—
¿Urk?
—pregunté.
—Sí, ¡grito! ¡Mira, Edgar!
Allí mismo, bajo los arbustos, estaban las huellas de las que Hortensio había hablado. Huellas de pasos: cada una del mismo tamaño que las largas y pálidas manos de Solsticio, pero con sólo tres dedos. Y por si eso no resultara ya bastante escalofriante, había un largo surco que discurría por en medio, entre las huellas de la derecha y las de la izquierda. A lo largo del surco, se veían aquí y allá puntos brillantes y Solsticio se agachó para verlos de cerca.
—¡Grito, por tercera vez! —dijo, y arrancó algo incrustado en el barro. Era una escama, que brillaba bajo el sol de la tarde como una joya diminuta, verdosa y reluciente.
O sea que la criatura que había dejado aquellas huellas inquietantes podía ser muchas cosas, pero no era desde luego un lobo con patas de tres dedos y una larguísima cola, sino una bestia provista de escamas. Como una serpiente, ¡pero con patas! A lo mejor era uno de los temibles «Vicios Fonéticos» de los que hablaba Pantalín a veces.
Fuera lo que fuese, sentí un escalofrío y empecé a mover el pico de un lado para otro, temeroso de que el monstruo reapareciera sin previo aviso. Pero Solsticio no se dejaba intimidar y ya se había puesto a seguir las huellas.
Se acercó rápidamente al muro del castillo, hacia aquel agujero donde yo había detectado por primera vez olores malignos y aromas nocivos. La llamé para que fuese con cautela.
—
¿Rark?
—Sí, vamos —dijo Solsticio. Y ya estaba en la boca misma de la cueva, asomada a la oscuridad, cuando identifiqué otra cosa en el barro: no una huella, no una escama, sino algo que hizo que se me erizasen de golpe todas las plumas.
Me lancé al suelo corriendo, la recogí con el pico y me acerqué dando saltitos a Solsticio, que se había vuelto para ver a qué venía tanto escándalo.
Esta vez, sin embargo, incluso ella se quedó demasiado alarmada para decir palabra mientras se agachaba y tomaba aquella cosa de mi pico: un colmillo enorme y atroz de forma curvada. Un diente terrorífico, tan largo como uno de los dedos de Solsticio; no del todo blanco, sino con una desagradable mancha amarillenta. Era evidente que se había partido por la base al forcejear… ¿con qué? ¿Con la pobre Isabel?
—Edgar —dijo lentamente Solsticio—. Se me acaba de ocurrir la horrorosa idea de que al propietario de este colmillo, sea lo que sea, aún le quedan seguramente muchos otros iguales. No sé si me entiendes.
Sí, la entendía.
—
¿Rark?
¡Primero la marea y ahora el colmillo monstruoso! ¿Que pestilente maldad estaba amenazando al castillo de Otramano?
—
¿Rark?
—dije—. ¡Rark, rark, croak, juark!
—Sí —dijo Solsticio—. ¡Grito!
Durante los 32 asedios
que sufrió el castillo
de Otramano se llegaron
a disparar 112.562 flechas.
Las puntas de flecha
antiguas son sólo algunas
de las cosas extrañas
que pueden encontrarse
con frecuencia
en los jardines
del castillo.
-H
emos de volver al castillo —dijo Solsticio.
Aleteé para mostrar que estaba de acuerdo.
—¡Pero antes debemos explorar esta cueva!
Aleteé para mostrar mi desacuerdo. ¿Se había vuelto loca? Ahí dentro estaba demasiado oscuro para ver alguna cosa. Ni siquiera se vería qué clase de monstruo nos devoraba.
—¡Ajá! —gritó Solsticio—. ¡Mira!
Qué criatura tan inoportuna. Empezaba a caer la tarde y, justo mientras estábamos allí, el sol bajó lo suficiente para que un rayo de luz penetrara directamente en la boca de la cueva.
—Vamos, Edgar. Contigo al lado, no tendré miedo.
«Qué considerado por tu parte», pensé para mis adentros. Ya se me había pasado el buen humor y ahora me compadecía de mí mismo y lamentaba mi suerte. Yo no quería seguir el destino de Isabel en las fauces de un monstruo con semejantes colmillos pero entrar en la cueva parecía el mejor modo de conseguirlo.
Sin embargo las cosas se pusieron a mi favor, porque, cuando apenas había dado un paso en el interior de la cueva, Solsticio se detuvo en seco.
—¡Ah! —exclamó—. Está bloqueada, no se puede entrar. ¡Pero mira! Las huellas siguen por aquí.
Era muy extraño, en efecto. Delante de nosotros se levantaba un sólido muro de rocas y pedruscos.