Me lancé a toda velocidad hacia allí, entré apretujándome y di unos pasos por un túnel de piedra que era justo de mi tamaño. Enseguida me encontré en un espacio más ancho. Aleteé con todas mis fuerzas hacia arriba, rozando las paredes tiznadas. ¡Lo había conseguido!
Estaba dentro del tubo de la chimenea. Desde abajo me llegaba el olor del agua, pero no veía nada porque allí estaba todo negro. Seguí aleteando un poco más y, de repente, me di un porrazo en la cabeza. Había llegado al punto más alto de aquel ramal de la chimenea, justo donde tomaba un desvío antes de seguir su trayecto hacia el cielo.
Me arrastré de lado y enseguida me encontré a salvo y pude reposar en una rama horizontal de la enorme red de chimeneas que debía circular a lo largo y a lo ancho (y a lo alto) de todo el castillo. Jadeaba ruidosamente y el hollín que había removido con las alas me hacía toser. Entonces noté dos cosas.
La primera, que veía algo, aunque fuera sólo un poquito. Una pálida luz grisácea que descendía entre el humo y el tizne desde muchos metros más arriba. Y la segunda, que oía voces.
Me deslicé cautelosamente por el pasadizo siguiendo su sonido, que cada vez me llegaba con más fuerza.
Entonces el suelo desapareció bajo mis patas y caí a plomo, como el proyectil de un cañón. Atisbé una luz que se aproximaba a toda velocidad, calculé el momento preciso y, frenando con las alas desplegadas, salí disparado otra vez al vestíbulo por la boca de una chimenea del primer piso.
Mi aparición debió resultar espeluznante, diría yo, porque incluso en medio de la confusión de la galería oí el chillido de una cocinera y luego el estrépito de un armario que llevaban a cuestas y que debió aplastarle los dedos a más de uno.
—¡Grito! —exclamó alguien, y yo deduje que Solsticio había presenciado mi espectacular llegada, porque, rodeado como estaba de hollín, debía parecer todavía una bala de cañón que surge entre una diabólica nube de pólvora—. Ah, sólo es Edgar.
«“Sólo” Edgar —pensé, algo herido—. “Sólo” Edgar, que ha desafiado otra vez a la muerte para traer noticias sobre el funesto destino del castillo».
Juark
.
Ya nadie me prestaba atención, así que aterricé en la balaustrada de la galería y miré cómo discutían Mentolina, Sartenes, Fermín y Solsticio. Silvestre se mantenía aparte, felizmente reunido de nuevo —lamento decirlo— con su estúpido primate.
—Pero ¿quién ha cerrado la puerta?
—Nadie lo sabe —dijo doña Sartenes—, pero cuando me he despertado esta mañana y me he encontrado flotando con mi cama fuera de las habitaciones de la servidumbre, he pensado que algo andaba mal.
—Ya veo —dijo Mentolina—. Muy perspicaz por tu parte. Y sin embargo, no has sido capaz de rescatar ninguno de mis moldes de repostería.
—¡Madre!
—Estamos trabajando para recuperar esos moldes, su Señoría —dijo Fermín.
—Los moldes no importan —exclamó Solsticio—. ¿Qué me decís de la puerta? Tampoco tiene importancia quién la cerró, pero… ¿qué vamos a hacer para abrirla otra vez?
Nadie respondió en el primer momento. Luego Fermín le dijo a Solsticio con una reverencia:
—Disculpe, pero ya hemos tratado de abrirla cuando el agua nos llegaba sólo a la cintura.
A él todavía le goteaban los pantalones, así como la cola de la chaqueta de su librea.
—¿Y? —dijo Solsticio.
—Se negaba a moverse.
—¿Se negaba? —exclamó Mentolina—. ¡No puede negarse! ¡Es una puerta!
—Aun así, señora, no hemos conseguido abrirla. Ni tampoco, debo añadir, ha habido manera con ninguna otra puerta ni ventana de la planta baja. Por lo visto, el castillo se niega una vez más a colaborar. El agua no puede escurrirse por ninguna parte y, en consecuencia, nos estamos inundando.
—Tonterías —murmuró Mentolina, aunque esta vez lo dijo con una vocecita poco convincente.
—Sería sensato tal vez —sugirió Fermín— llevar las cosas incluso más arriba. Quizás a la segunda o la tercera planta. Miren, si tienen la bondad, a sus pies.
Y entonces todos se dejaron llevar por el pánico y empezaron a hablar y a gritar a la vez, porque acababan de descubrir que la marea ya les lamía la punta de los zapatos.
Silvestre tiene otras
muchas aficiones aparte
de los monos; le gusta
enormemente comer,
dormir y asustarse.
Posee también una
asombrosa colección de
esqueletos de roedores.
E
n las siguientes dos horas hubo más bullicio y ajetreo, más idas y venidas por los pasillos con muebles a cuestas.
Mentolina parecía haberse evaporado. Sospecho que había ido a refugiarse a los aposentos que sus Señorías tienen en la quinta planta del castillo, e imagino que permanecía tirada en la cama, con una mano en la frente, lamentando que todos sus moldes de repostería fueran a oxidarse. En su ausencia, doña Sartenes tomó el mando y empezó a darle órdenes a Fermín, que a su vez dirigía el traslado de todos los objetos valiosos del primer piso, así como de los que habían logrado rescatar de la planta baja.
No había nada que hacer, salvo mirar el espectáculo.
Silvestre y Solsticio, sentados uno junto a otro en los anchos peldaños que iban a la segunda planta, se habían enfrascado en una conversación. Silvestre le había puesto una correa a Colegui, cosa que yo le agradecía. Según explicaba, no podía arriesgarse a que se le escapara otra vez teniendo en cuenta que el agua subía sin parar y que andaban al acecho monstruos de temible dentadura.