Authors: Charlaine Harris
Comprobé el contestador; comprobé el móvil, que no me había llevado al funeral. Ningún mensaje. Me quité la ropa lentamente, tratando de imaginar qué le habría podido pasar a Eric. Decidí que no lo llamaría, pasase lo que pasase. Él sabía dónde me encontraba y cómo llegar hasta mí. Colgué el vestido negro en el armario, guardé los zapatos de tacón del mismo color en su sitio y me puse el pijama de Piolín, uno de mis favoritos. Me acosté enfadada como una gallina empapada.
Y asustada.
Claude no vino a casa la noche anterior. Su coche no estaba aparcado en la parte de atrás. Me alegré de que a alguien le hubiese sonreído la suerte. Entonces me dije que no debía ser tan autocompasiva.
—Lo estás haciendo bien —le animé a mi reflejo en el espejo para creérmelo—. ¡Mírate! ¡Mira qué moreno más estupendo, Sook! —Tenía que estar en el trabajo para el turno del almuerzo, así que me vestí justo después de desayunar. Recuperé el CD robado de debajo de las toallas. Me dije virtuosamente que se lo pagaría a Bill o lo devolvería. En realidad no era un robo si pensaba devolverlo. Algún día. Observé el estuche de plástico transparente que tenía entre las manos. Me pregunté cuánto daría el FBI por él. A pesar de los esfuerzos de Bill por que sólo los vampiros pudieran adquirirlo, sería absolutamente asombroso que nadie más se hubiera hecho con él.
Así que lo abrí y lo metí en la bandeja del ordenador. Tras un zumbido inicial, apareció una pantalla. «El directorio vampírico», decía en letras góticas rojas sobre fondo negro. ¿Quién dijo estereotipo?
«Introduzca su clave de acceso», instruía la pantalla.
Oh, oh.
Entonces me acordé que había un
post-it
pegado a la caja y fui a buscarlo. Sí, sin duda era la clave. Bill nunca habría dejado la nota pegada al CD si pensase que su casa no era segura, lo que me provocó una punzada de culpabilidad. No sabía muy bien qué procedimiento seguía, pero me imaginaba que adjuntaba el código en un directorio cuando se lo enviaba a un cliente. O quizá fuera una clave de autodestrucción para incautos como yo, de modo que nos saltase en toda la cara. Me alegré de que no hubiese nadie más en la casa después de teclear el código y pulsar Intro, porque me escondí literalmente debajo del escritorio.
No ocurrió nada, salvo un nuevo zumbido, así que di por sentado que era seguro. Volví a encaramarme en la silla.
La pantalla mostraba las opciones disponibles. Podía buscar por país de residencia, país de origen, nombre y último lugar de avistamiento. Hice clic en «Residencia» y pude leer: «¿Qué país?». Podía escoger entre una lista. Pinché en «Estados Unidos» y apareció otro cuadro: «¿Qué Estado?». Otra lista. Pinché en «Luisiana» y a continuación en «Compton». Ahí estaba, en una foto reciente tomada en su casa. Reconocí el color de la pintura. Bill lucía una sonrisa rígida; no parecía el mayor juerguista del mundo, eso por descontado. Me pregunté cómo le iría con un servicio de citas. Empecé a leer su biografía. Al final ponía: «Creado por Lorena Ball, de Luisiana, 1870».
Pero no había ninguna lista de «hermanos» o «hermanas».
Vale, no iba a ser tan fácil. Pinché en el nombre en negrita de la sire de Bill, la fallecida y poco llorada Lorena. Sentía curiosidad por lo que pondría en su referencia, ya que había conocido la muerte definitiva, al menos hasta que alguien descubriera cómo resucitar las cenizas.
