Read Muerto en familia Online

Authors: Charlaine Harris

Muerto en familia (12 page)

—¿No sabrá Victor lo que ha pasado? —pregunté. Parecía incapaz de dejar de hacer preguntas.

—Es posible. No ha sido lo bastante valiente como para hacer esto en persona, así que tendrá que asumir las consecuencias. Ha perdido a dos de sus mejores peones, y no tiene forma de justificarlo. —Pam estaba disfrutando con aquello.

—Creo que será mejor que nos larguemos de aquí, antes de que vengan más a comprobar lo que ha pasado, o algo. —No estaba dispuesta a volver a arriesgar la vida.

—Eres tú la que no deja de hacer preguntas. Creo que Eric no tardará en venir; será mejor que le llame para decirle que se mantenga alejado —dijo Pam. Parecía remotamente preocupada.

—¿Por qué? —A mí me habría encantado ver aparecer a Eric para hacerse cargo de la situación, sinceramente.

—Si alguien está vigilando su casa y lo ve salir en su coche en esta dirección para rescatarte, será evidente que somos responsables de lo que ha pasado con Bruno y Corinna —contestó Pam, sin disimular su exasperación.

—Aún tengo la mente un poco entumecida —comenté, y aunque podía sonar irritada, tampoco lo estaba tanto. Pero Pam ya había pulsado el botón de marcación rápida de su móvil. Pude escuchar a Eric gritando tras contestar a la llamada.

—Cállate y te lo explicaré —dijo Pam—. Claro que está viva. —Se produjo un silencio.

Pam resumió lo sucedido con enorme concisión y concluyó con un: «Ve a alguna parte donde sea razonable que vayas con prisas. De vuelta al bar para resolver algún problema. A la lavandería nocturna a por tus trajes. A la tienda a por unas TrueBlood. No los traigas aquí».

Tras un par de chillidos, por fin pareció que Eric le vio el sentido a las sugerencias de Pam. No podía oír claramente su voz, pero seguía hablando con ella.

—Tendrá la garganta un poco tocada —supuso Pam con impaciencia—. Sí, fue ella quien mató a Bruno. Vale, se lo diré. —Pam se volvió hacia mí—. Está orgulloso de ti —manifestó con cierto asco.

—Pam me dio la daga —espeté. Sabía que me oiría.

—Pero la idea de mover el coche es de Sookie —dijo Pam, con el aire de alguien que va a ser justo aunque le repatee hacerlo—. Intento pensar adónde llevarlo. La parada de camiones tendrá cámaras de seguridad. Creo que lo dejaremos orillado bien pasada la salida de Bon Temps.

Y eso hicimos. Pam tenía algunas toallas en su maletero, y yo las dispuse sobre el asiento del coche de Bruno. Pam hurgó entre sus cenizas en busca de las llaves y, tras analizar el salpicadero, supe que podría conducirlo. Seguí a Pam durante cuarenta minutos, mirando de forma anhelante la señal de Bon Temps mientras la pasábamos. Me aparté hacia el arcén justo después de que Pam iniciara la maniobra. Siguiendo sus instrucciones, dejé las llaves en el coche, limpié el volante con las toallas (que estaban mojadas por haber estado en contacto conmigo) y fui corriendo al coche de Pam. Aún estaba lloviendo, por cierto.

Luego tuvimos que volver a mi casa. Para entonces, me dolía cada articulación del cuerpo y sentía un poco de mareo. Por fin, llegamos a la puerta trasera de mi casa. Para mi asombro, Pam me dio un abrazo.

—Lo has hecho muy bien —me felicitó—. Hiciste lo que había que hacer. —Por una vez, no parecía estar burlándose de mí.

—Espero que todo esto acabe mereciendo la pena —confié, sonando tan sombría y agotada como me sentía.

—Seguimos con vida, así que ha merecido la pena —apuntó Pam.

Eso no podía discutírselo, a pesar de que había algo en mi interior que deseaba hacerlo. Salí del coche y avancé a duras penas por el jardín empapado. Había dejado de llover.

