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Authors: Charlaine Harris

Muerto en familia (25 page)

—¿Crees que sigue con la idea de hacernos daño a mi hermano y a mí?

—No creo que nunca la haya tenido —contestó Claude tras meditarlo un instante—. Creo que Dermot está chiflado, aunque hace unos años era un tipo agradable. No sé si será su lado humano el que se ha ido a la mierda o el feérico el que se ha contaminado demasiado del mundo humano. Ni siquiera puedo explicar su participación en la muerte de tus padres. El Dermot que conocí jamás habría hecho nada parecido.

Estuve tentada de señalar que los locos de verdad pueden hacer daño sin querer a los que tienen a su alrededor, o sin siquiera darse cuenta de ello. Pero no lo hice. Dermot era mi tío abuelo y, por lo que decían todos los que lo habían conocido, un calco de mi hermano. Admití que sentía curiosidad. Pensé en lo que Niall había dicho acerca de que fue él quien abrió las puertas de la camioneta para que mis padres fueran arrastrados por la riada y fueran ahogados por Neave y Lochlan. El comportamiento de Dermot, por lo poco que había observado, no concordaba con el horror de ese incidente. ¿Pensaría en mí como pariente suya? ¿Éramos Jason y yo lo bastante feéricos como para atraerlo? Reconozco que dudé de Bill cuando me dijo que se sentía mejor cerca de mí por mi sangre feérica.

—Claude, ¿tú notas que no soy del todo humana? ¿Qué puntuación tengo en el medidor feérico? —El «feedar».

—Si estuvieses en medio de una muchedumbre humana, sería capaz de sentirte con los ojos cerrados y asegurar que eras de mi sangre —dijo Claude sin titubear—. Pero si esa muchedumbre fuese de hadas, pensaría que eras humana. Es un aroma escurridizo. La mayoría de los vampiros pensarían simplemente que hueles bien y se sentirían bien a tu lado. Hasta ahí llegaría. Si supieran que eres en parte hada, deducirían que esa sensación se debe a ello.

Así que podía ser verdad que Bill se sintiera reconfortado por la pequeña fracción de hada que yo llevaba dentro, al menos ahora que podía identificarlo como tal. Me levanté para despejar el plato y ponerme otra taza de café. De paso, también le quité el plato a Claude. No me dio las gracias.

—Gracias por hacer el desayuno —dije—. Aún no hemos hablado de cómo repartiremos los gastos de la compra y de la casa.

Claude parecía sorprendido.

—No había pensado en ello —respondió.

Bueno, al menos era sincero.

—Te contaré cómo lo hacíamos Amelia y yo —expliqué, y en unas pocas frases dejé claras las bases. Algo aturdido, Claude aceptó.

Abrí la nevera.

—Estos dos estantes son tuyos —señalé—. El resto es mío.

—Lo capto —accedió.

No sé por qué, pero lo dudaba. Sonaba más bien a que quería dejarme tranquila. Había muchas probabilidades de que tuviésemos que repetir esa conversación en el futuro. Cuando se fue arriba, me puse a lavar los platos (a fin de cuentas él había hecho el desayuno). Me vestí y me dispuse a leer un poco. Pero estaba demasiado inquieta como para concentrarme en mi libro.

Oí que se acercaban coches por el camino de acceso, a través del bosque. Miré por la ventana delantera. Dos coches de policía.

Estaba segura de que ocurriría. Pero no pude evitar que el corazón se me hundiera hasta los pies. A veces odio tener razón. Quienquiera que hubiese matado a Basim, había colocado su cuerpo en mi propiedad para implicarme.

—Claude —llamé—. Ponte algo decente. Es la policía.

Claude, curioso como pocas veces, bajó las escaleras al trote. Vestía unos vaqueros con camiseta, como yo. Salimos al porche delantero. Bud Dearborn, el sheriff (el sheriff humano normal) iba en el primer coche, mientras que Andy Bellefleur y Alcee Beck venían en el segundo. El sheriff y dos inspectores; yo debía de ser una peligrosa criminal y no me había dado cuenta.

