Authors: Charlaine Harris
—Hay un vampiro en el armario —dijo Hunter a Claude—. No puede salir de día.
—¿Y qué armario sería ése? —le preguntó Claude.
—El de mi habitación. ¿Quieres venir a verlo?
—Hunter —le advertí—, lo último que desea un vampiro es que lo molesten de día. Yo lo dejaría en paz.
—¿Es tu Eric? —preguntó Claude. Le excitaba la idea de que Eric estuviese en casa. Lo que faltaba.
—Sí —respondí—. No se te ocurrirá ir a despertarlo, ¿verdad? Es decir, no tendré que ponerme seria contigo, ¿verdad?
Me lanzó una sonrisa.
—¿Ponerte seria conmigo? —preguntó burlándose—. Ja. Soy un hada. Soy más fuerte que cualquier humano.
Le iba a contestar que cómo era posible entonces que yo hubiera sobrevivido a la guerra de las hadas y tantas de ellas hubieran muerto. Pero a Dios gracias no lo hice. Un minuto después, supe lo acertado que había sido tragarme las palabras, porque la cara de Claude denotaba que recordaba a los muertos demasiado bien. Yo también echaba de menos a Claudine, y eso le dije.
—Estáis tristes —señaló Hunter acertadamente. Y se estaba enterando de todo aquello, cosas que supuestamente no estaban destinadas a su conocimiento.
—Sí, estamos recordando a su hermana —le conté—. Ella ha muerto y la echamos de menos.
—Como mi mamá —dijo—. ¿Qué es un hada?
—Sí, como tu mamá. —Más o menos, pero sólo en el sentido de que las dos estaban muertas—. Y un hada es una persona especial, pero no vamos a hablar de eso ahora.
No hacía falta telepatía para detectar la curiosidad e interés de Claude. Cuando volvió a desaparecer por el pasillo para dirigirse al cuarto de baño, lo seguí. Por supuesto, se detuvo en la puerta abierta del dormitorio que había usado Hunter.
—Sigue caminando —ordené.
—¿Es que no puedo echar un ojo? Él nunca lo sabrá. He oído hablar de lo guapo que es. Venga, ¿sólo un vistazo?
—No —respondí, consciente de que debería mantener vigilada esa puerta hasta que Claude saliera de la casa. Sólo un vistazo, y una mierda con lazo rosa.
—¿Qué pasa con una mierda con lazo rosa, tía Sookie?
—¡Ay! Lo siento, Hunter, he dicho una palabrota. —No quería que Claude supiese que sólo la había pensado. Le oí reírse mientras cerraba la puerta del baño tras de sí.
Claude lo ocupó durante tanto tiempo que tuve que dejar que Hunter se cepillara los dientes en el mío. Tras escuchar el crujido de las escaleras y el sonido del televisor arriba, me permití relajarme. Ayudé a Hunter a vestirse y luego hice yo lo mismo y me puse algo de maquillaje bajo la atenta mirada del crío. Evidentemente, Kristen nunca le había dejado presenciar lo que le parecía un proceso fascinante.
—Deberías venir a vivir con nosotros, tía Sookie —dijo.
«Gracias Hunter, pero me gusta este sitio. Tengo un trabajo aquí».
«Puedes encontrar otro».
—No sería lo mismo. Ésta es mi casa, y me gusta. No quiero dejar este sitio.
Alguien llamó a la puerta delantera. ¿Sería Remy, tan temprano, para recoger a Hunter?
Pero se trataba de otra sorpresa, una nada agradable. El agente especial Tom Lattesta estaba en el porche delantero.
Como era de esperar, Hunter corrió hasta la puerta tan rápido como sus piernas se lo permitieron. ¿Acaso no lo hacen todos los niños? No pensaba que fuese su padre, porque no sabía exactamente a qué hora iba a presentarse. Simplemente le encantaba la idea de descubrir quién llamaba.