«Lorena Ball», rezaba su referencia, que sólo estaba ilustrada con un dibujo. Se le parecía bastante, pensé, ladeando la cabeza. Convertida en 1788 en Nueva Orleans… Residente en muchas zonas del sur, pero de regreso en Luisiana tras la Guerra Civil… «Vio amanecer», asesinada por una o varias personas «desconocidas». Je. Bill sabía perfectamente quién había matado a Lorena, y sólo pude alegrarme por que no hubiese incluido mi nombre en el directorio. Me preguntaba qué habría pasado si lo hubiese hecho. Ya ves, crees que ya tienes bastantes cosas de las que preocuparte y luego surge una posibilidad que nunca te imaginaste, y te das cuenta de que tienes más problemas todavía.
Vale, allá vamos… «Creadora de Bill Compton (1870) y Judith Vardamon (1902)».
Judith. Así que ése era el nombre de la hermana de Bill.
Tras dar unas cuantas vueltas más a la base de datos, descubrí que Judith Vardamon aún estaba «viva», o al menos así había estado cuando Bill confeccionó la base. Vivía en Little Rock.
También descubrí que le podía mandar un correo electrónico. Naturalmente, ella no estaba obligada a responderlo.
Me puse manos al teclado y me estrujé la cabeza. Pensé en el espantoso aspecto de Bill. Pensé en su orgullo y el hecho de que no se había puesto en contacto con Judith a pesar de la sospecha de que su sangre podría curarlo. Bill no era tonto, así que debía de haber una buena razón por la que no hubiera llamado a la otra hija de Lorena. Pero no sabía cuál era. Y si Bill había decidido no contactar con ella, sabía muy bien lo que estaba haciendo, ¿no? Oh, al demonio con todo.
Tecleé su dirección de correo electrónico. Desplacé el puntero hasta el campo de «Asunto». Escribí: «Bill está enfermo». Pensé que aquello sonaba raro. Casi lo cambié, pero no lo hice. Desplacé el puntero hasta el cuerpo del correo y volví a hacer clic. Titubeé. Finalmente escribí: «Soy la vecina de Bill Compton. No sé cuánto ha pasado desde la última vez que supiste de él, pero está viviendo en su vieja casa de Bon Temps, Luisiana. Ha sido envenenado con plata. No podrá curarse sin tu sangre. Él no sabe que te estoy enviando este mensaje. Antes salíamos juntos, y seguimos siendo amigos. Deseo que se recupere». Firmé, ya que mandar notas anónimas no es lo mío.
Apreté los dientes con mucha fuerza y pinché en «Enviar».
Por mucho que me apeteciera quedarme el CD y echarle un vistazo, mi pequeño código de honor me dictaba que debía devolverlo sin disfrutarlo, ya que no lo había pagado. Así que me hice con la llave de Bill, metí el disco en su funda de plástico y salí de nuevo a través del cementerio.
Reduje el paso a medida que me acercaba a la parcela de los Bellefleur. Aún estaban las flores en la tumba de la señora Caroline. Allí estaba Andy, contemplando una cruz hecha de claveles rojos. Era algo bastante horrible, pero sin duda también la ocasión para que la intención contara más que el resultado. De todos modos, no creía que Andy fuese consciente de lo que pasaba delante de sus narices.
Me sentía como si tuviese la palabra «ladrón» grabada a fuego en la frente. Sabía que Andy no se daría cuenta ni aunque cargara un camión de mudanzas con todas las pertenencias de Bill y me marchara con él. Era mi propio sentido de la culpabilidad lo que me estaba torturando.
—Sookie —saludó Andy. No me había dado cuenta de que ya me había visto.
—Andy —correspondí cautelosamente. No sabía adónde llevaría esa conversación, y tenía que irme a trabajar pronto—. ¿Aún siguen tus parientes en la ciudad, o se han ido ya?
—Se irán después de almorzar —contestó—. Halleigh ha tenido que preparar algunas clases esta mañana, y Glen tuvo que marcharse a su despacho a ponerse al día con unos papeleos. Quien lo ha pasado peor es Portia.
—Supongo que estará mejor cuando todo vuelva a la normalidad. —Me parecía un comentario que no entrañaba demasiados riesgos.
—Sí, y tiene que seguir con sus prácticas.