Bud salió del coche lentamente, del mismo modo que hacía tantas cosas en los últimos tiempos. Por sus pensamientos, sabía que Bud cada vez estaba más aquejado de artritis y que albergaba también algunas dudas sobre su próstata. Su rostro cansado no dio ninguna pista sobre su incomodidad física mientras se acercaba a nosotros. El cinturón le crujía por la cantidad de cosas que llevaba colgadas.

—¿Qué tal, Bud? —saludé—. Qué alegría veros a todos.

—Sookie, hemos recibido una llamada anónima —dijo Bud—. Como sabrás, la ley no podría resolver demasiados casos sin chivatazos anónimos, pero personalmente no respeto demasiado a los que no quieren identificarse.

Asentí.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó Andy. Parecía hecho polvo. Había oído que su abuela, quien le había criado, se encontraba en el lecho de muerte. Pobre Andy. Habría preferido estar con ella en vez de allí. A Alcee Beck, el otro inspector, yo no le caía nada bien. Nunca lo hice, y ese sentimiento había encontrado una buena base sobre la que sustentarse: su mujer había sido agredida por un licántropo que me perseguía a mí. Aunque me había encargado del tipo, Alcee la tenía tomada conmigo. A lo mejor era una de esas escasas personas que sentían repulsión por mi naturaleza feérica, pero lo más probable era que le caía mal, sin más. De modo que de nada serviría intentar ganármelo. Le saludé con un gesto de la cabeza que no fue correspondido.

—Os presento a mi primo Claude Crane, de Monroe —dije.

—¿Por parte de quién? —inquirió Andy. Esos tres hombres conocían todos y cada uno de los parentescos del condado.

—Es un poco embarazoso —contestó Claude (nada era capaz de abochornarlo, pero hizo una convincente interpretación)—. Soy lo que llamaríais un hijo ilegítimo.

Por una vez tuve que sentirme agradecida hacia Claude por prestarse a llevar el peso. Bajé la mirada para demostrar que era algo que me avergonzaba sobremanera.

—Claude y yo nos estamos conociendo, ahora que sabemos que estamos emparentados —expliqué.

Comprobé que todos tomaban nota mental del dato.

—¿Qué os trae por aquí? —pregunté—. ¿Qué decía la llamada anónima?

—Que tienes un cadáver enterrado en el bosque. —Bud apartó la mirada, como si le resultase vergonzoso decir algo tan ultrajante, pero yo sabía que no era así. Tras años de servicio, Bud sabía muy bien de qué era capaz el ser humano, incluidas las rubias con pechos grandes. Puede que ellas en especial.

—No habéis traído sabuesos —observó Claude. En cierto modo deseaba que mantuviese la boca cerrada, pero estaba claro que no era un día para ver los deseos cumplidos.

—Creo que bastará con un registro físico —dijo Bud—. Fueron muy específicos en la ubicación. —Además, pensaba él, los perros son un medio muy caro.

—Oh, Dios mío —pregunté, genuinamente pasmada—, ¿cómo es posible que esa persona no esté implicada si afirma que sabe dónde está el cuerpo exactamente? No lo comprendo. —Pensé que Bud me contaría algo más, pero no mordió el anzuelo.

Andy se encogió de hombros.

—Tenemos que echar un vistazo.

—Adelante —ofrecí con absoluta confianza. Si hubiesen traído a los perros, habría sudado la gota gorda pensando que localizarían a Debbie Pelt o el hoyo vacío donde había estado Basim—. Espero que no os importe que me quede en casa mientras registráis el bosque. Y también confío en que no se os peguen demasiadas garrapatas. —Las garrapatas acechaban en la hierba y los arbustos, percibían la química del cuerpo y su calor y luego se lanzaban en un salto de fe. Vi que Andy se remetía los pantalones en las botas mientras que Bud y Alcee se rociaban con repelente.