—Hunter —le dije, cogiéndolo en brazos—, éste es un agente del FBI. Se llama Tom Lattesta. ¿Te acordarás?
Hunter titubeó. Intentó pronunciar el extraño nombre un par de veces, y al final lo consiguió.
—¡Buen trabajo, Hunter! —exclamó el agente. Intentaba ser agradable, pero los niños no se le daban bien y acabó sonando falso—. Señorita Stackhouse, ¿puedo pasar un momento? —Miré tras él. No había nadie más. Pensaba que siempre viajaban en pareja.
—Supongo que sí —contesté sin demasiado entusiasmo. No le expliqué quién era Hunter porque no era asunto suyo, aunque era consciente de su curiosidad. También se había dado cuenta de que había otro coche aparcado fuera—. Claude —llamé—. Ha venido el FBI. —Es bueno informar a las visitas inesperadas que hay alguien más contigo.
Dejó de oírse el televisor y Claude descendió las escaleras casi levitando. Se había puesto una camiseta de seda marrón con toques dorados y un pantalón holgado. Parecía la portada de un sueño húmedo. Ni la heterosexualidad de Lattesta pudo resistirse a una oleada de franca admiración.
—Agente Lattesta, le presento a mi primo, Claude Crane —dije, intentando disimular una sonrisa.
Hunter, Claude y yo nos sentamos en el sofá mientras que Lattesta se hizo con un sillón. No le ofrecí nada para beber.
—¿Cómo está la agente Weiss? —pregunté. La agente destinada en Nueva Orleans había traído a ese hombre, que estaba destinado en Rhodes, a mi casa la última vez que los vi y, en el curso de muchos y terribles acontecimientos, había recibido un balazo.
—Ha vuelto al trabajo —respondió Lattesta—. Pero aún no sale de la oficina. Señor Crane, ¿nos hemos visto antes?
Nadie podía olvidar a Claude. Por supuesto, mi primo lo sabía muy bien.
—No ha tenido ese placer —le dijo al del FBI.
Lattesta se quedó meditando un instante antes de esbozar una sonrisa.
—Ya —respondió—. Escuche, señorita Stackhouse, he venido hoy a decirle que ha dejado de ser objeto de investigación.
Quedé aturdida por el alivio que se adueñó de mí. Intercambié miradas con Claude. Bendito sea mi bisabuelo. Me pregunté cuánto se habría gastado, de cuántos hilos habría tirado, para conseguir lo que había conseguido.
—¿Cómo es posible? —pregunté—. No es que vaya a echarlo de menos, compréndame, pero me pregunto qué ha cambiado.
—Al parecer, conoce usted a personas poderosas —dijo Lattesta con una inesperada amargura de fondo—. Alguien del Gobierno no quiere que su nombre salga a la luz pública.
—Y ha cogido un avión hasta Luisiana para contármelo en persona —dije, sazonando mi voz con el suficiente escepticismo para dejar claro que no me lo tragaba.
—No, he volado hasta aquí para acudir a la vista judicial sobre el tiroteo.
Vale, eso tenía más sentido.
—¿No tiene mi número? Podría haberme llamado. ¿Era necesario que viniese hasta aquí para decirme en persona que ya no se me está investigando?
—Algo no encaja con usted —sugirió tras derrumbarse la formal fachada. Fue todo un alivio. Ahora, su aspecto exterior coincidía con lo que sentía por dentro—. Sara Weiss ha experimentado una especie de… agitación espiritual desde que la conoció. Acude a sesiones de espiritismo. Lee libros de fenómenos paranormales. Su marido está preocupado. La oficina también. Su jefe duda de si sería conveniente que volviese a salir a las calles.
—Lamento oírlo. Pero no sé qué puedo hacer yo al respecto. —Medité por un momento, mientras Tom Lattesta me observaba con ojos airados. Sus pensamientos también lo eran—. Aunque fuese a verla y le dijera que no puedo hacer lo que ella cree que sí, no serviría de nada. Ella cree lo que cree y yo soy lo que soy.
