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Authors: Charlaine Harris

Muerto en familia (5 page)

—Bill, eso no va a pasar —dije—. Más bien deberías pensar en localizar a la otra hija de Lorena.

—Sí —acordó—, es posible. —Sus oscuros ojos estaban curiosamente luminosos. Quizá fuese uno de los efectos del veneno, o puede que de las velas. Sé que no se esforzaría por buscar a su hermana de sangre. Cualquiera que hubiese sido la chispa que mi visita había encendido, ya se estaba apagando.

Triste, preocupada y puede que remotamente satisfecha (hay que decir que es muy halagador que alguien te quiera tanto), volví a casa atravesando el cementerio. Di las acostumbradas palmadas en la lápida de Bill. Mientras caminaba por el irregular terreno, pensé en él, como no podía ser de otra manera. Había sido soldado de la Confederación. Había sobrevivido a la guerra civil para sucumbir al capricho de una vampira después de su regreso a casa para reunirse con su esposa e hijos; un trágico final para una dura vida.

Volví a alegrarme de haber matado a Lorena.

He aquí algo que no me gusta de mí misma: me había dado cuenta de que no me sentía mal por haber acabado con una vampira. Algo en mi interior no paraba de pensar que ya estaban muertos, y que la primera muerte debía de ser la importante. Si hubiera matado a un humano al que odiase, la reacción habría sido mucho más intensa.

Y entonces pensé: «Debería estar contenta por haber intentado evitar el dolor, en vez de sentirme peor por matar a Lorena». Odiaba intentar determinar qué era lo mejor desde el punto de vista moral, porque casi nunca se correspondía con mis sensaciones más viscerales.

El fondo de toda esa autoevaluación era que había matado a Lorena, que ahora podría haber curado a Bill. Y que éste había resultado herido al intentar rescatarme. Estaba claro; tenía una responsabilidad. Traté de discernir qué hacer.

Cuando llegué a la conclusión de que me encontraba sola en la oscuridad y que debería estar muerta de miedo (al menos según los cánones de D’Eriq), ya estaba enfilando el bien iluminado patio trasero de mi casa. Quizá la preocupación por mi vida espiritual fuese una necesaria distracción de mi constante revivir de la tortura física. O quizá me sentía mejor porque había ayudado a alguien; había abrazado a Bill, y eso le había ayudado a sentirse mejor. Cuando me acosté esa noche, pude permanecer tumbada en mi posición favorita, en vez de dar vueltas sin parar, y dormí sin soñar (al menos sin recordar qué había soñado a la mañana siguiente).

Durante la siguiente semana dormí sin problemas, a resultas de lo cual empecé a sentirme como antes. Fue algo gradual, pero perceptible. No di con una forma de ayudar a Bill, pero le compré un CD nuevo (de Beethoven) y lo dejé en un lugar donde pudiera encontrarlo en cuanto se despertara de su sueño diurno. Otro día le envié una postal electrónica. Lo justo para que supiera que pensaba en él.

Cada vez que veía a Eric me sentía un poco más alegre. Por fin llegó el día en que sentí mi propio orgasmo, un momento tan explosivo que parecía que lo había reservado para las vacaciones.

—¿Estás…, estás bien? —preguntó Eric. Me contemplaba, medio sonriente, con sus ojos azules, como si no estuviese muy seguro de si debía ponerse a aplaudir o llamar a una ambulancia.

—Estoy muy, muy bien —dije—. Me siento tan bien que podría caerme fuera de la cama y quedarme dormida en el suelo hecha un ovillo.

Su sonrisa ganó en seguridad.

—Entonces ¿te vino bien? ¿Mejor que antes?

—¿Lo sabías…? —Arqueó una ceja—. Por supuesto que lo sabías. Es sólo que… tenía algunos problemas que debían resolverse solos.

—Sabía que no podía deberse a mi habilidad en la cama, esposa mía —dijo Eric, y, si bien sus palabras eran un poco arrogantes, desprendían despreocupación.

—No me llames así. Ya sabes que nuestro presunto matrimonio no es más que una estrategia. Y, volviendo a lo que decías antes… Eres muy hábil en la cama, Eric. —Al César lo que es del César—. El problema de los orgasmos estaba en mi mente. Ya lo he resuelto.

—Te estás quedando conmigo, Sookie —murmuró—. Pero te voy a enseñar lo que es habilidad en la cama. Porque creo que eres capaz de correrte de nuevo.

Y resultó que tenía razón.

Capítulo
1
Abril

Me encanta la primavera por todas las razones obvias. Me encanta la floración (que, aquí en Luisiana ocurre bastante pronto), el canto de los pájaros y la aparición de las ardillas correteando por mi jardín.

Me encanta el sonido de los licántropos aullando en la distancia.

No, era broma. Pero el caso es que Tray Dawson, que en paz descanse, me dijo una vez que la primavera es la época predilecta de los licántropos. Hay más presas, por lo que las cacerías acaban antes, dejando más tiempo para comer y jugar. Dado que estaba pensando en ellos, no me resultó extraño oír a uno.