Cuando los hombres desaparecieron en el bosque, Claude dijo:

—Será mejor que me cuentes por qué no estás nada asustada.

—Cambiamos el cadáver de sitio anoche —contesté, y me senté frente al escritorio donde había colocado el ordenador que saqué del apartamento de Hadley. ¡Chúpate ésa, Claude! Al cabo de unos segundos, oí que subía pesadamente por las escaleras.

Ya que tenía que esperar el regreso de los policías, bien podía hacerlo comprobando mi correo electrónico. Muchos mensajes reenviados, la mayoría inspiradores o patrióticos, de Maxine Fortenberry, la madre de Hoyt. Los borré sin leerlos. Leí uno de Halleigh, la mujer embarazada de Andy Bellefleur. Resultaba extraño saber de ella mientras su marido estaba en mi bosque cazando patos.

Halleigh decía que se sentía muy bien. ¡Genial! Sin embargo, la abuela Caroline empeoraba cada día, y temía que no fuese a vivir para ver a sus nietos.

Caroline Bellefleur era muy anciana. Andy y Portia se habían criado en su casa tras la muerte de sus padres. La señora Caroline tenía más años de viudedad que de matrimonio a la espalda. Yo no recordaba nada del señor Bellefleur, y estaba convencida de que Andy y Portia nunca lo conocieron. Andy era mayor que Portia, y Portia tenía un año más que yo, así que calculaba que la señora Caroline, que antaño fue la mejor cocinera del condado de Renard, capaz de la mejor tarta de chocolate del mundo, rondaría los noventa y tantos.

«En fin», seguía diciendo Halleigh, «desea encontrar la Biblia familiar más que cualquier otra cosa en este mundo. Ya sabes que siempre se ha obsesionado con algo, y ahora es la Biblia familiar, que lleva desaparecida ni se sabe la de años. Se me ha ocurrido una locura. Cree que, de alguna manera, su familia está emparentada con los Compton. ¿Te importaría pedirle al señor Compton que busque su Biblia? Supongo que será casi imposible que aparezca, pero mi suegra no ha perdido ni un ápice de personalidad a pesar de su debilidad física».

Era una forma simpática de decir que la señora Caroline no paraba de hablar de la dichosa Biblia.

Se me presentaba un dilema. Yo sabía que la Biblia estaba en la casa de los Compton. También sabía que, después de estudiarla, la señora Caroline descubriría que era descendiente directa de Bill Compton. Cómo se sentiría al respecto era toda una incógnita. ¿Quería yo trastocar su perspectiva del mundo en su lecho de muerte?

Por otro lado, había… Oh, demonios, estaba harta de equilibrarlo todo; ya tenía bastantes asuntos propios de los que preocuparme. En un momento de temeridad, reenvié el correo a Bill. Era una recién llegada a los correos electrónicos, así que aún no confiaba en ellos del todo. Pero al menos me tranquilizaba dejar la pelota en el tejado de Bill. Si él no la devolvía, bueno, pues tanto mejor.

Tras holgazanear un poco en la página de eBay, maravillada ante las cosas que la gente trata de vender, oí voces en el jardín delantero. Miré fuera para ver a Bud, Alcee y Andy sacudiéndose polvo y ramitas de la ropa. Andy se frotaba también una picadura en el cuello.

Salí de la casa.

—¿Habéis encontrado algo? —les pregunté.

—No, nada —contestó Alcee Beck—. Pero sí hemos comprobado que alguien pasó por allí.

—Bueno, claro —observé—. Pero ¿algún cuerpo?

—Ya no te molestaremos más —atajó Bud.

Se marcharon en medio de una nube de polvo. Observé cómo se alejaban y me estremecí. Me sentía como si hubiese puesto el cuello en una guillotina y no hubiese perdido la cabeza en el último momento porque la cuerda era demasiado corta.

