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Authors: Charlaine Harris

Muerto en familia (21 page)

Cuando me detuve un momento a pensar en todo ello, las náuseas se habían adueñado de mí. Alexei era un niño, y estaba más que segura de que Ocella había mantenido relaciones sexuales con él, como lo hiciera con Eric en su día. Pero no estaba tan loca como para creer que podía detenerlo, o que cualquier protesta por mi parte supondría alguna diferencia. De hecho, no tenía muy claro que Alexei fuese a agradecerme la intervención, recordando lo que Eric me había dicho de su desesperado vínculo con su creador durante los primeros años de nueva existencia como vampiro.

Alexei había pasado mucho tiempo con Ocella, al menos desde el punto de vista humano. No recordaba exactamente cuándo habían ejecutado a la familia Romanov, pero debía de ser alrededor de 1918. Al parecer, Ocella había salvado al muchacho de la muerte definitiva. Así que, fuese lo que fuese lo que afirmaba su relación, ésta llevaba existiendo desde hacía más de ochenta años.

Todas aquellas ideas desfilaron por mi mente, una tras otra, mientras seguíamos a nuestros visitantes. Ocella dijo que podía haber entrado sin invitación. No habría estado mal que Eric me avisara de tales cosas. Pero notaba cuánto deseaba Eric que Ocella nunca se hubiese presentado, así que estaba dispuesta a pasárselo… Sin embargo, no podía evitar pensar que, en vez de su lección magistral sobre cómo los suyos se habían repartido mi país según sus intereses, habría sido mucho más práctico saber que su creador se presentaría en mi dormitorio.

—Sentaos, por favor —les ofrecí después de que Ocella y Alexei tomaran asiento en el sofá.

—Cuánto sarcasmo —dijo Ocella—. ¿Es que no vas a ofrecernos un mínimo de hospitalidad? —Me recorrió de arriba abajo con la mirada, y pensé que, si bien sus ojos eran de un intenso color marrón, eran terriblemente fríos.

En un fugaz instante pude congratularme por haberme puesto algo de ropa. Antes me habría tomado una botella de alcohol puro que estar desnuda delante de aquellos dos.

—No puedo decir que me haya alegrado encontrar a alguien de repente mirando por la ventana de mi dormitorio —dije—. No os habría costado nada llamar a la puerta, como hace la gente con buenos modales. —No le estaba contando nada que él no supiera ya; los vampiros son buenos leyendo a las personas, y los antiguos mucho mejores a la hora de descifrar sus sentimientos.

—Sí, pero en ese caso no habría disfrutado de tan encantadora vista. —Ocella desvió la mirada hacia el torso desnudo de Eric hasta el punto de casi acariciarlo con ella. Por primera vez, Alexei mostró un atisbo de emoción. Parecía asustado. ¿Temía que Ocella lo repudiara y lo dejara a la merced del mundo? ¿O temía, más bien, que Ocella lo mantuviese a su lado?

Compadecí a Alexei desde lo más profundo de mi corazón. Temí por ese pobre muchacho.

Estaba tan desamparado como Eric.

Ocella observó a Alexei con una atención que rayaba en lo tenebroso.

—Ya se encuentra mucho mejor —murmuró—. Eric, tu presencia le está haciendo mucho bien.

Pensé que las cosas no podían ponerse más surrealistas, pero un apremiante aporreo de la puerta trasera, seguido de un «Sookie, ¿estás ahí?» me dijo que si algo puede empeorar, siempre empeora.

Mi hermano Jason entró sin esperar a que le contestara.

—Sookie, vi la luz encendida al llegar, así que pensé que estarías despierta —soltó antes de detenerse en seco al percatarse de toda la visita que tenía en ese momento. Y lo que eran todos ellos.

—Lamento interrumpir, Sook —se excusó lentamente—. ¿Qué tal, Eric?

—Jason, éste es mi… —empezó a decir Eric—. Son Apio Livio Ocella, mi creador, y su hijo Alexei. —Eric pronunció el último apellido correctamente: «O-que-la».