En esa soleada mañana de mediados de abril, estaba sentada en mi porche delantero con mi segunda taza de café y una revista, aún ataviada con el pantalón del pijama y la camiseta de Superwoman, cuando el líder de la manada de Shreveport me llamó al móvil.

—Uff —resoplé al reconocer el número. Abrí la tapa del móvil—. Hola —dije con cautela.

—Sookie —dijo Alcide Herveaux. Hacía meses que no lo veía. Había ascendido al rango que ocupaba ahora un año atrás, en una desenfrenada noche de violencia—. ¿Cómo estás?

—De maravilla —respondí, casi creyéndomelo—. Feliz y tranquila. Afinada como un violín. —Observé a un conejo brincando sobre los tréboles y la hierba, a unos seis metros. La primavera.

—¿Sigues saliendo con Eric? ¿Es él la razón para tan buen humor?

Todo el mundo con lo mismo.

—Sí, sigo saliendo con él. Y, la verdad, sí que me ayuda a estar feliz. —Lo cierto era que, tal como me había dicho Eric, «salir» era un término que no se ajustaba demasiado a la realidad. A pesar de que yo no me considerara su esposa por el mero hecho de haberle tendido una daga (Eric se había servido de mi ignorancia como piedra angular de su estrategia), para los vampiros sí lo era. Un matrimonio mixto entre vampiro y humana no es exactamente la contrapartida humana de «amar, honrar y obedecer», pero Eric esperaba que el paso le otorgase cierto valor en el mundo vampírico. Desde entonces, las cosas marcharon bastante bien, al menos en el baremo vampírico. Aparte del leve contratiempo de que Victor no permitiera a Eric que viniese a rescatarme cuando me estaban matando, claro (Victor, ése sí que habría estado mejor muerto del todo).

Aparté mis pensamientos de esas tenebrosas parcelas con la determinación que me había otorgado la dilatada práctica. ¿Veis? Mucho mejor. Ahora saltaba de mi cama cada día casi con el mismo vigor que antes. Incluso fui a la iglesia el domingo pasado. ¡Positiva!

—¿Qué pasa, Alcide? —pregunté.

—Quiero pedirte un favor —dijo Alcide, sin sorprenderme demasiado.

—¿En qué puedo ayudarte?

—¿Podemos usar tu terreno para una salida de luna llena mañana por la noche?

Me tomé un instante para pensar acerca de su solicitud en vez de aceptar automáticamente. La experiencia me está enseñando. Yo tenía las tierras que los licántropos necesitaban; ése no era el problema. Aún soy propietaria de veinte acres alrededor de la casa, aunque la abuela vendió la mayor parte de las tierras de la granja cuando se vio ante el aprieto económico de tener que criarnos a mi hermano y a mí. Si bien el cementerio Sweet Home se comía un trozo de mi terreno y del de Bill, había espacio suficiente, especialmente si Bill accedía también a la petición de los licántropos. Recordé que no era la primera vez que la manada frecuentaba ese lugar.

Di vueltas a la idea para contemplarla desde todos los ángulos posibles. No veía ningún inconveniente reseñable.

—Claro, sois bienvenidos —respondí—. Creo que deberíais hablar también con Bill Compton. —Bill no había contestado a ninguno de mis pequeños gestos de preocupación.

Los vampiros y los licántropos no están hechos precisamente para ser íntimos, pero Alcide es un hombre pragmático.

—Entonces lo llamaré esta noche —acordó—. ¿Tienes su número?

Se lo di.

—¿Por qué no vais todos a tu casa, Alcide? —pregunté, por pura curiosidad. Una vez me dijo que la manada del Colmillo Largo solía celebrar la luna llena en la granja de los Herveaux, al sur de Shreveport. Gran parte de sus terrenos se dejaban silvestres para la cacería de la manada.

—Ham me ha llamado hoy para contarme que hay un grupo de naturales acampado cerca del arroyo. —«Naturales» era la forma que tenían los cambiantes de llamar a los humanos normales. Conocía a Hamilton Bond de vista. Su granja era adyacente a la de los Herveaux, y trabajaba algunos acres de Alcide. La familia Bond había pertenecido a la manada del Colmillo Largo tanto tiempo como los propios Herveaux.

—¿Tenían permiso para acampar allí? —pregunté.

—Le comentaron a Ham que mi padre siempre les daba permiso para pescar por la zona en primavera, así que no se les ocurrió preguntarme. Puede que sea verdad. Pero no los recuerdo.

—Aunque eso sea verdad, me parece muy feo. Deberían haberte llamado —dije—. Deberían haberte preguntado si no te venía mal. ¿Quieres hablar con ellos? Puedo averiguar si mienten. —Jackson Herveaux, el difunto padre de Alcide, no parecía el tipo de hombre que permitiría que unos extraños se instalasen en sus tierras regularmente.

—No, gracias, Sookie. Odiaría pedirte más favores. Eres una amiga de la manada. Se supone que nosotros debemos protegerte a ti, no al revés.