Claude abrió la puerta trasera en cuanto estuve delante. Había abierto la boca para decir algo, pero cuando reparó en mi estado volvió a cerrarla. Cerró la puerta detrás de mí y oí cómo echaba el pestillo.

—Voy a ducharme —le informé—, y luego me meteré en la cama. Buenas noches, Claude.

—Buenas noches, Sookie —contestó en voz muy baja, y luego se calló. Lo agradecí más de lo que era capaz de expresar con palabras.

Cuando acudí al trabajo a las once de la mañana siguiente, Sam estaba desempolvando botellas detrás de la barra.

—Buenos días —me dijo mirándome—. Parece que acabes de salir del infierno.

—Gracias, Sam. No sabes cómo me alegra saber que tengo un aspecto inmejorable.

Sam se puso colorado.

—Lo siento, Sookie. Siempre tienes buena pinta. Sólo pensaba que…

—¿Tengo unas enormes ojeras? —Me estiré la piel de las mejillas hacia abajo para poner una mueca fea—. Anoche volví a casa muy tarde. —«Tuve que matar a alguien y mover su coche»—. Tuve que ir a Shreveport a ver a Eric.

—¿Negocios o placer? —E inclinó la cabeza, sin creer tampoco que hubiera dicho eso—. Lo siento, Sookie. Mi madre diría que hoy no me he levantado con un gran tacto.

Le di un abrazo a medio gas.

—No te preocupes. Para mí todos los días son así. Y te tengo que pedir disculpas. Lamento haber estado tan abstraída de los problemas legales que están afrontando los cambiantes últimamente. —Sin duda era hora de empezar a ver las cosas con más perspectiva.

—Has tenido buenas razones para centrarte en ti misma estas últimas semanas —dijo Sam—. No sé si me habría recuperado tan deprisa como tú. Estoy muy orgulloso de ti.

No sabía qué contestar. Miré hacia la barra en busca de un paño para limpiar la marca de un vaso.

—Si necesitas que presente una demanda o me ponga en contacto con nuestro representante estatal, solamente tienes que decirlo —le ofrecí amablemente—. Nadie debería figurar en un registro. Eres estadounidense. De pura cepa.

—Así lo veo yo. No soy diferente de lo que he sido nunca. El único cambio es que ahora la gente conoce mi verdad. ¿Cómo fue la salida de la manada?

Casi me había olvidado de ello.

—Parece que se lo pasaron bien, hasta donde yo sé —dije cautelosamente—. Conocí a Annabelle y al tipo nuevo, Basim. ¿Por qué estará nutriendo Alcide sus filas? ¿Sabes si ha pasado algo en la manada del Colmillo Largo?

—Bueno, ya te conté que he estado saliendo con una de sus miembros —respondió, desviando la mirada hacia las botellas, como si intentase localizar una que aún estuviese polvorienta. Si la conversación seguía por los mismos derroteros, todo el bar acabaría reluciendo.

—¿Y quién es? —Como era la segunda vez que lo mencionaba, pensé que no habría problema si se lo preguntaba.

Su fascinación por las botellas pasó a la caja registradora.

—Eh, Jannalynn. Jannalynn Hopper.

—Oh —murmuré con neutralidad. Intentaba ganar tiempo para dotar a mi expresión de suavidad y receptividad.

—Estaba allí la noche que luchamos contra la manada que intentó hacerse con el poder. Ella, eh…, se encargó de acabar con los enemigos heridos.

Aquello era un eufemismo extremo. Les había aplastado el cráneo con los puños. En un intento de demostrar que en mi casa no era el Día Nacional de la Falta de Tacto, dije:

—Ah, esa chica tan delgada. La joven.

—No es tan joven como parece —corrigió Sam, obviando que la edad no era el primer problema que uno podría tener con Jannalynn.

—Ah, vale. ¿Qué edad tiene?

—Veinti… uno.

—Oh, bueno, es bastante joven —afirmé con solemnidad. Forcé una sonrisa en mis labios—. En serio, Sam, no estoy juzgando tus elecciones. —No demasiado—. Jannalynn es muy, muy… dinámica.