Volví a ponerme ante el ordenador y mandé un correo a Alcide. Sólo puse: «La policía acaba de estar aquí». Supuse que sería suficiente. Sabía que no daría señales de vida hasta estar listo para venir a Shreveport.

Me sorprendió que tuvieran que pasar tres días para que Bill respondiera. Lo único llamativo que hubo en ellos fue el número de personas de las que no tuve noticia. No supe nada de Remy, lo cual no era demasiado extraño. No llamó ninguno de los miembros de la manada del Colmillo Largo, así que asumí que habían llevado el cuerpo de Basim hasta su nuevo lugar de descanso y que me avisarían en cuanto supiesen cuándo se celebraría la reunión. Si alguien se adentró en mi bosque para averiguar por qué habían movido el cuerpo de Basim, no me enteré. Tampoco supe nada de Pam o Bobby Burnham, cosa que me preocupaba un poco, pero aun así… nada del otro mundo.

Lo que sí que me dejó muy descolocada fue no saber nada de Eric. Vale, su (creador, sire, padre) mentor Apio Livio Ocella estaba en la ciudad… Pero ya le valía.

Entre preocupación y preocupación, me puse a investigar nombres romanos y descubrí que «Apio» era el
praenomen
, el nombre de pila. Livio era el
nomen
, el apellido familiar, heredado de padre a hijo y que indicaba que pertenecía a la familia o al clan de los Livii. Ocella era su
cognomen
, un apodo para indicar qué rama de los Livii le había criado; o quizá lo recibiera a título honorífico por sus servicios en la guerra (no tenía la menor idea de qué podía ser). Una tercera posibilidad, si había sido adoptado por otra familia, era que el
cognomen
reflejase el nombre de su familia original.

El nombre decía mucho de uno en el mundo romano.

Perdí mucho tiempo desentrañándolo todo acerca del nombre de Apio Livio Ocella. Seguía sin saber qué quería o pretendía hacer con mi novio. Y ésas eran las cosas que más necesitaba saber en ese momento. He de admitir que me sentía bastante enfadada, belicosa y hosca (también amplié mi vocabulario mientras estuve conectada). No era precisamente una bonita colección de emociones, pero parecía incapaz de evolucionar a un simple descontento.

Mi primo Claude tampoco se dejó ver mucho. Sólo coincidimos una vez en esos tres días, y fue cuando le oí atravesar la cocina y salir por la puerta de atrás y llegué a tiempo para ver que se metía en su coche.

Eso explica por qué me sentí tan feliz al ver a Bill en mi puerta trasera tan pronto como se hubo escondido el sol al tercer día de enviarle el correo de Halleigh. No tenía mejor aspecto que la última vez que nos habíamos visto, pero se había vestido con traje y corbata, y llevaba el pelo cuidadosamente peinado. Traía la Biblia bajo el brazo.

Comprendí por qué se había acicalado tanto y lo que pretendía hacer.

—Bien —dije.

—Ven conmigo. Vendrá bien que estés allí.

—Pero van a pensar… —Pero me obligué a cerrar la boca. No merecía la pena preocuparse por que los Bellefleur asumieran que Bill y yo éramos novios otra vez, cuando Caroline Bellefleur estaba a punto de reunirse con su hacedor.

—¿Acaso sería tan terrible? —preguntó con sencilla dignidad.

—No, claro que no. Estuve orgullosa de ser tu novia —respondí, y me volví dispuesta a regresar a mi habitación—. Por favor, pasa mientras me cambio. —Había terminado el turno del almuerzo y la tarde y me había puesto los shorts y la camiseta.

Como tenía prisa, me puse una falda negra que me llegaba por encima de las rodillas y una blusa ajustada blanca sin mangas que había encontrado rebajada en Stage. Pasé un cinturón de cuero rojo por las trabillas de la falda y pesqué unas sandalias del fondo de mi armario. Me atusé un poco el pelo, y lista.

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