Inspiré hondo, aleteé hacia las Fauces de la Muerte, que se abrían y cerraban sin parar, y esquivé por poco un viaje que me lanzó la fiera con la cabeza, aunque me dejé un par de plumas en la maniobra. Entonces, jugándome el tipo, empecé a dar saltitos entre los ojos del monstruo, justo detrás de aquellas hileras de dientes trituradores. Volví a la campana de cristal y luego una vez más a la coronilla de la bestia. Y entonces, finalmente, Solsticio abrió la boca.
—Creo que quiere que le pongamos esa campana en la cabeza —dijo—. Pero no entiendo para qué.
—Sí —dijo Pantalín, excitado—. No. Sí, o sea, sí… ¡Ajá! ¡Ya lo tengo! ¡Se me ocurre una idea genial! ¡Conectemos la bomba!
Exhausto, alcé el vuelo, fui a posarme en una viga del techo y observé cómo Pantalín se adueñaba de la situación, como si la idea hubiera sido suya.
Casi como soñando, los miré maniobrar con la campana para colocarla justo sobre aquellas fauces hambrientas y babeantes. Le encajaba como un guante, no sobraba ni un milímetro.
«Bueno —me dije—, era lo que quería». Yo me había empeñado en que me entendieran por una vez Observé cómo adosaban las enormes mangueras a las válvulas que había a un lado de la campana y entonces, cuando Pantalín les hizo una seña, Fermín y un ayudante de mayordomo empezaron, muy concentrados, a empujar el mango de la bomba con todas sus fuerzas.
En una fracción de segundo se produjo un efecto de succión y la base de goma de la campana se pegó por sí misma a la puerta, sellando el destino de la fiera.
Lentamente, Fermín y su ayudante se aplicaron a su tarea. A medida que lo hacían, la presión en el interior de la campana iba en aumento. Justo entonces pensé que no sería mala idea mirar para otro lado. Me deslicé hasta el extremo más alejado de la viga, eché un último vistazo a la espantosa deformación que se estaba produciendo en la campana de cristal y escondí el pico bajo el ala.
La gente —eso fue lo último que vi— estiraba el cuello hipnotizada: horrorizada y fascinada a la vez ante los extraños cambios que se estaban produciendo bajo la pared de cristal. Supongo que podría haber intentado avisarles de lo que se avecinaba, pero seguramente no me habrían entendido. Nunca me entienden.
Oí la voz de Pantalín.
—¡Ahora, Fermín! ¡La válvula!
Y entonces resonó aquel repulsivo estampido que ya había oído antes con las ranas, sólo que ahora diez veces peor. Al mismo tiempo, el cristal no pudo resistir el brusco cambio de presión que se produjo en su interior y explotó en mil pedazos.
Se oyó el chapoteo de algo derramándose por toda la habitación y, al sacar el pico, vi que todo el mundo estaba cubierto de una porquería roja.
Yo parecía haberme librado, allá arriba en la viga, pero luego advertí que me había caído una gota en la garra derecha.
Me incliné y le di un lametón.
—¡Agg, Edgar!, ¡qué asqueroso! —gritó Solsticio.
«No, tampoco está tan mal», pensé.