—Así que lo admite.
Aunque no quería que el del FBI se diese cuenta, eso me dolió, por extraño que pareciera. Me pregunté si Lattesta estaría grabando la conversación.
—¿Admitir qué? —inquirí. Me sentía genuinamente curiosa por saber lo que tenía que decir. La primera vez que estuvo en mi puerta era todo un creyente. Estaba convencido de que yo era su llave para un fulgurante ascenso en la agencia.
—Admitir que no es siquiera humana.
Ajá. Estaba convencido de eso. Yo le resultaba repugnante. Ahora entendía mejor por lo que estaba pasando Sam.
—La he estado observado, señorita Stackhouse, y me han apartado. Pero en cuanto pueda relacionarla con cualquiera de mis investigaciones, sepa que lo haré. Usted es un error. Ahora me voy, pero deseo que usted… —No pudo acabar la frase.
—Deje de pensar cosas feas de mi tía Sookie —espetó Hunter, furioso—. Usted es un hombre malo.
Yo no podría haberlo definido mejor, pero por el bien de Hunter esperaba que no hablase más de la cuenta. Lattesta se puso blanco como la pared.
Claude rió.
—Te tiene miedo —le dijo a Hunter. Claude pensaba que todo aquello era un gran chiste, y tuve la sensación de que supo lo que era Hunter desde el primer momento.
Pensé que la inquina de Lattesta podría suponer un problema para mí.
—Gracias por venir a darme las buenas noticias, agente especial Lattesta —le expresé con la voz más humilde que pude articular—. Que tenga un buen viaje a Baton Rouge, Nueva Orleans o adondequiera que vaya.
Lattesta se puso de pie y se dirigió hacia la puerta antes de poder soltar una palabra más. Dejé a Hunter con Claude y lo seguí. Lattesta bajó los escalones hasta su coche, rebuscando en su bolsillo antes de darse cuenta de que estaba detrás de él. Estaba apagando una grabadora portátil. Se volvió para lanzarme una mirada enfadada.
—Usar a un niño —dijo—. Qué bajeza.
Le lancé una dura y prolongada mirada, antes de contestarle:
—Le preocupa que su hijo pequeño, de la edad de Hunter, tenga autismo. Teme que la vista vaya mal para usted y puede que también para la agente Weiss. Tiene miedo porque ha reaccionado ante Claude. Se está planteando pedir un traslado a la OAV de Luisiana. No aguanta que conozca a gente que le pueda parar los pies. —Si Lattesta hubiese podido fundirse con el metal de su coche, lo habría hecho. Fui tonta porque fui orgullosa. Debí de haberle dejado marcharse sin decir nada—. Desearía poder contarle quién me ha protegido del FBI —dije—. Pero no dormiría usted por las noches. —De perdidos, al río, ¿no? Me giré y deshice el camino subiendo los escalones y entrando en la casa. Un instante después oí su coche salir por mi camino privado, probablemente dispersando mi preciosa grava a su paso.
Hunter y Claude estaban riéndose en la cocina y los descubrí soplando con pajitas en el agua acumulada en el fregadero, donde aún quedaban algunas burbujas de jabón. Hunter estaba de pie en un banco que yo usaba para alcanzar lo alto de los armarios. Era una estampa inesperadamente feliz.
—Y bien, prima, ¿se ha ido? —preguntó Claude—. Buen trabajo, Hunter. ¡Creo que hay un monstruo del lago bajo el agua!
Hunter sopló con redobladas fuerzas y unas gotas de agua salpicaron las cortinas. Rió con un ligero exceso de viveza.
—Vale, niños, ya es suficiente —les advertí. Aquello se me estaba escapando de las manos. Deja a un hada solo con un crío unos minutos y ése es el resultado. Miré el reloj de la pared. Gracias a la diana que Hunter había impuesto, apenas eran las nueve. No esperaba que Remy volviese a recoger a su hijo hasta última hora de la tarde.
