Authors: Charlaine Harris
—Alrededor de año y medio, puede que menos. —No parecía muy impresionado por haber encontrado un cadáver. Se limitaba a hacerme saber lo que había—. Queda bastante lejos, enterrado profundamente.
No dije nada. Dios bendito, debía de tratarse de Debbie Pelt. Desde que Eric recuperó sus recuerdos de aquella noche, era algo que nunca le había preguntado: dónde había enterrado el cuerpo después de que yo la matara.
Los oscuros ojos de Basim me escrutaron con gran atención.
—Alcide quiere que sepas que puedes llamar si necesitas ayuda o consejo —me ofreció finalmente.
—Dile a Alcide que agradezco la oferta. Y gracias de nuevo por la información.
Asintió y se dirigió a la camioneta, donde Annabelle ya estaba sentada con la cabeza apoyada en el hombro de Alcide.
Les saludé con la mano mientras Alcide arrancaba el motor y cerré la puerta con firmeza cuando se alejaron.
Tenía muchas cosas en las que pensar.
Regresé a la cocina con la mente puesta en mi café y una rebanada del bizcocho de manzana que Halleigh Bellefleur había dejado en el bar el día anterior. Era una joven agradable, y me alegraba mucho de que esperara un bebé con Andy. Había oído que la abuela de éste, la anciana señora Caroline Bellefleur, estaba muy contenta, y no me cabía duda alguna al respecto. Procuré pensar en las cosas buenas, como el bebé de Halleigh, el embarazo de Tara y la última noche que pasé con Eric; pero las inquietantes noticias de Basim no dejaron de aferrarse a mi estómago durante el resto de la mañana.
De todas las ideas que tuve, llamar a la oficina del sheriff del condado de Renard no llegaba ni a ser la más remota. No podía decirles por qué estaba preocupada. Los licántropos habían salido y no había nada de ilegal en dejarlos cazar en mis tierras. Pero no me imaginaba contándole al sheriff Dearborn que un licántropo me había dicho que unas hadas habían atravesado mi propiedad.
Así estaban las cosas. Hasta el momento, todas las hadas, salvo mi primo Claude, habían sido apartadas del mundo de los humanos. Al menos todas las hadas de Estados Unidos. Jamás me había preguntado cómo sería en otros países, y en ese momento cerré los ojos y puse una mueca inspirada en mi estupidez. Mi bisabuelo Niall había cerrado todas las puertas entre nuestro mundo y el feérico. Al menos eso fue lo que me dijo que pensaba hacer. Había dado por sentado que todas se habían marchado, salvo Claude, que había vivido entre humanos desde que yo lo conocía. Entonces ¿cómo explicar la presencia de hadas en mi propiedad?
¿Y a quién le podía pedir consejo al respecto? No podía sentarme sin hacer nada. Mi bisabuelo había buscado al mestizo y renegado de Dermot, que se odiaba por serlo, hasta el momento de cerrar el portal. Tenía que afrontar la posibilidad de que Dermot, que estaba llanamente loco, se había quedado en el mundo humano. Fuese como fuese, tenía que asumir que la presencia de hadas tan cerca de mi casa no presagiaba nada bueno. Necesitaba hablar de ello con alguien.
Podía confiárselo a Eric, ya que era mi amante, o a Sam, ya que era mi amigo, o incluso a Bill, ya que habíamos compartido muchas cosas y también le preocuparía. O podía hablar con Claude, a ver si él podía arrojar algo de luz sobre la situación. Me quedé sentada a la mesa, con mi café y mi rebanada de bizcocho de manzana, demasiado abstraída como para leer o ponerme a escuchar las noticias. Apuré la taza y me serví otra. Me duché con el piloto automático puesto, hice la cama y cumplí con todas mis tareas matutinas.
Finalmente me senté ante el ordenador que me había traído de casa de mi prima Hadley, en Nueva Orleans. Comprobé mi correo. No soy muy metódica haciéndolo. Conozco a muy pocas personas capaces de enviar un correo electrónico, y no he desarrollado la costumbre de encender el aparato todos los días.
Tenía varios mensajes. No reconocí al remitente del primero. Desplacé el puntero del ratón y pinché en él.
Una llamada a la puerta trasera me hizo saltar como una rana.
Empujé la silla hacia atrás. Tras un segundo de titubeo, saqué la escopeta del armario de la habitación delantera. Me dirigí hacia la puerta trasera y observé por la mirilla.
—Hablando del rey de Roma… —murmuré.
El día no dejaba de depararme sorpresas, y no eran ni las diez.
Bajé la escopeta y abrí la puerta.
—Claude —dije—. Adelante. ¿Quieres beber algo? Tengo Coca-Cola, café y zumo de naranja.
Me di cuenta de que tenía una bolsa pesada colgada en el hombro. A juzgar por el aspecto de ésta, debía de estar llena de ropa. No recordaba haberlo invitado a una fiesta de pijamas.
Entró, rezumando un aspecto serio, si no algo infeliz. Ya había estado en la casa con anterioridad, aunque no tantas veces. Paseó la mirada por mi cocina. Resultaba que era nueva, ya que la antigua había sido incendiada, así que todo relucía y tenía un aspecto impoluto.