—¿La señora que estaba cuidando de la señora Caroline ha tenido que irse a atender a otra persona? —Los cuidadores fiables era tan escasos como los dientes de gallina, y mucho más valiosos.
—¿Doreen? Sí, cruzó el jardín hacia la casa del señor DeWitt. —Tras una incómoda pausa, añadió—: Casi me pega esa noche, después de que os fueseis. Sé que no he sido muy amable con… Bill.
—Ha sido un trago duro para todos.
—Es que… No soporto que nos den limosnas.
—No ha sido ninguna limosna, Andy. Bill es tu familia. Sé que debes de sentirte extraño y que, en general, no te paras a pensar demasiado en los vampiros, pero es tu tatarabuelo, y quería ayudar a su gente. No te habría parecido tan extraño si te hubiese legado ese dinero y estuviese enterrado junto a la señora Caroline, ¿verdad? La única diferencia es que Bill sigue entre los vivos.
Andy agitó la cabeza, como si la tuviese rodeada de moscas. El pelo le empezaba a escasear.
—¿Sabes cuál fue la última petición de mi abuela?
No podía imaginármela.
—No —negué.
—Legó su receta de tarta de chocolate a la ciudad —dijo, y sonrió—. Una condenada receta. Y, cuando se la llevé al periódico, se emocionaron como si fuese Navidad y les hubiese llevado un plano con la ubicación del cadáver de Jimmy Hoffa.
—¿Va a salir en el periódico? —pregunté, tan emocionada como me sentía. Aposté a que seguramente habría más de cien tartas de chocolate haciéndose en otros tantos hornos el día que saliera publicado ese ejemplar.
—¿Ves? Tú también te emocionas —observó Andy, sonando como si tuviese cinco años menos.
—Andy, es una gran noticia —le aseguré—. Ahora, si me disculpas, tengo que hacer un recado. —Y atravesé corriendo el resto del cementerio hasta la casa de Bill. Coloqué el CD, junto con su nota pegada, en lo alto de la pila de la que lo había tomado prestado y salí pitando.
Me reprendí una, y dos, y tres, y hasta cuatro veces. En el Merlotte’s trabajé con cierto apresuramiento, concentrándome especialmente en atender correctamente los pedidos, hacerlo rápido y responder inmediatamente a cualquier llamada. Mi otro sentido me decía que, a pesar de mi eficiencia, la gente no se alegraba al verme llegar, y la verdad es que no podía culparlos.
Las propinas fueron escasas. La gente estaba dispuesta a perdonar la ineficacia si les sonreías mientras metías la pata. Pero no les gustaba que no sonrieras aunque les pusieras el plato en la mitad de tiempo.
Pensaba tanto en ello que supe que Sam daba por sentado que me había peleado con Eric. Holly creía que me había venido la regla.
Y me enteré de que Antoine era un informador.
Nuestro cocinero había estado perdido en sus propios pensamientos. Me di cuenta de lo resistente que solía ser a mi telepatía, salvo cuando se olvidaba de serlo. Estaba esperando que sirviera un pedido en la ventanilla de la cocina, mientras volteaba una hamburguesa, cuando oí directamente: «No pienso salir del trabajo para reunirme con ese capullo otra vez, se lo puede meter por el trasero. No voy a decirle nada más». Entonces Antoine, a quien respetaba y admiraba, pasó la hamburguesa al panecillo y se volvió a la ventanilla con el plato en la mano. Se topó con mis ojos con una mirada sincera.
«Oh, mierda», pensó.
—Deja que te lo explique antes de hacer nada —me pidió, y me bastó para saber que era un traidor.
—No —dije, dándome la vuelta, dispuesta a ir derechita a Sam, que estaba tras la barra, lavando unos vasos—. Sam, Antoine es una especie de agente del Gobierno —le solté con tranquilidad.
Sam no me preguntó cómo lo sabía y no cuestionó mi declaración. Apretó los labios en una fina línea.
—Hablaremos con él más tarde —respondió—. Gracias, Sook. —Lamenté no haberle contado lo del licántropo enterrado en mi bosque. Al parecer, siempre lamentaba no contarle algo a Sam.
