Muerto en familia (4 page)

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Authors: Charlaine Harris

Marzo
Cuarta semana

Otra más —dijo Sam. Tuve que estirarme para oírle. Alguien acababa de poner
Bad Things
de Jace Everett, y prácticamente todos los parroquianos del bar se habían puesto a cantarla—. Ya has sonreído tres veces en lo que va de noche.

—¿Estás contando mis expresiones faciales? —pregunté, posando la bandeja y lanzándole una mirada. Sam, mi jefe y amigo, es un auténtico cambiante; tengo entendido que puede transformarse en cualquier ser de sangre caliente. Aún no le he preguntado por los lagartos, las serpientes y los insectos.

—Bueno, es agradable ver que vuelves a sonreír —comentó. Ordenó algunas botellas en la estantería, lo justo para parecer ocupado—. Lo echaba de menos.

—Es agradable sentir ganas de sonreír —añadí—. Me gusta tu corte de pelo, por cierto.

Sam se pasó una mano por la cabeza tímidamente. Tenía el pelo corto, adherido a su cráneo como una gorra de tonos rojizos y dorados.

—Ya queda poco para el verano; pensé que así estaría más cómodo.

—Seguramente.

—¿Ya has empezado a tomar el sol? —Mi moreno era famoso.

—Oh, sí. —De hecho, esa primavera había empezado antes que nunca. El primer día que me puse el bañador se desataron los infiernos. Había matado a un hada. Pero eso era el pasado. El día anterior pasé un rato tomando el sol, y no había ocurrido nada. Aunque confieso que no me llevé la radio, porque quería ser capaz de oír cualquier cosa que estuviese al acecho. Pero no fue el caso. De hecho, pasé una hora de sol de lo más tranquila, contemplando el revoloteo de una mariposa que iba y venía. Uno de los rosales de mi tatarabuela estaba floreciendo, y su aroma había reparado algo en mi interior—. El sol hace que me sienta especialmente bien —dije, y de repente me di cuenta de que las hadas me contaron que descendía de las hadas celestes, en vez de las acuáticas. No sabía nada del tema, pero llegué a preguntarme si mi gusto por el sol sería algo genético.

—¡Comanda! —gritó Antoine, y fui corriendo a recoger los platos.

Antoine se había quedado en el Merlotte’s, y todos esperábamos que durase como cocinero. Esa noche estaba despachando en la cocina como si tuviese ocho brazos. La carta del Merlotte’s era de lo más básica: hamburguesas, tiras de pollo, ensalada con tiras de pollo, patatas fritas picantes, encurtidos; pero Antoine se había hecho con todo ello a una asombrosa velocidad. Ahora, a sus cincuenta y pico, Antoine había dejado Nueva Orleans, donde había pasado un año en el Superdome por lo del Katrina. Lo respetaba por su actitud positiva y su determinación para empezar desde cero después de haberlo perdido todo. También se portaba con D’Eriq, que le hacía las labores de pinche y se encargaba de las mesas. D’Eriq era muy bueno, pero lento.

Holly estaba de turno esa noche, y entre traer y llevar platos y bebidas, se pasaba algunos ratos con Hoyt Fortenberry, su novio, que estaba sentado en uno de los taburetes de la barra. La madre de Hoyt estaba más que contenta con poder quedarse con su nieto las noches en las que su hijo quería pasar un rato con Holly. No resultaba fácil mirarla y ver a la hosca gótica wiccana que había sido en alguna fase de su vida. Su pelo, marrón natural, le había crecido hasta los hombros, llevaba el maquillaje justo y no paraba de sonreír. Hoyt, de nuevo el mejor amigo de mi hermano, desde que arreglaron sus diferencias, parecía un hombre más fuerte ahora que tenía a Holly para apoyarle.