Jason saludó con la cabeza a los dos extraños, pero evitó mirar directamente al vampiro más antiguo. Buen instinto.

—Buenas noches, O’Kelly. Hola, Alexei. Así que eres el hermano pequeño de Eric, ¿eh? ¿Eres vikingo como él?

—No —dijo el muchacho con voz débil—. Soy ruso. —Su acento era mucho más ligero que el del romano. Se quedó mirando a Jason con interés. Esperaba que no estuviese pensando en morderle. Lo que le hacía tan atractivo para la gente, en especial las mujeres, era que irradiaba vida. Parecía tener una reserva extra de vigor y vitalidad, y, ahora que la tristeza de la muerte de su mujer se iba diluyendo, ambas características se le estaban redoblando. Era una de las manifestaciones de la sangre feérica que corría por sus venas.

—Bueno, pues me alegro de conoceros a todos —respondió Jason. Y entonces omitió por completo a los visitantes—. Sookie, he venido a llevarme una mesita auxiliar del ático. Vine antes, pero no estabas y no me había traído mi juego de llaves. —Jason tenía unas llaves de mi casa para casos de urgencia, igual que yo las tenía de la suya.

Me había olvidado de que me la pidió cuando cenamos juntos. Dada la situación, me podría haber pedido todo el mobiliario de mi dormitorio y yo habría accedido con tal de alejarlo de aquella peligrosa situación.

—Claro, no la necesito —dije—. Sube. No creo que esté muy lejos de la entrada del ático.

Jason se disculpó y todos le seguimos con la mirada mientras se perdía escaleras arriba. Eric probablemente mantenía la mirada ocupada mientras sus pensamientos se sucedían a toda velocidad, pero Ocella observaba a mi hermano con genuino ánimo escrutador, mientras que Alexei lo hacía con anhelo.

—¿Alguien quiere una TrueBlood? —pregunté a los vampiros apretando los dientes.

—Supongo que sí, si no te ofreces a ti misma o a tu hermano —contestó el romano.

—No es el caso.

Me volví para enfilar la cocina.

—Siento tu rabia —advirtió Ocella.

—No me importa —contesté, sin darme la vuelta. Oí que Jason bajaba por las escaleras algo más despacio, ya que llevaba la mesa—. Jason, ¿vienes un segundo? —pregunté por encima del hombro.

Le faltó poco para dejar el salón. Si bien era cortés con Eric porque sabía que yo lo amaba, Jason nunca se había sentido cómodo en presencia de vampiros. Dejó la mesa en un rincón de la cocina.

—¿Qué demonios pasa aquí, Sook?

—Ven a mi habitación un momento —respondí, tras sacar las botellas de la nevera. Me sentiría mucho mejor en cuanto tuviese un poco más de ropa encima. Jason me siguió de cerca. Una vez dentro, cerré la puerta.

—Vigila la puerta. No me fío del más antiguo —le pedí, y Jason cumplió, volviéndose hacia el otro lado mientras me quitaba la bata y me vestía más deprisa que nunca.

—La hostia —dijo Jason, lo que me provocó un soberano respingo. Me volví para ver que Alexei había abierto la puerta y de hecho habría entrado, de no ser porque Jason la estaba bloqueando.

—Lo siento —se excusó Alexei. Su voz era un susurro; un fantasma de lo que fue en vida—. Te pido disculpas a ti, Sookie, y a ti, Jason.

—Puedes dejar que pase, Jason. ¿Por qué te disculpas, Alexei? —pregunté—. Venga, vamos a la cocina y te calentaré una TrueBlood. —Nos fuimos todos a la cocina. Estábamos un poco más lejos del salón, y existía una mínima probabilidad de que Eric y Ocella no nos oyeran.

—Mi sire no siempre es así —explicó—. La edad lo está transformado.

—¿En qué? ¿En un completo anormal? ¿En un sádico? ¿En un pederasta?

