—¡No, cerradla! —gritaba Pantalín.
—¿La puerta principal?
—¡No! ¡La de la bodega!
—¿Qué?
—He dicho…
—¿Alguien ha dejado el grifo del baño abierto?
—¡Traed cubos! ¡Y un mocho!
—¡Sacad a ese oso polar del suelo!
Y así continuaron dando gritos.
Estaba observando la escena cuando sentí de golpe una respiración a mi espalda. Una fracción de segundo más tarde olí a mono. Reconozco que fue sólo mi profundo instinto lo que me impulsó a lanzarme por los aires sin pensármelo. Describí un círculo alrededor de la gigantesca lámpara de araña que hay colgada en medio del vestíbulo y entonces vi a Colegui encaramado al busto de Lord Defriquis, chillándome. Había estado a punto de pillarme, y sólo su rancio aroma de primate me había salvado de acabar estrangulado.
—¡Edgar! ¡Edgar!
Solsticio seguía llamándome y, tras una breve reflexión, decidí que su compañía podía brindarme cierta protección. Bajé en picado, me posé en la muñeca que ella me extendía y crucé su brazo en dos saltos para subirme a su hombro. Antes de que pudiera darme cuenta, Solsticio se volvió y me plantó un beso en la punta misma del pico. Me sonrojé de garras a cabeza, cosa que nadie vio porque estoy cubierto de plumas. A veces resulta útil. Me pregunté qué mosca le habría picado, pero ella ya se dirigía hacia la puerta.
—Edgar —susurró, con unos ojos como platos de pura excitación—, ahora todo depende de nosotros, ¿te das cuenta? Todos se han olvidado de Isabel. Hasta sus amigas, que parecen más preocupadas por no mojarse las botas. Pero ella ha desaparecido, ¡y está en nuestras manos resolver el misterio de su desaparición!
Yo agité las alas para mostrar que estaba de acuerdo.
—Edgar —prosiguió—. ¿Tú crees…? ¿Tú crees que ha desaparecido para siempre? ¿Piensas que ha sido devorada? Ya sé que mi padre no lo cree, pero la cosa no tiene buena pinta, ¿no te parece? ¿Tú piensas de verdad que se la ha tragado enterita algún ser que andaba acechando entre el ruibarbo?
Yo sí lo creía; lo consideraba altamente probable, de hecho, así que, muy compungido, solté una sílaba apenada:
—
¡Urk!
—Así pues, Edgar —me dijo Solsticio, mientras cruzábamos la entrada del castillo y salíamos al sol de la tarde—, depende de nosotros resolver el misterio de la doncella devorada, porque… ¡si ha ocurrido una vez puede volver a ocurrir!
Y entonces sí que me estremecí, pues hasta aquel momento esa idea no había entrado en mi cráneo emplumado. Pero lo que decía Solsticio era la pura verdad. ¡Horror! ¿Y si aquella terrible bestia atacaba otra vez?
¿Y otra?
La poesía de Solsticio,
famosa en todo el castillo
por su tono sombrío,
es, en efecto, un antídoto
de extraordinaria
eficacia contra
el insomnio. La pieza
favorita de su propia
obra se titula:
«¿Por qué no estoy
muerta?».
-Y
ahora —dijo Solsticio—, ¡rumbo a la plantación de ruibarbo! Vamos, Edgar.
Sentí una energía renovada en mis alas y emprendí el vuelo, saltando del hombro de Solsticio y abriendo la marcha hacia el huerto del castillo.
Revoloteé lentamente por los jardines con la esperanza de que Solsticio, que venía detrás corriendo, pudiera seguirme. Sobrevolé las plantas azules y moradas de lupino, pasé por debajo de una pérgola cargada de rosas y bordeé un macizo de lavanda y romero. Iba entreteniéndome, en fin, pero Solsticio, aunque su lisa melena volaba a su espalda, y aunque se levantaba la falda del vestido para mover las piernas con más facilidad, se quedaba atrás todo el rato.
—¡Edgar! —gritaba—. ¡No te vayas! ¡Espérame!
Algo pegajoso y escurridizo. Eso me había parecido ver, algo escurridizo; pero al acercarme al sitio por donde se había deslizado me pregunté qué era exactamente lo que había visto. Una cola, nada más. Sí, monstruosamente larga y de aspecto maligno, pero en el otro extremo podría haber habido casi cualquier cosa… ¿Sería sensato volver por allí? ¿En qué lío me estaba metiendo?
Para que Solsticio me diera alcance, me detuve sobre un rótulo que Pantalín le había ordenado colocar a Fermín desde la última vez que habían pescado a unos intrusos buscando eso que llaman el Tesoro Perdido de Otramano.
Pantalín había tratado de hacerse el gracioso y ahora su amenaza se había convertido en una posibilidad bien real.
Solsticio llegó por fin a mi altura.
—
¡Croak!
—dije, manifestando mis dudas sobre nuestro plan.
—Sí, Edgar —dijo ella, con la nariz pegada a mi pico—. Es excitante, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Busquemos esas huellas!
«Bueno —pensé—, al menos lo he intentado».
Solsticio se dirigía resueltamente hacia el huerto, y no me quedaba más remedio que seguirla.
La chica es lista y sin duda sabía distinguir una col de un ruibarbo. Cuando llegué a su altura ya había levantado una hoja enorme y flexible y estaba husmeando debajo.
—¡Grito! —exclamó, cosa que a mí me sonó muy rara. Se supone que «gritar» es una cosa que
hacen
los humanos, y no una cosa que
dicen
. Pero Solsticio tiene su propia manera de entenderlo todo. La poesía, por ejemplo.