—Vámonos al parque, Hunter.
Claude parecía decepcionado porque hubiese cortado de raíz su diversión, pero Hunter estaba deseando ir a alguna parte. Cogí mi guante de softball y una bola, y volví a atar las zapatillas de Hunter.
—¿Estoy invitado también? —preguntó Claude, ligeramente ofendido.
Me cogió por sorpresa.
—Claro, puedes acompañarnos —respondí—. Será genial. Quizá deberías llevar tu coche, ya que no sé lo que haremos más tarde. —Mi primo, tan pagado de sí mismo, parecía disfrutar enormemente de la compañía de Hunter. Jamás habría previsto esa reacción y, sinceramente, creo que a él le pasaba lo mismo. Claude me siguió en su Impala en dirección al parque.
Fuimos al parque de Magnolia Creek, que se extendía a ambos lados del arroyo. Era más bonito que el pequeño parque cerca de la escuela primaria. Tampoco era nada grandilocuente, por supuesto, ya que Bon Temps no es una ciudad demasiado rica, pero estaba equipado con lo básico, además de una pista de un cuarto de milla, mucho espacio abierto, mesas de picnic y arboledas. Hunter se lanzó a las estructuras de juego como si no hubiese visto nunca una, y puede que así fuera. Red Ditch es más pequeña y pobre que Bon Temps.
Descubrí que Hunter era capaz de trepar como un mono. Claude estaba pendiente de cada uno de sus movimientos. El niño habría considerado un rollo que lo hiciera yo. No estaba muy segura de por qué, pero lo tenía bastante claro.
Apareció un coche mientras tentaba a Hunter con bajarse de la estructura para ir a la zona de juegos. Del coche salió Tara y se acercó a nosotros para ver qué estábamos haciendo.
—¿Quién es tu amigo, Sookie? —preguntó.
El top ajustado que llevaba le hacía parecer un poco más gorda que cuando vino al bar a almorzar. Se había puesto unos shorts premamá que se perdían bajo la tripa hinchada. Sabía que el dinero no sobraba en la familia Du Rone/Thornton en esos días, pero deseaba que hallara el necesario en su presupuesto para hacerse con algunas prendas premamá de verdad antes de que fuese demasiado tarde. Por desgracia, su tienda de ropa, Prendas Tara, no trabajaba ese tipo de ropa.
—Te presento a mi primo Hunter —dije—. Hunter, ésta es mi amiga Tara. —Claude, que había estado balanceándose en un columpio, escogió ese momento para saltar de él hasta donde se encontraba ella—. Y éste es mi primo Claude.
Tara me conocía de toda la vida, así como a todos los miembros de mi familia. La premié mentalmente por absorber tan rápidamente las presentaciones y dedicar a Hunter una amable sonrisa, que a continuación extendió a Claude. Debió de reconocerlo; lo había visto en acción. Pero no parpadeó una sola vez.
—¿De cuántos meses estás? —le preguntó Claude.
—Me quedan poco más de tres para romper aguas —suspiró Tara. Supongo que se había acostumbrado a que personas relativamente desconocidas le hicieran preguntas personales. Ya me había dicho que, cuando estás embarazada, desaparecen todas las barreras conversacionales. «La gente se atreve a preguntarte cualquier cosa», me había confesado. «Y a las mujeres les da por contarte historias de partos que te ponen los pelos de punta».
—¿Quieres saber qué es? —preguntó Claude.
Eso estaba completamente fuera de lugar.
—Claude —dije con reproche—. Es algo muy personal. —Las hadas no manejan el mismo concepto de la información o el espacio personal que los humanos.
—Mis disculpas —se excusó mi primo con absoluta falta de sinceridad—. Supuse que te gustaría saberlo antes de comprarle la ropa. Tengo entendido que tenéis códigos de colores en función del sexo de los bebés.
—Claro —dijo Tara abruptamente—. ¿Qué es?