Una leve sonrisa se cruzó en la expresión del muchacho.

—Todo eso, en ocasiones —concedió sucintamente—. Pero, a decir verdad, no estoy del todo bien, y por eso hemos venido.

Jason empezaba a enfadarse. Le gustan los niños; siempre le han gustado. Si bien Alexei era de sobra capaz de matarlo en un instante, Jason seguía viéndolo como un niño. Mi hermano estaba acumulando mucha rabia, hasta el punto de pensarse irrumpir en el salón y enfrentarse al propio Apio Livio Ocella.

—Escucha, Alexei, no tienes por qué quedarte con ese tío si no lo deseas —dijo Jason—. Puedes quedarte conmigo o con Sookie si Eric no se hace cargo de ti. Nadie te va a obligar a estar con quien no quieras. —Bendito sea el corazón de Jason, pero no tenía la menor idea de lo que estaba hablando.

Alexei sonrió, dotándose de una expresión capaz de romperle el corazón a cualquiera.

—En serio, no es tan malo. Creo que es un buen hombre, pero de un tiempo a esta parte…; no os podéis imaginar. Supongo que estáis acostumbrados a tratar con vampiros que desean… integrarse. Mi sire no quiere nada de eso. Es mucho más feliz en las sombras. Y yo he de permanecer con él. Por favor, no os apuréis, aunque os agradezco la preocupación. Ahora que estoy cerca de mi hermano me siento mucho mejor. No siento que, de repente, vaya a hacer algo… que pueda lamentar.

Jason y yo nos miramos. Era suficiente para preocuparnos.

Alexei observaba la cocina como si nunca hubiese visto una. Se me pasó por la cabeza que probablemente fuese así.

Saqué las botellas calientes del microondas y las agité. Puse unas servilletas en la bandeja, junto a las botellas. Jason se sirvió una Coca-Cola de la nevera.

No sabía qué pensar de Alexei. Se disculpaba por el romano como si fuese un abuelo cascarrabias, pero estaba claro que se encontraba bajo la influencia de Ocella. Por supuesto que lo estaba; era su hijo en un sentido muy real.

Tener a una figura histórica en tu propia casa era una situación de lo más extraña. Pensé en los horrores que debió de experimentar, tanto antes de la muerte como después. Pensé en su infancia como heredero del zar y supuse que, a pesar de la hemofilia, su infancia debió de estar llena de momentos gloriosos. No sabía si el muchacho echaba de menos el amor, la devoción y los lujos que le habían rodeado desde la cuna hasta la revolución, o si (habida cuenta de que había sido ejecutado con toda su familia inmediata) consideraba su condición de vampiro como algo mejor que yacer enterrado en los bosques de Rusia.

Al margen de la hemofilia, su esperanza de vida en aquellos tiempos habría sido corta de todos modos.

Jason se puso hielo en el vaso y miró en el bote de las galletas. Yo ya no solía tener porque, de haberlas, me las comería. Cerró el bote con aire decepcionado. Alexei contemplaba cada uno de los movimientos de Jason, como si contemplase un animal nunca visto antes.

Se dio cuenta de que yo lo miraba a él.

—Dos hombres me cuidaron; dos marineros —explicó, como si fuese capaz de leer las preguntas que se agolpaban en mi cabeza—. Me llevaban por ahí cuando peor lo pasaba. Cuando el mundo se vino abajo, uno de ellos abusó de mí en cuanto tuvo la posibilidad. Pero el otro murió, sencillamente porque siguió siendo amable conmigo. Tu hermano me recuerda un poco a ése.

—Siento lo de tu familia —lamenté torpemente. Sentía la necesidad de decir alguna cosa.

Se encogió de hombros.

—Me alegré cuando los encontraron y les dieron sepultura —dijo. Pero, al verle los ojos, supe que sus palabras eran una fina capa de hielo sobre un pozo de dolor.

