Monstruos y mareas (22 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Se sentó en la cama soltando suspiros y exclamaciones de pesar y se tapó la cara con el pañuelo.

—Ven aquí, querido pajarito. Ven a sentarte conmigo.

Miré alrededor, nervioso. Pero no me quedaba otro remedio.

Salté sobre la cama, junto a ella, y tuve que soportar que me acariciara las plumas del cuello. Ladeando la cabeza, le eché una mirada. A mí me parecía muy vieja, a pesar de que yo la superaba diez veces en edad, pero me imagino que la juzgaba desde el punto de vista humano. «Vieja estúpida —pensé—. Su casa se viene abajo, sus criadas caen devoradas una a una, y es muy posible que sus propios hijos sean los siguientes… Pero en lo único que piensa es en sus malditos moldes».

—Supongo que creerás —dijo— que no hago más que pensar en pasteles. Pues no, Edgar. También pienso en otras cosas. De gran importancia. En galletas, por ejemplo; en panes y bollos.

Bueno, era el colmo. Busqué con la vista la chimenea.

Pero ella continuó.

—Y pienso en otras cosas más importantes aún. En la gente, en los seres queridos a los que no desearía ver en apuros.

Me detuve en seco sin dar crédito a mis oídos. ¡La vieja bruja había perdido la chaveta del todo! Pero no, porque aún continuaba su discurso.

—Y me da mucha, pero mucha pena, querido Edgar, pensar que Solsticio y mi pequeño Silvestre pueden acabar devorados por esa cosa. O si no, ahogados. Y luego está su Señoría, Lord Otramano, a quien debí de amar en tiempos. Me parece que sería muy triste morir masticados por esa… —sofocó un grito—, esa cosa horrible que he visto en el agua, ¿no crees?

«Sí —pensé yo—. Ya lo creo que sí».

—¡Urk! —dije—. ¡Urk! ¡Orc!

—Mmm… —prosiguió, con aire soñador—, ¿qué dices, querido? En fin, la verdad es que no sé qué hacer. El agua sigue subiendo, la fiera anda rondando por el castillo y supongo que a nadie se le habrá ocurrido guardar un poco de comida de las cocinas antes de que quedaran sumergidas. Mi pobrecito Silvestre no puede pasar sin su almuerzo y su cena. Se va a morir de hambre antes de que llegue la hora del desayuno.

«Échaselo de comer al monstruo —pensé—, y nos dará un respiro un par de noches». Al menos ése fue mi primer pensamiento, porque enseguida quedó borrado por otro distinto. Me maldije por ser un viejo pajarraco tan tonto y sentimental.

—Sí —continuó ella—. La gente es más importante que un molde de repostería. Bueno, casi tan importante.

En cuanto oí esa frase, salté de las garras de Mentolina y me lancé hacia la chimenea. Tres aleteos más tarde, volví a saborear el aire puro y me elevé por un cielo azul, azul.

Una vez cada doce años,

Edgar desaparece del

castillo durante dos

semanas. Sólo él sabe

a dónde va, pero esa salida

se ha convertido en una

costumbre tan arraigada

que todos los habitantes

del castillo la llaman

«las vacaciones de Edgar».

M
alditos sean todos ellos! ¡Malditos sean!

Groseros, insensibles, maleducados, egoístas, chiflados, testarudos, mezquinos, aburridos, apestosos y tan… ¡tan completamente desplumados!
¡Ja!

Subí describiendo círculos por el cielo de la tarde, cada vez más y más alto, de tal manera que el castillo se iba reduciendo poco a poco allí abajo. Había hecho un día radiante y despejado y apenas tenía que atravesar alguna nubecilla en mi ascenso a las alturas, mientras empezaba a caer el crepúsculo. Seguí volando hacia arriba hasta que el aire se volvió tan fino que me costaba hallar un punto de apoyo para mis alas y también llenar de oxígeno mis viejos pulmones.

Exhausto, planeé un rato y sólo volví a elevarme cuando encontré una corriente de aire cálido que subía del valle.

Bajé la vista y vi la superficie reluciente del lago y también mi propio reflejo.

¡Qué destino tan extraño el mío!

Había vivido en el valle muchísimos años. Ya estaba aquí antes de que los Otramano les robaran el castillo a los Defriquis, y también quince generaciones antes, cuando esa familia de origen francés construyó originalmente la fortaleza. Y ni siquiera entonces era un pájaro joven.

Pregúntale a un ornitólogo cuál es la vida media de un cuervo y te dirá, muy convencido y con aires de suficiencia, que los cuervos viven veinte años en estado salvaje y quizás el doble en cautividad. Que te explique entonces cómo es posible que yo me acuerde del viejo roble que hay en la otra punta del valle cuando brotó de una bellota.

He visto llegar y desaparecer a infinidad de personas. En tiempos contaba con la compañía de la pobre señora Edgar, pero incluso aquellos días han quedado ya muy lejos. ¿Seré un monstruo? ¿Hay otros pájaros como yo, que hayan vivido durante un tiempo tan increíblemente largo? ¿Soy una criatura mágica? ¿Soy inmortal?

No, no lo creo, porque ahora estoy envejeciendo por fin. Me duele todo cuando vuelo mucho rato. Me entra una tortícolis terrible últimamente, y noto que se me agarrotan las articulaciones a causa del reúma. Si ese mono me atrapara, seguro que dejaría de ser inmortal en tres segundos y, créeme, no pienso hacer la prueba.

No conozco la respuesta a todas esas preguntas, pero mientras volaba en círculo sobre el castillo, me sentía indeciso. Una parte de mí miraba hacia abajo y veía a la gente e incluso el castillo como algo del todo insignificante. Las personas iban y venían: vivían sus pequeñas vidas y luego perecían, bien fuera devoradas o muertas de hambre o ahogadas. Al final, tampoco importaba mucho. Vistas así las cosas, resultaba difícil sentir demasiada pena por el funesto destino de los Otramano y de sus múltiples y ridículos criados. Pero otra parte de mí veía las cosas de una manera distinta. Sí, una parte de mí sentía compasión por ellos: por su bobería y su estupidez. Me di cuenta de que en parte me preocupaba por ellos, por Solsticio, por ejemplo, aunque ella se hubiese portado mal conmigo; una parte de mí veía que incluso la chiflada de Mentolina tenía un corazoncito bajo su aparente frivolidad; una parte de mí se estremecía incluso por Silvestre, lo cual ya es decir. Y fue entonces cuando comprendí que jamás me lo perdonaría si les acababa pasando algo malo.

Describí un último círculo en las alturas y, alzando las plumas de la cola y bajando el pico, me lancé de vuelta hacia la tierra decidido a salvarlos a todos: a Pantalín, a Mentolina, a Solsticio, a doña Sartenes, a Fermín, a cada doncella y cada paje, e incluso a Silvestre.

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