—No te preocupes. Podéis venir cuando queráis. Y si quieres que conozca a esos supuestos amigos de tu padre, no tengo ningún inconveniente. —Su aparición me parecía de lo más curiosa, a tan poco tiempo de la luna llena. Curiosa y sospechosa.

Alcide me dijo que pensaría lo de los pescadores y me dio las gracias al menos seis veces por acceder.

—No es para tanto —le resté importancia, deseosa de que eso fuese verdad. Finalmente Alcide consideró que me lo había agradecido lo suficiente y colgamos.

Entré en casa con mi taza de café. No sabía que estaba sonriendo hasta que me miré en el espejo del salón. Tuve que admitir que tenía ganas de que los licántropos llegasen. Sería agradable sentir que no estaba sola en la inmensidad del bosque. Patético, ¿eh?

Si bien las pocas noches que pasábamos juntos estaban bien, Eric seguía estando demasiado tiempo ocupado con sus asuntos vampíricos. Me estaba empezando a cansar un poco. Bueno, un poco no. Si se supone que eres el jefe, deberías poder disfrutar de algo de tiempo libre, ¿no? Ésa es una de las ventajas de serlo.

Pero algo debía de estar pasando entre ellos; los síntomas me resultaban funestamente familiares. A esas alturas, el nuevo régimen debía de estar afianzado, y Eric debería haber cimentado ya bien su nuevo papel en el esquema establecido. Victor Madden debía de estar muy ocupado en Nueva Orleans con la gestión del reino, ya que era el representante personal de Felipe en Luisiana. Tenían que haber dejado que Eric gobernara la Zona Cinco a su propia y eficiente manera.

Pero los azules ojos de Eric se encendían y adquirían una acerada textura cuando surgía el nombre de Victor. Es probable que a los míos les pasara lo mismo. Tal como estaban las cosas, Victor ostentaba cierto poder sobre Eric, y no había mucho que pudiera hacerse al respecto.

Le pregunté a Eric si cabía la posibilidad de que Victor alegara insatisfacción ante su rendimiento en la Zona Cinco, una posibilidad aterradora de por sí.

—Tengo en mi poder papeles que demuestran lo contrario —dijo Eric—. Y los guardo en varios sitios distintos. —La vida de toda su gente, probablemente la mía incluida, dependía de que la posición de Eric se asentara firmemente en el nuevo régimen. Sabía que muchas cosas dependían de que reafirmara su situación y era consciente de que no tenía demasiado derecho a rechistar. Muchas veces no es nada fácil sentirse como una debería sentirse.

En resumidas cuentas, unos cuantos aullidos alrededor de la casa supondrían un agradable cambio. Al menos sería algo nuevo y diferente.

Cuando fui al trabajo ese día, le conté a Sam lo que Alcide me había dicho. Los cambiantes de purasangre son escasos. Dado que no hay demasiados por esta zona, Sam pasa algún tiempo con algunos de ellos.

—Oye, ¿por qué no vienes tú también? —sugerí—. Como eres un purasangre, podrías convertirte también en lobo, ¿no? Encajarías de maravilla.

Sam se reclinó sobre su vieja silla giratoria, feliz por tener una excusa para dejar de rellenar formularios. A sus treinta años, era tres mayor que yo.

—He estado saliendo con alguien de la manada, así que podría ser divertido —dijo, sopesando la idea. Pero sacudió la cabeza al momento—. No…, sería como acudir a una reunión de la NAACP
[3]
con la cara pintada de negro. Una mera imitación entre lo auténtico. Es una de las razones por las que nunca he salido por ahí con las panteras, a pesar de que Calvin siempre me ha dicho que soy bienvenido.

—Oh —murmuré, avergonzada—. No se me había ocurrido. Lo siento —me pregunté con quién habría salido, pero tenía que asumir que no era asunto mío.

—Ah, no te preocupes.

—Hace años que te conozco y debería saber más sobre ti —dije—. De tu cultura, quiero decir.

—Mi propia familia aún está aprendiendo. Tú ya sabes más que ellos.

Sam había revelado su naturaleza al tiempo que lo habían hecho los licántropos. Su madre lo hizo esa misma noche. Su familia no lo había pasado muy bien con eso de la revelación. De hecho, su padrastro le había disparado a su madre y ahora estaban tramitando su divorcio. Nada sorprendente, por otra parte.

—¿Vuelve a estar en marcha la boda de tu hermano? —pregunté.

—Craig y Deidra están yendo a un consejero. Los padres de ella no estaban nada contentos con que se emparentase con una familia con gente como mi madre y yo. No comprenden que los hijos que puedan concebir no tienen por qué convertirse en animales. Eso sólo pasa con los primogénitos de una pareja de cambiantes de purasangre. —Se encogió de hombros—. Supongo que acabarán cediendo. Sólo estoy esperando que pongan otra fecha. ¿Sigues queriendo acompañarme?

—Claro —dije, aunque me imaginé que no sería fácil decirle a Eric que saldría del Estado con otro hombre. Cuando le hice la promesa a Sam, Eric y yo no manteníamos ninguna relación—. ¿Es que crees que llevar a una licántropo como pareja sería ofensivo para la familia de Deidra?

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