Paseé la mirada por Sam, que acababa de responder a una llamada al móvil. Últimamente se pasaba mucho tiempo pegado a ese chisme, así que supuse que también estaba saliendo con alguien. Podría descubrirlo si hurgaba en su mente el tiempo suficiente (a pesar de que es más complicado leer a los cambiantes que a los humanos normales), pero me esforzaba siempre por no hacerlo. Es de muy mal gusto rebuscar en las ideas de las personas a las que quieres. Sam sonreía mientras hablaba, y era muy agradable que desprendiese, al menos por el momento, ese aspecto tan desenfadado.

—¿Ves a menudo a Bill el vampiro? —preguntó Sam mientras le ayudaba a cerrar, una hora más tarde.

—No. Hace mucho que no lo veo —respondí—. Creo que me está evitando. Me pasé por su casa un par de veces para dejarle un paquete de seis botellas de TrueBlood junto con una nota de agradecimiento por todo lo que hizo cuando vino a rescatarme, pero ni me ha llamado ni se ha pasado a verme.

—Vino por aquí hace un par de noches, el día que libraste. Creo que deberías hacerle una visita —sugirió Sam—. No diré nada más.

Marzo
Final de la cuarta semana

Una preciosa noche de esa misma semana, me encontraba rebuscando en mi armario la linterna más grande que tenía. La sugerencia de Sam de que fuera a ver a Bill no había dejado de rondarme por la cabeza, así que, cuando llegué a casa después del trabajo, decidí dar un paseo, atravesando el cementerio, hasta la casa de Bill.

El cementerio Sweet Home
[2]
era el más antiguo del condado de Renard. No queda mucho espacio para más muertos, así que han construido uno nuevo con lápidas planas al sur de la ciudad. Lo odio. A pesar de que el terreno es irregular, los árboles demasiado frondosos y algunas partes de la valla se caen a trozos, por no hablar de las lápidas más antiguas, me encanta Sweet Home. Fue el patio de juegos de Jason y mío, siempre que nos las arreglábamos para escaparnos del ojo vigilante de la abuela.

El camino que atravesaba las lápidas y los árboles hasta la casa de Bill casi era una extensión de mí misma, desde que se convirtió en mi primer novio. Las ranas y los insectos ya empezaban con sus cánticos veraniegos. El alboroto no haría sino aumentar a medida que subiese la temperatura. Recordé a D’Eriq preguntándome si no me daba miedo vivir tan cerca de un cementerio y sonreí para adentro. Los muertos enterrados no me daban miedo. Los vivos y los no muertos eran mucho más peligrosos. Corté una rosa para posarla sobre la tumba de mi abuela. Estaba segura de que sabía que estaba allí, pensando en ella.

Una débil luz prendía en la vieja casa de los Compton, que llevaba en pie prácticamente desde la misma época que la mía. Llamé al timbre. A menos que Bill estuviese merodeando por el bosque, estaba segura de que andaría por casa, a tenor de la presencia de su coche. Pero tuve que esperar un buen rato hasta que la puerta se abrió con un sonoro crujido.

Encendió la luz del porche y tuve que morderme la lengua para no boquear. Tenía un aspecto horrible.

Había sido envenenado con plata, durante la guerra de las hadas; le había mordido Neave, cuyos dientes eran de ese metal. Había recibido ingentes cantidades de sangre de sus congéneres vampiros desde entonces, pero percibí con cierta incomodidad que su piel aún presentaba un tono gris, en vez de blanco. Le fallaban las piernas y le colgaba la cabeza un poco hacia delante, como si de un anciano se tratase.

—Sookie, pasa —me ofreció. Ni siquiera su voz parecía conservar su fuerza de antaño.

Si bien sus palabras eran amables, en realidad no sabía cómo se sentía exactamente por mi visita. Y es que no puedo leer la mente de los vampiros, una de las razones por las que empecé a salir con Bill. Es increíble lo adictivo que puede llegar a ser el silencio después de un incesante torrente de ruidos mentales no deseados.

