Authors: Charlaine Harris
Tras despedirme saludando con la mano a Amelia mientras ésta se alejaba por el camino, se me borró de la cara la amplia sonrisa. Me senté en los peldaños del porche y me puse a llorar. No hacía falta demasiado para que lo lograra en aquellos días, y la partida de mi amiga se había convertido en el detonante de ese momento. Había demasiado por lo que llorar.
Crystal, mi cuñada, había sido asesinada. Mel, el amigo de mi hermano, había sido ejecutado. Tray, Claudine y el vampiro Clancy habían muerto en el cumplimiento de su deber. Y como Crystal y Claudine estaban embarazadas, a esta lista había que sumar dos muertes más.
Probablemente aquello tendría que haberme hecho anhelar la paz por encima de todas las cosas. Pero, en vez de convertirme en la Gandhi de Bon Temps, en el fondo de mi corazón albergaba la certeza de que había muchas personas a las que deseaba ver muertas. No era directamente responsable de la mayoría de las muertes que jalonaban mi camino, pero me atormentaba la idea de que ninguna de ellas se habría producido de no haber mediado yo en la ecuación. En los peores momentos (y éste era uno de ellos), me preguntaba si mi vida merecía el precio que se había pagado.
Mi primo Claude estaba sentado en el porche delantero cuando me desperté una fría y nublada mañana, pocos días después de la partida de Amelia. A Claude no se le daba tan bien ocultar su presencia como a mi bisabuelo Niall. Como Claude era un hada, yo no era capaz de leerle la mente, pero era consciente de su presencia, por decirlo de alguna manera. Me llevé la taza de café al porche, a pesar de que el aire picaba un poco, ya que tomarme la primera taza fuera siempre había sido una de mis actividades favoritas antes de… Antes de la guerra de las hadas.
Hacía semanas que no veía a mi primo. No supe nada de él durante el conflicto y no se había puesto en contacto conmigo desde la muerte de Claudine.
Llevé una taza de más para Claude y se la tendí. La aceptó en silencio. Sopesé la posibilidad de que me la tirase a la cara. Su inesperada presencia me había desorientado por completo. No sabía qué esperar. La brisa agitó su larga melena negra, como si fuesen tiras onduladas de ébano. Sus ojos de color caramelo estaban enrojecidos.
—¿Cómo murió? —preguntó.
Me senté en el peldaño superior.
—No lo vi —respondí, apoyándome sobre las rodillas—. Estábamos en ese viejo edificio que la doctora Ludwig usa como hospital. Creo que Claudine trataba de detener a las otras hadas que pretendían llegar por el pasillo hasta la habitación donde me encontraba con Bill, Eric y Tray. —Miré a Claude para asegurarme de que conocía el lugar. Asintió—. Estoy bastante segura de que fue Breandan quien la mató, ya que llevaba una de sus agujas de punto clavadas en el hombro cuando irrumpió en la habitación.
Breandan, el enemigo de mi bisabuelo, también fue uno de los príncipes de las hadas. Creía que los humanos y las hadas no debían mantener relaciones. Había llevado sus creencias hasta el borde del fanatismo. Quería que los suyos se abstuvieran por completo de adentrarse en el mundo de los humanos, a pesar de sus enormes intereses económicos en él y todos los productos que habían aportado… Productos que les habían ayudado a mimetizarse con el mundo moderno. Breandan odiaba especialmente la ocasional solicitud de amantes humanos, una indulgencia feérica, tanto como a los niños que nacían de tales relaciones. Quería que las hadas estuviesen separadas, confinadas en su propio mundo, intimando únicamente con los de su especie.
Curiosamente, eso era lo que mi bisabuelo había decidido hacer, tras derrotar al bando que abogaba por esa política de segregación. Después de que se derramara tanta sangre, Niall llegó a la conclusión de que la paz de las hadas y la seguridad de los humanos sólo podía alcanzarse si aquéllas se confinaban tras los muros de su propio mundo. Con su muerte, Breandan había acabado consiguiendo lo que buscaba. En mis peores momentos, pensaba que la decisión final de Niall había hecho que toda esa guerra fuese innecesaria.
—Te estaba defendiendo —dijo Claude, arrastrándome de vuelta al presente. Su voz no desprendía nada. Ni reproche, ni ira, ni dudas.
—Sí. —Ésa había sido parte de su misión: defenderme siguiendo las órdenes de Niall.
Tomé un largo sorbo de café. Claude se sentó en el duro brazo de la mecedora del porche. Quizá estaba sopesando si podía matarme. Claudine había sido su última hermana viva.
—Sabías lo del embarazo —añadió finalmente.
—Me lo contó justo antes de morir. —Posé la taza y me abracé a mis rodillas. Aguardé hasta digerir el golpe. Al principio, tampoco me importó tanto, lo cual era más horrible.
Claude dijo:
—Tengo entendido que Neave y Lochlan te tenían atrapada. ¿Es por eso que cojeas? —El cambio de tema me cogió por sorpresa.
