado que he dicho doncellas, en plural, porque cuando Solsticio y yo entramos en el castillo, fuimos recibidos por un coro de renovados lamentos. Avispado como soy, deduje que se había producido un nuevo desastre.

—¡Ana! —gritaba alguien—. ¿Dónde está esa chica?

—¡Ana!

—¿Ana?

—Ana. Muy alta. Rubia.

—Ah, ésa. ¡Ana!

Y entonces apareció alguien con las botas de Ana en la mano, pero sin Ana dentro, y se armó un tremendo alboroto.

Todo esto sucedía con el castillo inundado por unos treinta centímetros de agua, lo cual no hacía más que aumentar la confusión.

Solsticio llegó chapoteando y exhibió el colmillo ante todos los presentes, y yo comprendí que la esperanza de que la criatura hubiera perecido bajo un alud de rocas se había desmoronado sin más. Por lo visto, la fiera seguía rondando por el castillo y sentía un apetito especial por las doncellas de la cocina, aunque no tanto por sus botas.

El agua que inundaba el vestíbulo había llegado a la puerta principal, y ahora salía de allí un flujo constante hacía el jardín. Algunos se habían puesto botas altas para protegerse, pero la mayoría se estaba mojando a base de bien.

Solsticio se había encontrado a su madre y le estaba pidiendo su opinión sobre el temible colmillo que había encontrado, pero Mentolina parecía distraída con otros pensamientos.

—¿Y si mis bizcochos quedan húmedos?

—repetía sin cesar.

Solsticio la dejó por imposible con un suspiro y corrió detrás de Fermín, que estaba subiendo por la escalera.

—¡Fermín! ¡Fermín! —gritó—. ¿Dónde está mi padre? ¡Tiene que ver esto!

Fermín se detuvo sólo un instante.

—Lord Pantalín ha reanudado sus experimentos sobre el Trueno. Me ha dado estrictas instrucciones para que no se le moleste bajo ningún concepto.

—¿Cómo? —exclamó Solsticio—. ¡Pero si el castillo está inundado! ¡Inundado! ¡Todos corremos un peligro mortal!

—¡Pamplinas! —dijo Mentolina—. Nada más que pamplinas. Mira, el agua está saliendo por la puerta; no hay ningún peligro. Bueno, al menos para la mayor parte del castillo.

—¿La mayor parte del castillo? —gritó Solsticio—. ¡¿La mayor parte?!

—¿Habéis visto a mi mono? —Era Silvestre, aunque sin su mono, como tuve el gusto de ver—. ¿Habéis visto a mi mono? Si vamos a ahogarnos todos, quiero a mi mono.

—Nadie va a ahogarse —dijo Mentolina—, aunque estoy sufriendo por mis moldes de repostería.

—Solsticio, ¿has visto a Colegui por algún lado?

—¡No! ¡No lo he visto y me tiene sin cuidado! —gritó ella.

Sonaba un poquito histérica, creo yo, porque estaba cansada, tenía los pies mojados y nadie prestaba atención al colmillo. Me posé en su hombro y dio un brinco, sobresaltada.

—Ah, Edgar. Eres tú. Me has dado un buen susto, pájaro sinvergüenza. —Pero Solsticio habló de un modo amable y yo sabía que no estaba tan enfadada—. A veces, Edgar, esta familia me desespera. Te lo digo en serio.

Silvestre se largó enfurruñado. Solsticio suspiró.

—¿No tienes a veces la sensación de que nadie te escucha?

—Croc, dije con tristeza.

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