—Gracias —dijo. Los nubarrones se habían despejado de su cara—. Me llamó después del enfrentamiento con la manada. Le van los leones. —Sam se había convertido en león aquella noche, lo mejor para combatir. Había sido un magnífico rey de las bestias.

—¿Y cuánto hace que salís juntos?

—Hace tiempo que nos vemos, pero salimos en serio desde hace tres semanas.

—Pues está genial. —Me relajé y adopté una sonrisa más natural—. ¿Seguro que no necesitas una autorización de su madre, o algo?

Sam me tiró el paño del polvo. Lo agarré al vuelo y se lo devolví con fuerza.

—¿Podéis dejar los juegos? Tengo que hablar con Sam —dijo Tanya. No había oído su llegada.

Nunca será mi mejor amiga, pero es una buena trabajadora, y está dispuesta a venir dos noches a la semana después de su trabajo diurno en Norcross.

—¿Quieres que me vaya? —pregunté.

—No, no es necesario.

—Lo siento, Tanya. ¿Qué necesitas? —preguntó Sam, sonriente.

—Necesito que me cambies el nombre en los cheques de la paga —respondió Tanya.

—¿Has cambiado de nombre? —Debía de estar muy lenta esa mañana, pero Sam habría dicho lo mismo si yo no me hubiera adelantado. Él estaba igual de sorprendido.

—Sí. Calvin y yo hemos ido a un juzgado al otro lado de la frontera con Arkansas y nos hemos casado —soltó—. Ahora me llamo Tanya Norris.

Sam y yo nos la quedamos mirando en un instante de silencioso asombro.

—¡Enhorabuena! —exclamé de corazón—. Estoy segura de que serás muy feliz. —No sabía si podía decir lo mismo de Calvin, pero al menos conseguí expresar algo agradable.

Sam también se sumó. Tanya nos enseñó su anillo de bodas, ancho y dorado, y, después de ir a la cocina para mostrárselo a Antoine y D’Eriq, se fue tan abruptamente como había llegado, de regreso a Norcross. Dijo que habían abierto una lista en Taret y Wal-Mart para comprar las pocas cosas que necesitaban, así que Sam fue corriendo a su despacho, y escogió un reloj de pared de parte de todos los empleados del Merlotte’s. También dejó una jarra de cristal para las contribuciones en metálico. Yo dejé diez dólares.

La gente ya empezaba a llegar para la hora del almuerzo. Tenía que ponerme manos a la obra.

—Nunca me he parado a hacerte ciertas preguntas —le dije a Sam—. ¿Crees que podría después de trabajar?

—Claro, Sook —respondió, y empezó a llenar vasos de té helado. Era un día cálido.

Tras una hora sirviendo comida y bebida, me sorprendió ver a Claude entrando por la puerta. Incluso con ropa desgreñada, que obviamente había recogido del suelo para ir tirando, estaba impresionante. Se había recogido el pelo en un desastre de coleta… y no desmejoraba en absoluto.

Era prácticamente suficiente para odiarlo, en serio.

Avanzó despreocupadamente hacia mí, como si viniese todos los días al Merlotte’s… y como si su momento de tacto y amabilidad de la noche anterior no se hubiese producido nunca.

—El calentador no funciona —soltó.

—Hola, Claude. Qué alegría verte —respondí—. ¿Has dormido bien? Me alegro mucho. Yo también he dormido bien. Supongo que tendrás que hacer algo al respecto del calentador, ¿eh? Si quieres ducharte y lavarte la ropa. ¿Recuerdas que te pedí que me echases una mano con algunas cosillas? Podrías llamar a Hank Clearwater. Ya ha venido a hacer algunos trabajos.

—Podría ir yo a echar un vistazo —se ofreció una voz. Me volví y encontré a Terry Bellefleur justo detrás. Terry es veterano de la guerra de Vietnam y tiene unas cicatrices horribles; además de otras que no se ven. Era muy joven cuando se fue a la guerra. Y, cuando regresó, había envejecido demasiado. Su pelo castaño rojizo empezaba a encanecerse, pero aún era lo bastante denso y largo como para poder recogérselo en una coleta. Siempre me había llevado de maravilla con él, y era un manitas capaz de hacer cualquier cosa en la casa o en el jardín.