—¿A quién pusieron en tu ataúd? —pregunté. ¿Me estaría pasando? ¿De qué demonios iba a hablar con él? Jason paseaba la mirada entre Alexei y yo, anonadado. Su idea de la Historia era recordar al hermano embarazoso de Jimmy Carter.

—Cuando encontraron la gran fosa, mi sire sabía que no tardarían en encontrarnos a mi hermana y a mí. Puede que sobrevalorásemos a los buscadores. Hicieron falta dieciséis años más. Pero, mientras tanto, seguimos volviendo al lugar donde me habían enterrado.

Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. «El lugar donde me habían enterrado…».

Prosiguió.

—Teníamos que facilitar huesos míos a tal efecto; a esas alturas ya sabíamos algo acerca del ADN. De lo contrario, por supuesto que podríamos haber encontrado a un muchacho de la edad adecuada…

No se me ocurría nada remotamente normal que decir.

—Entonces, te extirpaste parte de tus propios huesos para dejarlos en la tumba —supuse con voz ahogada y temblorosa.

—Poco a poco, con el tiempo. Todo volvía a crecer —respondió, tranquilizador—. Tuvimos que quemarlos un poco. Se supone que nos habían quemado a María y a mí, además de echarnos ácido encima.

No sin esfuerzo, pude preguntar:

—¿Por qué hacer todo ese esfuerzo? ¿Por qué dejar allí los huesos?

—Mi sire quería que descansara —contestó—. No quería que nadie viese nada. Argumentó que si encontraban los huesos, no habría controversia alguna. De todos modos, a estas alturas nadie esperaría que siguiese vivo, por supuesto, y mucho menos con el mismo aspecto de entonces. A lo mejor no pensábamos con claridad. Cuando llevas tanto tiempo alejado del mundo… Y, durante los primeros cinco años después de la revolución, me vieron un par de personas que me reconocieron. Mi sire tuvo que encargarse de ellos.

También necesité un momento para asimilar eso. Jason parecía asqueado. Yo no le andaba muy a la zaga. Pero esa pequeña charla ya se había prolongado demasiado. No quería que el sire pensase que estábamos conspirando contra él.

—Alexei —llamó Apio Livio con voz queda—. ¿Va todo bien?

—Sí, señor —respondió Alexei antes de volver corriendo con el romano.

—Por todos los santos —me dije, cogiendo la bandeja de las botellas para llevarla al salón. Jason estaba igual de incómodo que yo, pero me siguió.

Eric no perdía de vista a Apio Livio Ocella, del mismo modo que un dependiente de un establecimiento de veinticuatro horas no pierde de vista a un cliente que pudiera llevar un arma escondida. Pero parecía haberse relajado una partícula, ya recuperado del pasmo de encontrarse de repente con su creador. Gracias al vínculo, sentí una oleada de alivio por su parte. Tras meditarlo, concluí que lo había comprendido. Eric estaba aliviado porque el vampiro más antiguo venía con su propio compañero de alcoba. Eric, que había dado una convincente impresión de indiferencia acerca de los muchos años pasados como compañero sexual de Ocella, había atravesado un momento de loca desgana al verse con su creador. Se estaba reagrupando y rearmando. Volvía a ser Eric, el sheriff, después de haber regresado abruptamente al Eric neonato y esclavo sexual.

Tal como yo lo veía, no volvería a ser del todo él mismo. Ahora conocía qué era lo que temía. Lo que percibía de él era que no se trataba tanto del aspecto físico como del mental; Eric deseaba por encima de todas las cosas no volver a estar bajo el control de su creador.

Serví una botella a cada uno de los vampiros, colocándola cuidadosamente sobre una servilleta. Al menos no tenía que preocuparme de sacar nada de picar… Salvo que Ocella decidiese que los tres debían picarme a mí. En tal caso, no tendría ninguna esperanza de supervivencia ni nada con que evitarlo. Ese pensamiento debió de convertirme en un modelo de discreción. Debió de animarme a sentarme con los tobillos cruzados y mantener la boca cerrada.

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