—Bill —dije, intentando sonar tan espantada como me sentía—. ¿No te sientes mejor? El veneno… ¿No desaparece?

Juraría que suspiró. Hizo un gesto para que entrase en el salón. Las lámparas estaban apagadas. Bill había encendido velas. Conté ocho. Me pregunté qué habría estado haciendo, sentado a solas bajo la luz titilante. ¿Escuchar música? Le encantaba su colección de CD, especialmente Bach. Aún preocupada, me senté en el sofá, mientras Bill hacía lo propio en su silla favorita, al otro lado de la mesa de centro. Estaba tan guapo como siempre, pero su rostro carecía de luz. Era indudable que estaba sufriendo. Entonces entendí por qué Sam me sugirió que hiciese esa visita.

—¿Tú te sientes mejor? —preguntó.

—Mucho mejor —contesté con cuidado. Él había visto todo lo que me habían hecho.

—¿Las cicatrices…, la mutilación?

—Las cicatrices siguen ahí, pero están mucho mejor disimuladas de lo que jamás pensé que llegarían a estar. La carne que me quitaron se ha regenerado. Ahora tengo una especie de hoyuelo en el muslo —expliqué, palmeándome la rodilla izquierda—. Pero el resto está bien. —Intenté sonreír, pero, sinceramente, estaba demasiado preocupada para conseguirlo—. ¿Tú estás mejor? —insistí, dubitativa.

—Al menos no peor —respondió, encogiéndose mínimamente de hombros.

—¿Y esa apatía? —pregunté.

—Por lo que se ve, ya nada me motiva —contestó Bill al cabo de una larga pausa—. Ya no me interesa mi ordenador. Ya no quiero trabajar en la actualización de mi base de datos. Eric envía a Felicia para que empaquete los pedidos y los despache. Me da algo de sangre cuando viene. —Felicia era la barman de Fangtasia. Era una vampira joven.

¿Eran los vampiros propensos a la depresión? ¿O acaso era culpa del envenenamiento?

—¿Es que nadie puede ayudarte? Quiero decir, curarte.

Esbozó una especie de sonrisa sardónica.

—Mi creadora —respondió—. Si pudiese beber de Lorena, ya estaría totalmente repuesto a estas alturas.

—Vaya asco. —No podía dejarle saber que me molestaba, pero vaya. Yo había matado a Lorena. Me sacudí la culpa. Era lo que se merecía, y ya estaba hecho—. ¿No creó a más vampiros?

Bill pareció desprenderse un poco de su apatía.

—Sí, tiene otra hija viva.

—¿Y bien? ¿Serviría su sangre?

—No lo sé. Podría ser. Pero no… No puedo llegar hasta ella.

—¿No sabes si serviría? Creo que necesitáis una especie de manual de uso para estas cosas.

—Sí —afirmó, como si en la vida se le hubiese ocurrido—. Tienes toda la razón.

No iba a preguntarle por qué se mostraba tan reacio a ponerse en contacto con alguien que podría ayudarle. Era un hombre testarudo y persistente y, una vez tomada su decisión, no podría convencerle de otra cosa. Nos quedamos sentados en silencio durante un instante.

—¿Amas a Eric? —disparó Bill de repente. Sus profundos ojos marrones estaban absolutamente clavados en mí con esa misma atención que, en gran medida, me había resultado tan atractiva cuando nos conocimos.

¿Es que todo el mundo tenía que meterse en mi relación con el sheriff de la Zona Cinco?

—Sí —respondí con calma—. Le quiero.

—¿Y él te quiere a ti?

—Sí —contesté sin apartar la mirada.

—Hay noches en que desearía que muriese —dijo.

Era la noche de la honestidad.