Cogí el plato y lo llevé a la mesa que lo había pedido sin mirar a Antoine a los ojos.
Algunos días odiaba mi habilidad más que otros. Me sentía más feliz (aunque fuese una felicidad estúpida, vista en retrospectiva) cuando daba por sentado que Antoine era un nuevo amigo. Me preguntaba si alguna de sus historias sobre el Katrina y el Superdome serían ciertas, o si también eran mentiras. Había desarrollado una gran simpatía hacia él. Y, hasta ahora, nunca había tenido la menor pista sobre su falsa identidad. ¿Cómo era posible?
Primero, no escruto cada pensamiento de cada persona. Bloqueo muchas cosas en general, y me esfuerzo especialmente en mantenerme al margen de mis compañeros de trabajo. Segundo, la gente no siempre piensa explícitamente en cosas tan importantes. Alguien no suele pensar: «Creo que cogeré la pistola de debajo del asiento de mi camioneta y le dispararé a Jerry en la cabeza por tirarse a mi mujer». Lo más probable era percibir una impresión de ira con matices de violencia. O incluso una proyección de cómo podría sentirse al disparar a Jerry. Pero probablemente el disparo no hubiese pasado específicamente a la fase de planificación cuando el tirador hubiera entrado en el bar y yo me hubiera metido en sus pensamientos.
Y, por lo general, la gente no actúa conforme a sus impulsos más violentos, algo que no supe hasta atravesar algunos dolorosos incidentes que me acompañaron durante el crecimiento.
Si me hubiese pasado la vida tratando de desentrañar el trasfondo de cada pensamiento que oía, no habría tenido vida propia.
Al menos tenía algo en lo que pensar, aparte de intentar imaginar qué demonios estaba pasando con Eric y la manada del Colmillo Largo. Al final de mi turno, me encontré en el despacho de Sam, con éste y Antoine.
Sam cerró la puerta detrás de mí. Estaba furioso. No le culpaba. Antoine estaba enfadado consigo mismo y conmigo, y a la defensiva con Sam. La atmósfera de la habitación estaba saturada de rabia, frustración y miedo.
—Escucha, tío —dijo Antoine. Estaba de pie frente a Sam. Hacía que su jefe pareciera pequeño—. Tú escúchame, ¿vale? Tras lo del Katrina, no me quedó sitio al que ir o nada que hacer. Me puse a buscar trabajo para sobrevivir. Ni siquiera me tocó un maldito remolque de emergencia del FEMA
[7]
. Las cosas estaban muy feas. Entonces yo… Tomé un coche prestado para ir a ver a unos familiares en Texas. Iba a dejarlo donde los polis pudieran encontrarlo y devolvérselo a su dueño. Sé que fue una estupidez. Sé que no debí hacerlo. Pero estaba desesperado y sí, hice una estupidez.
—Pero no estás en la cárcel —observó Sam. Sus palabras eran como un látigo que apenas golpeó a Antoine y le hizo un poco de sangre.
Antoine respiró pesadamente.
—No, no lo estoy, y te diré por qué. Mi tío es un licántropo; está en una de las manadas de Nueva Orleans. Así que algo sabía de ellos. Una agente del FBI, llamada Sara Weiss, vino a verme a la cárcel. No tenía mala pinta. Pero, después de hablar conmigo una vez, volvió con un tal Lattesta, Tom Lattesta. Dijo que trabajaba en Rhodes y yo no me imaginaba qué estaría haciendo en Nueva Orleans. Pero me contó que sabía lo de mi tío y que pensaba que, tarde o temprano, todos los vuestros saldrían a la luz detrás de los vampiros. Sabía lo que sois; que hay más cosas aparte de lobos. Sabía que mucha gente no recibiría de buen grado la noticia de que cerca de nosotros vivía gente que era mitad persona, mitad animal. Me describió a Sookie. Dijo que también había algo extraño en ella, aunque no sabía el qué. Me mandó aquí para observar y ver lo que pasaba.