—Sí —contesté—. Me tuvieron secuestrada durante un par de horas. Niall y Bill Compton acabaron con ellos. Sólo para que lo sepas… Bill fue quien mató a Breandan con la paleta de hierro de mi abuela. —Aunque la paleta llevaba décadas en el cobertizo de las herramientas de mi familia, siempre la asociaba con la abuela.
Claude permaneció sentado, precioso e insondable, durante un buen rato. Nunca me miró directamente ni probó el café. Tras llegar a algún tipo de conclusión en su fuero interno, se levantó y se marchó, bajando por el camino hacia Hummingbird Road. No tenía ni idea de dónde habría aparcado el coche. Por lo que sabía de él, bien podría haber recorrido a pie todo el camino desde Monroe, o quizá volando sobre una alfombra mágica. Me metí en casa, caí sobre mis rodillas justo al otro lado de la puerta y empecé a llorar. Me temblaban las manos. Me dolían las muñecas.
Durante toda la conversación había deseado que llegase ese momento.
Me di cuenta de que deseaba vivir.
Levanta el brazo del todo, Sookie! —me animó J.B. Su bello rostro estaba surcado por las arrugas de su concentración. Sosteniendo el peso de dos kilos, levanté el brazo lentamente. Madre mía, cómo dolía. Lo mismo me pasaba con el derecho—. Bien, ahora las piernas —añadió J.B., mientras me temblaban los brazos por la tensión.
J.B. no tenía carné de fisioterapeuta, pero era entrenador personal, así que contaba con experiencia práctica en eso de ayudar a la gente a recuperarse de diversos tipos de heridas. Es posible que nunca se hubiese enfrentado a un surtido como el que presentaba mi cuerpo, ya que me habían mordido, cortado y torturado. Pero no tuve necesidad de explicarle los detalles, y él tampoco se dio cuenta de que mis heridas distaban mucho de las que se dan en los accidentes de coche. No quería que las especulaciones acerca de mis problemas físicos se extendieran por Bon Temps, así que hice unas cuantas visitas a la doctora Amy Ludwig, que se parecía sospechosamente a una hobbit, y contraté a J.B. du Rone, que era muy buen entrenador pero rematadamente tonto.
La mujer de J.B., Tara, estaba sentada en uno de los bancos de pesas. Leía
What to Expect When You’re Expecting
[1]
.
Estaba embarazada de casi cinco meses y dispuesta a ser la mejor madre posible. Como J.B. era muy voluntarioso pero tenía pocas luces, Tara había asumido el papel del progenitor más responsable. Se había ganado la vida durante el instituto como canguro, lo cual le confería cierta experiencia en el cuidado de niños. Pasaba las páginas con el ceño fruncido, un aspecto que me resultaba familiar desde nuestros días en el instituto.
—¿Has escogido médico ya? —pregunté tras completar mis ejercicios con las piernas. Los cuádriceps me dolían horrores, especialmente el dañado, el de la pierna izquierda. Nos encontrábamos en el gimnasio donde trabajaba J.B., fuera de horario, ya que yo no era socia. Su jefe había accedido a este arreglo temporal para mantenerlo contento. J.B. era todo un activo para el gimnasio; desde que había empezado a trabajar, el porcentaje de socias había aumentado considerablemente.
—Creo que sí —contestó Tara—. Había cuatro alternativas por la zona, y las hemos visitado todas. Tuve mi primera cita con el doctor Dinwiddie, aquí en Clarice. Sé que es un hospital pequeño, pero no corro riesgo y está muy cerca.
Clarice distaba tan sólo unas millas de Bon Temps, donde vivíamos todos. Podías llegar al gimnasio desde mi casa en menos de veinte minutos.
—Tiene buena reputación —apunté, mientras el dolor de mis cuádriceps empezaba a hacer que todo me diese vueltas. Mi frente comenzó a perlarse de sudor. Antes solía pensar en mí como una mujer en forma y, por lo general, satisfecha. Ahora, había días en los que lo máximo a lo que podía aspirar era a levantarme de la cama e ir al trabajo.
—Sook —dijo J.B.—, mira el peso. —Estaba sonriente.
Me di cuenta de que había hecho diez extensiones con cuatro kilos y medio más de los que solía emplear.
Le devolví la sonrisa. No duró mucho, pero sabía que había hecho algo bien.
—Quizá podrías hacernos de canguro de vez en cuando —sugirió Tara—. Enseñaremos al bebé a que te llame tía Sookie.
Iba a ser tía política. Cuidaría de un bebé. Confiaban en mí. Me sorprendí haciendo planes de futuro.
Pasé la noche siguiente con Eric. Como me venía pasando tres o cuatro veces a la semana, me desperté jadeando, aterrada, empapada en sudor. Me aferré a él, como si una tormenta fuese a arrastrarme y él fuera mi ancla. Ya estaba llorando cuando desperté. No era la primera vez que pasaba, pero en esa ocasión él lloró conmigo, lágrimas de sangre que horadaban la palidez de su rostro de un modo sobrecogedor.
—No —le rogué. Me había esforzado mucho por intentar ser como antes cuando me encontraba con él. Por supuesto, no era tonto. Esa noche podía sentir su resolución. Eric tenía algo que confesarme, y pensaba hacerlo aunque yo no quisiera escucharlo.