—Bueno, esa idea abunda últimamente. Hay un par de personas a las que yo tampoco echaría de menos —admití—. Lo pienso cuando lloro a los que quise y murieron, como Claudine, la abuela y Tray. —Y sólo era el principio de la lista—. Así que supongo que sé cómo te sientes. Pero yo… Por favor, no le desees el mal a Eric. —Ya había perdido todo lo que podía soportar en cuanto a personas importantes en mi vida.

—¿A quién quieres ver muerto, Sookie? —Hubo una chispa de curiosidad en sus ojos.

—No te lo voy a decir —le frené con una débil sonrisa—. A lo mejor se te ocurre hacer que pase. Como ocurrió con el tío Bartlett. —Cuando descubrí que Bill había matado al hermano de mi abuela, que había abusado de mí, fue cuando debí haber cortado por lo sano. ¿No habría sido mi vida diferente? Pero ya era demasiado tarde.

—Has cambiado —dijo.

—Pues claro que he cambiado. Durante un par de horas estuve convencida de que iba a morir. Fue lo más doloroso que he experimentado jamás. Y Neave y Lochlan disfrutaron como enfermos. Eso desencadenó algo en mi interior. Cuando Niall y tú acabasteis con ellos, fue algo así como la respuesta a la mayor plegaria que haya pronunciado. Se supone que soy cristiana, pero la mayoría de los días siento que ya ni siquiera puedo fingir que lo soy. Tengo mucha rabia acumulada. Cuando no puedo dormir, me da por pensar en las personas a las que no les importó el dolor y el sufrimiento que me han causado. Y pienso en lo bien que me sentiría si dejasen de respirar.

El hecho de poder compartir con Bill esa horrible parte oculta de mi ser mostraba a las claras lo ligada que me sentía a él.

—Te quiero —dijo—. Nada de lo que hagas o digas podrá cambiarlo. Si me pidieras que enterrase un cadáver, o que me cargase a alguien, lo haría sin pestañear.

—Hemos tenido nuestros más y nuestros menos, Bill, pero siempre ocuparás un lugar especial en mi corazón. —Lloré por dentro al oír esa manida frase salir de mi boca. Pero, a veces, los clichés son verdaderos; aquello era verdadero—. No me siento merecedora de tus preocupaciones —admití.

Logró esbozar una sonrisa.

—En cuanto a tu valía, no creo que enamorarse tenga mucho que ver con el valor del objeto de dicho amor. Pero no estoy de acuerdo. Creo que eres una gran mujer, y creo que siempre intentas ser la mejor persona posible. Nadie puede estar… despreocupado y feliz… después de bailar tan de cerca con la muerte como tú.

Me levanté para marcharme. Sam quería que viese a Bill, que comprendiese su situación, y ya lo había hecho. Cuando Bill se incorporó para acompañarme hasta la puerta, me di cuenta de que ya no tenía los rápidos reflejos de antaño.

—Vivirás, ¿verdad? —le pregunté. De repente sentí miedo.

—Eso creo —contestó, como si tampoco le importase demasiado lo contrario—. Pero, sólo por si acaso, dame un beso.

Rodeé su cuello con un brazo, el que no sostenía la linterna, y permití que posara sus labios sobre los míos. Su tacto, su olor, espolearon los recuerdos. Durante lo que me pareció un momento interminable, permanecimos pegados el uno al otro, pero en vez de sentirme cada vez más excitada, noté que la calma me invadía. Era extrañamente consciente de mi respiración, lenta y sostenida, casi como la de alguien que está durmiendo.

Al retroceder, comprobé que el aspecto de Bill había mejorado. Arqueé las cejas.

—Tu sangre de hada me ayuda —dijo.

—Sólo lo soy en una octava parte. Y no has bebido.

—La proximidad —explicó escuetamente—. El contacto con la piel. —Sus labios se estiraron hasta formar una sonrisa—. Si hiciésemos el amor, estaría mucho más cerca de la curación.

«Y una mierda», pensé. Pero no podía negar que su fría voz había conseguido despertar algo en mis entrañas, una fugaz punzada de lujuria.

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