—Te lo agradecería muchísimo —dije—. Pero no quiero aprovecharme, Terry. —Siempre había sido muy amable conmigo. Había despejado los desechos de mi cocina quemada para que los albañiles pudieran ponerse a trabajar en la nueva, y tuve que insistir mucho para que aceptara un justo pago.

—No es nada —murmuró, con los ojos clavados en sus viejas botas de trabajo. Terry vivía de una pensión del Gobierno y gracias a algunos trabajitos poco convencionales. Por ejemplo, se pasaba por el Merlotte’s muy tarde por la noche o por la mañana temprano para limpiar las mesas, los aseos y el suelo. Siempre decía que mantenerse ocupado le hacía sentirse en forma, y era verdad.

—Soy Claude Crane, el primo de Sookie —saludó Claude, extendiendo la mano hacia Terry.

Éste farfulló su propio nombre y le estrechó la mano. Alzó la mirada para observar a Claude. Tenía los ojos inesperadamente bonitos, de un rico marrón dorado con generosas pestañas. Nunca me había dado cuenta. Me di cuenta de que nunca había pensado en él como un hombre.

Tras el apretón de manos, Terry parecía sobresaltado. Por lo general, reaccionaba mal siempre que se enfrentaba a algo que se saliese de sus cánones habituales; sólo era una cuestión de en qué grado. Pero, en ese momento, Terry parecía más desconcertado que asustado o enfadado.

—Eh, ¿quieres que me pase ahora a verlo? —preguntó Terry—. Tengo un par de horas libres.

—Eso sería maravilloso —contestó Claude—. Necesito una ducha, y si es caliente, tanto mejor. —Le sonrió.

—Tío, no soy gay —cortó Terry, y la expresión que afloró en la cara de Claude no tuvo precio. Jamás lo había visto tan desconcertado.

—Gracias Terry, es todo un detalle —dije bruscamente—. Claude tiene una llave y te dejará pasar. Si tienes que comprar piezas, no dudes en darme los recibos. Sabes que te los pagaré. —Puede que tuviese que trasferir unos fondos de mis ahorros, pero aún tenía lo que llamaba mi «dinero vampírico» en el banco, a buen recaudo. Además, el señor Cataliades no tardaría en mandarme el dinero de mi pobre prima Claudine. Algo en mi interior se relajaba cada vez que pensaba en ese dinero. Había estado al borde de la pobreza tantas veces que ya me había acostumbrado, y saber que contaba con ese dinero que podría sumar a lo ya acumulado en el banco me aliviaba sobremanera.

Terry asintió y se fue por la puerta, de regreso a su camioneta. Atravesé a Claude con una mirada ceñuda.

—Ese hombre es muy frágil —le advertí—. Ha sufrido una guerra. No lo olvides.

Claude se sonrojó muy levemente.

—No lo haré —dijo—. Yo también he estado en guerras. —Me besó ligeramente en la mejilla para darme a entender que se había recuperado del golpe al orgullo. Podía sentir la envidia de todas las mujeres del establecimiento palpitando en mi contra—. Para cuando vuelvas a casa, creo que estaré en Monroe. Gracias, prima.

Sam se puso a mi lado mientras Claude salía por la puerta.

—Elvis ha abandonado el edificio —comentó secamente.

—No, hace mucho que no lo veo —respondí, aún con el piloto automático. Entonces me sacudí—. Lo siento, Sam. Claude es de lo que no hay, ¿eh?

Other books

Hammerhead Resurrection by Jason Andrew Bond
Eye of the Abductor by Elaine Meece
El secreto del rey cautivo by Antonio Gomez Rufo
Kingdoms of the Wall by Robert Silverberg
London Noir by Cathi Unsworth
Holding Up the Sky by Sandy Blackburn-Wright
Front Yard by Norman Draper
Los persas by Esquilo