—Pude sentir tu miedo y dolor aquella noche —dijo con voz ahogada—. Pero no pude ir contigo.
Al fin se decidía a contarme algo que llevaba tiempo queriendo saber.
—¿Por qué? —pregunté, luchando por mantener la voz calmada. Por increíble que suene, me había sentido tan destrozada que no me había atrevido a preguntárselo hasta entonces.
—Victor no me dejó marchar —dijo. Victor Madden era el jefe de Eric; había sido designado por Felipe de Castro, rey de Nevada, para supervisar el reino conquistado de Luisiana.
Mi reacción inicial a la explicación de Eric fue de amarga decepción. Ya había oído esa historia. «Un vampiro más poderoso que yo me obligó a hacerlo». Una versión de la excusa de Bill para volver con su creadora, Lorena.
—Claro —contesté. Me giré en la cama, dándole la espalda. Sentí la fría y espeluznante tristeza de la decepción adueñarse de mis entrañas. Decidí ponerme la ropa y volver a Bon Temps tan pronto como aunase las fuerzas necesarias. La tensión, la frustración y la rabia de Eric me consumían.
—La gente de Victor me encadenó con plata —continuó Eric a mi espalda—. Me quemaron todo el cuerpo.
—Literalmente. —Procuré no sonar tan escéptica como me sentía.
—Sí, literalmente. Sabía que te estaba pasando algo. Victor estaba en Fangtasia esa noche, como si lo tuviese planeado. Cuando Bill llamó para decirme que te habían raptado, conseguí ponerme en contacto con Niall antes de que los hombres de Victor me encadenasen a la pared. Cuando… protesté, Victor me dijo que no podía permitir que me pusiera de lado de uno de los bandos de la guerra de las hadas. Dijo que, independientemente de lo que pudiera pasarte, no debía implicarme.
La rabia hizo que Eric guardara un largo instante de silencio. Rezumaba por mis poros como un torrente de llamas gélidas. Reanudó el relato con voz ahogada.
—Los de Victor también retuvieron a Pam, aunque no pudieron encadenarla. —Pam era la lugarteniente de Eric—. Como Bill estaba en Bon Temps, pudo permitirse ignorar los mensajes de Victor. Niall se reunió con él en tu casa para seguirte el rastro. Bill había oído hablar de Lochlan y Neave. Todos lo habíamos hecho. Sabíamos que no te quedaba demasiado tiempo. —Aún le estaba dando la espalda, pero escuchaba más allá de su voz. Pena, ira, desesperación.
—¿Cómo te libraste de las cadenas? —pregunté hacia la oscuridad.
—Le recordé a Victor que Felipe te había prometido protección, que lo había hecho personalmente. Victor se hizo el escéptico. —Pude sentir el movimiento de la cama cuando Eric volvió a dejarse caer sobre las almohadas—. Algunos de los vampiros eran lo suficientemente fuertes y honorables como para recordar que le debían fidelidad a Felipe, no a Victor. Si bien no desafiarían a Victor abiertamente, permitieron que Pam llamara a nuestro nuevo rey a sus espaldas. Cuando dio con él, le explicó que tú y yo nos habíamos casado. A continuación, pidió a Victor que se pusiera y hablara con Felipe. Victor no se atrevió a desobedecer. El rey le ordenó que me liberara. —Hacía algunos meses, Felipe de Castro se había proclamado rey de Nevada, Luisiana y Arkansas. Era poderoso, antiguo y muy astuto. Y me debía un gran favor.
—¿Felipe presionó a Victor?
—He ahí la cuestión —respondió Eric. En algún momento de su historia, mi novio vikingo había leído a Shakespeare—. Victor dijo que se había olvidado temporalmente de nuestro matrimonio. —Por mucho que yo misma hubiese intentado olvidarme también, no pude evitar que eso me molestase. El propio Victor había estado sentado en el despacho de Eric cuando le entregué la daga ceremonial a éste (completamente ignorante de que mi acción constituía la celebración de un matrimonio al estilo vampírico). Que yo no supiese lo que estaba haciendo, no significa que lo ignorara Victor—. Le contó a nuestro rey que yo mentía en un intento de salvar a mi amante humana de manos de las hadas. Argumentó que ninguna vida vampírica debía arriesgarse por el bien de un humano. Le indicó a Felipe que no nos creyó ni a Pam ni a mí cuando le dijimos que él, en persona, te había prometido protección tras salvarle la vida en el ataque de Sigebert.
Volví la cara hacia Eric. El haz de luna que se colaba por la ventana lo tiñó de sombras negras y plateadas. Por lo que sabía de ese poderoso vampiro que se había situado en una posición de enorme poder, Felipe no era ningún idiota.
—Increíble. ¿Cómo es que Felipe no mató a Victor?
—Yo también le he dado muchas vueltas, por supuesto. Creo que Felipe tiene que fingir que cree a Victor. Y que se ha dado cuenta de que, al situar a Victor como su lugarteniente al cargo de todo el estado de Luisiana, ha henchido sus ambiciones hasta un punto indecente.