—Sookie, ya no puedo seguir en nuestra casa. ¿Puedo quedarme un tiempo contigo, prima?
Intenté recoger mi mandíbula del suelo antes de que se diese cuenta de lo pasmada que me había dejado. Primero: Claude había confesado que necesitaba ayuda; segundo: me lo había confesado a mí; y tercero: quería quedarse en la misma casa de alguien a quien siempre había considerado a la altura de un escarabajo. Soy humana y soy mujer, dos defectos en opinión de Claude. Además, por supuesto, estaba el asunto de la muerte de Claudine mientras me defendía.
—Claude —dije, intentando sonar simpática—, siéntate. ¿Qué pasa? —Observé la escopeta, inexplicablemente aliviada por que estuviera a mi alcance.
Claude apenas le propinó una mirada fugaz. Tras un instante, dejó la bolsa en el suelo y se quedó donde estaba, como si no supiese qué hacer a continuación.
Estar en mi cocina con mi primo feérico me parecía de lo más surrealista. Si bien parecía haber tomado la decisión de seguir viviendo entre los humanos, demostraba estar muy lejos de sentir ninguna empatía por ellos. A pesar de ser maravilloso físicamente, Claude era un capullo sin criterio alguno, al menos por lo que yo había visto. Pero se había operado las orejas para parecer humano, para no tener que perpetuar su energía al esfuerzo de parecer lo que no era. Y, por lo que sabía, sus relaciones sexuales siempre habían sido con humanos varones.
—¿Sigues viviendo en la casa que compartías con tus hermanas? —Era un prosaico rancho de tres dormitorios en Monroe.
—Sí.
Vale. La verdad es que buscaba un poco más de conversación.
—¿Los bares no te mantienen muy ocupado? —Aparte de dirigir dos clubs de
striptease
(el Hooligan’s y otro establecimiento que acababa de adquirir), y salir a la pista del Hooligan’s al menos una vez a la semana, imaginaba que Claude estaría ocupado y bien acomodado. Dado que era increíblemente guapo, sacaba mucho dinero en propinas, y los ocasionales trabajos como modelo nutrían, más si cabe, sus ingresos. Claude era capaz de hacer babear hasta a la abuelita más formal. Compartir habitación con alguien tan atractivo elevaba la temperatura de cualquier mujer… hasta que él abría la boca. Además, ya no tenía que compartir los ingresos del club con su hermana.
—Ando ocupado. Y no me falta el dinero. Pero sin la compañía de los míos… me siento fatal.
—¿Lo dices en serio? —pregunté sin pensar, para luego desear haberme dado una patada por ello. Pero que Claude me necesitase (o a cualquiera, ya puestos) me parecía algo de lo más improbable. Su petición de quedarse conmigo era tan inesperada como poco bienvenida.
Pero mi abuela me riñó en mi fuero interno. Estaba delante de uno de los miembros de mi familia; uno de los pocos que me quedaban o a los que aún tenía acceso. Mi relación con mi bisabuelo Niall había terminado cuando se confinó al mundo feérico. A pesar de que Jason y yo habíamos resuelto nuestras diferencias, mi hermano vivía su propia vida. Mis padres y mi abuela habían muerto, como mi tía Linda y mi prima Hadley, a cuyo hijito casi nunca tenía ocasión de ver.
Me había deprimido en apenas un minuto.
—¿Hay bastante de hada en mí como para que te sirva de ayuda? —Fue todo lo que se me ocurrió decir.
—Sí —repuso llanamente—. Ya me siento mejor. —Aquello parecía un extraño eco de mi conversación con Bill. Claude esbozó una media sonrisa. Si era atractivo hasta la náusea cuando estaba preocupado, se antojaba divino a poco que sonriera—. Tu continuada cercanía a las hadas ha acentuado tu esencia feérica. Por cierto, tengo una carta para ti.
—¿De quién?
—De Niall.
—¿Cómo es posible? Tenía entendido que el mundo feérico estaba bloqueado.
—Tiene sus trucos —contestó Claude evasivamente—. Ahora es el único príncipe, y es muy poderoso.
«Tiene sus trucos».
—Hmmm —murmuré—. Vale, veámosla.
Claude sacó un sobre de la bolsa. Era de color sepia claro y estaba sellado con lacre azul. El lacre lucía un ave con las alas extendidas para volar.
—Así que las hadas tienen buzones —dije—. ¿Podéis mandar y recibir cartas?
—Una como ésta por supuesto.
A las hadas se les daba muy bien salirse por la tangente. Lancé un bufido de exasperación.
Saqué un cuchillo y lo pasé por debajo del lacre. El papel que saqué del sobre tenía una textura muy curiosa.
«Mi queridísima bisnieta», comenzaba diciendo. «Son muchas las cosas que no llegué a explicarte y que no llegué a hacer por ti antes de que mis planes se arruinaran con la guerra».
Vale.
«Te escribo esta carta sobre la piel de uno de los duendes del agua que devoraron a tus padres».
—¡Agh! —chillé, y solté la carta sobre la mesa de la cocina.
Claude se puso a mi lado como un rayo.
—¿Qué pasa? —preguntó, recorriendo la cocina con la mirada, como si esperase que apareciese un troll en cualquier momento.
—¡Eso es piel! ¡Es piel!
—¿Qué otra cosa iba a usar Niall para escribir? —Parecía genuinamente sorprendido.
—¡Ahh! —Sonaba incluso demasiado niñata para mi propio gusto, pero es que… ¿Piel?
—Está limpia —afirmó Claude, confiado en que eso contribuiría a resolver mi problema—. Ha sido tratada.
Apreté los dientes y estiré la mano para recuperar la carta de mi bisabuelo. Respiré hondo para tranquilizarme. Lo cierto es que el… tejido apenas olía a nada. Con el acuciante deseo de ponerme unos guantes, seguí leyendo.
«Antes de abandonar tu mundo, me aseguré de que uno de mis agentes humanos hablase con varias personas que pudiesen ayudarte a eludir la seguridad del Gobierno humano. Cuando vendí la empresa farmacéutica que poseíamos, invertí buena parte de sus beneficios en tu libertad».
Parpadeé, porque los ojos me lagrimeaban un poco. Puede que no fuese el típico bisabuelo, pero, demonios, había hecho algo maravilloso por mí.
—¿Ha sobornado a funcionarios del Gobierno para que alejen al FBI? ¿Eso ha hecho?
—Ni idea —contestó Claude, encogiéndose de hombros—. Me escribió a mí también para decirme que tenía un ingreso de trescientos mil dólares en la cuenta. Por otra parte, Claudine no había hecho testamento, ya que ella no…
… esperaba morir. Lo que esperaba era criar a un hijo con un amante feérico al que nunca conocí. Claude se sacudió y dijo con voz rota:
—Niall ha proporcionado un cuerpo humano y un testamento para que no tenga que esperar años para demostrar su muerte. Ella me lo legó casi todo. Fue lo que le dijo a nuestro padre, Dillon, cuando se le apareció durante el ritual de muerte.
Las hadas decían a sus allegados que habían muerto tras pasar a su forma espiritual. Me pregunté por qué Claudine se aparecería a Dillon en vez de a su hermano y le trasladé la duda a Claude con todo el tacto verbal posible.
—El siguiente ascendente es quien recibe la visión —respondió Claude con sequedad—. Nuestra hermana Claudette se me apareció a mí, ya que yo era un minuto mayor que ella. Claudine cumplió el ritual con nuestro padre, dado que ella era mayor que yo.
—Entonces ¿le dijo a tu padre que deseaba que te quedases con su parte de los clubs? —Claude tenía suerte de que su hermana compartiera sus deseos con alguien más. Me preguntaba qué pasaría si muriese el hada más veterana de la línea familiar. Dejaría esa pregunta para más tarde.
—Sí, su parte de la casa. Su coche. Aunque ya tengo uno. —Por alguna razón, Claude parecía un poco cortado. Y culpable. ¿Por qué demonios iba a sentirse culpable?
—¿Cómo puedes conducir —pregunté, desviándome del tema—, con los problemas que tenéis las hadas con el hierro?
—Me pongo guantes invisibles sobre la piel expuesta —contestó—. Me los pongo después de cada ducha. Y he ido desarrollando más tolerancia con cada década que he pasado viviendo entre los humanos.
Volví a la carta.
«Es posible que pueda hacer algo más por ti; te lo haré saber. Claudine te ha dejado un regalo».
—Oh, ¿Claudine me ha dejado algo a mí también? ¿Qué es? —Alcé la vista hacia Claude, que no parecía muy contento. Creo que no conocía exactamente el contenido de la carta. Si Niall no me había revelado el legado de Claudine, menos lo iba a hacer Claude. Las hadas no mienten, pero tampoco suelen contar siempre toda la verdad.
—Te ha dejado el dinero de su cuenta —dijo, resignado—. Contiene sus ganancias de la tienda y su parte de los clubes.
—Oh… Qué maja. —Parpadeé un par de veces. Siempre intentaba no tocar mi cuenta corriente, y la de ahorros tampoco andaba muy holgada, ya que había perdido muchos días de trabajo últimamente. Por otra parte, las propinas también habían disminuido por culpa de mi bajo estado de ánimo de los últimos tiempos. Las camareras sonrientes sacan más que las tristes.
Unos cientos de dólares no me vendrían mal, por supuesto. Quizá podría comprarme algo de ropa nueva, y necesitaba urgentemente una taza nueva para el cuarto de baño del pasillo.
—¿Cómo se hace una transferencia así?
—Recibirás un cheque del señor Cataliades. Él gestiona el patrimonio.
El señor Cataliades (si tenía nombre de pila, jamás lo había escuchado) era abogado, además de, mayoritariamente, un demonio. Se encargaba de los asuntos legales humanos de muchos seres sobrenaturales de Luisiana. Me sentí un poco mejor cuando Claude mencionó su nombre, consciente de que no tenía absolutamente nada contra mí.
Bueno, tenía que decidirme sobre la propuesta de Claude de convertirse en mi nuevo compañero de piso.