Authors: Charlaine Harris
Es posible que me subiese la presión arterial, y hasta que tuviese alguna arteria obstruida. Mi corazón latiría irregularmente. Cada vez que tuviese fiebre, estaría muy enferma. Viviría en constante temor hacia el Parkinson, el Alzheimer, un infarto, una neumonía… Los monstruos que se esconden bajo la cama de los ancianos.
¿Qué pasaría si le dijese a Eric que deseaba estar con él para siempre? Suponiendo que no diese un grito y saliese corriendo a toda velocidad en la dirección contraria, suponiendo que me convirtiese, intenté imaginar cómo sería ser una vampira. Vería a todos mis amigos envejecer y morir. Sería yo quien ocupase el escondite debajo del armario todos los días mientras durmiese. Si Jason se casara con Michele, puede que no le hiciera gracia que anduviera cerca de sus hijos. Sentiría la necesidad de atacar a los demás, de morderlos; para mí todos serían como hamburguesas de sangre con patas. La gente sería mi comida. Contemplé el ventilador del techo e intenté imaginar el deseo de morder a Andy Bellefleur o a Holly. ¡Qué asco!
Por otra parte, jamás volvería a enfermar, a menos que alguien me disparara o me mordiera con plata; o me clavase una estaca; o me expusiera al sol. Sería capaz de proteger a los humanos más desvalidos. Podría estar con Eric para siempre… Salvo por el pequeño detalle de que las parejas de vampiros no suelen durar demasiado.
Bueno, al menos podría estar con él durante varios años.
¿Cómo me ganaría la vida? Sólo podría trabajar en los turnos nocturnos del Merlotte’s, si es que Sam me permitía mantener mi trabajo. Sam también envejecería y moriría ante mis ojos. Al nuevo propietario no tendría por qué gustarle tener a una camarera que sólo pudiera trabajar siempre el mismo turno. Podría volver a la universidad y dar clases nocturnas de informática hasta conseguir algún título. Pero ¿de qué?
Había llegado al límite de mi imaginación. Me acuclillé y me incorporé, preguntándome si la leve rigidez de mis articulaciones era imaginación mía.
Esa noche el sueño tardó mucho en llegar, a pesar del día largo y escalofriante que había tenido. El silencio de la casa me resultaba opresivo. Claude llegó de madrugada, silbando.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, bastante temprano, por cierto, me sentí torpe y desanimada. De camino al porche con mi café, me encontré con dos sobres que habían colado por debajo de la puerta principal. La primera nota era del señor Cataliades, y la había entregado su sobrina, Diantha, a las tres de la madrugada, según ella misma había apuntado en el sobre. Lamenté haber perdido la oportunidad de charlar con ella, pero también agradecí que no me despertara. Impulsada por una gran curiosidad, decidí abrir primero ese sobre. «Señorita Stackhouse», había escrito el señor Cataliades, «le remito un cheque por la cantidad depositada en cuenta de Claudine Crane a fecha de su muerte. Su deseo era que el dinero lo recibiese usted».
Escueto y al grano; mucho más de lo que podía decir de la mayoría de las personas con las que había hablado recientemente. Eché un vistazo al cheque y vi que tenía un valor de ciento cincuenta mil dólares.
—Oh, Dios mío —se me escapó en voz alta—. ¡Oh, Dios mío! —Solté el cheque porque perdí toda la fuerza de los dedos y el rectángulo de papel planeó plácidamente hasta el suelo del porche. Me apresuré a recogerlo y leerlo de nuevo para comprobar que no me había equivocado—. Oh —dije. Me ceñía a las expresiones clásicas porque me sentía incapaz de elaborar cualquier otra cosa. Ni siquiera podía imaginar qué hacer con tanto dinero. Eso también me superaba. Tenía que darme un poco de tiempo antes de pensar racionalmente en esa inesperada herencia.
Llevé el valioso trozo de papel a la casa y lo guardé en un cajón, aterrada por la idea de que pudiera pasarle algo antes de ir al banco. Sólo cuando estuve segura de que lo había dejado en buen sitio osé siquiera pensar en abrir el otro sobre, que resultó ser de Bill.
Volví al porche y tomé un trago del café que empezaba a enfriarse. Rasgué el sobre.
«Queridísima Sookie: no quería asustarte llamando a tu puerta a las dos de la madrugada, así que te dejo esta nota para que la leas cuando amanezca. Me pregunté por qué habías entrado en mi casa la semana pasada. Sabía que lo habías hecho, y que, tarde o temprano, el motivo saldría a la luz. Tu generoso corazón me ha dado la cura que necesitaba.
»Jamás pensé que volvería a ver a Judith después de nuestra última despedida. Hay razones por las que no la he llamado a lo largo de todos estos años. Tengo entendido que te ha explicado por qué la escogió Lorena para convertirla. Nunca me consultó antes de atacarla. Créeme, por favor. Jamás condenaría a nadie a padecer nuestra existencia sin que fuese por propia voluntad y antes me lo dijese».
Vale, Bill alababa mi capacidad de pensamiento complejo. Jamás se me ocurrió pensar que Bill fuese capaz de pedir a Lorena que le encontrase una compañera parecida a su mujer.
«Jamás habría tenido el coraje suficiente para ponerme en contacto con Judith por temor a que me odiase. Me alegra mucho volver a verla. Y su sangre, altruistamente regalada, ya ha obrado maravillas en mi curación».
¡Bien! De eso se trataba.
«Judith ha accedido a quedarse por una semana para ponernos al día. Espero que te unas a nosotros alguna noche. Ha quedado impresionada por tu cordialidad. Con amor, Bill».
Me forcé a sonreír hacia el pliego de papel. Estaba dispuesta a escribirle de vuelta para expresarle lo contenta que estaba por su mejoría y la reanudación de su vieja amistad con Judith. Claro que no me había gustado que saliera con Selah Pumphrey, una agente inmobiliaria humana, ya que en aquel momento acabábamos de romper y además yo sabía que ella tampoco le importaba tanto. Ahora estaba decidida a sentirme contenta por Bill. No quería ser una de esas horribles personas que se llenan de bilis cada vez que a una ex pareja le va bien en el amor. Eso era hipocresía y egoísmo al extremo, y yo esperaba ser una mejor persona al respecto. Al menos estaba dispuesta a presentar una buena imitación de esa actitud.
—Vale —le dije a mi taza de café—. Ha salido bien.
—¿No preferirías hablar conmigo en vez de con la taza de café? —preguntó Claude.
Había oído sus pasos provocando el crujido de las escaleras a través de la ventana abierta y mis sentidos habían detectado otra mente en funcionamiento dentro de la casa, pero no me imaginaba que se reuniría conmigo en el porche.
—Llegaste tarde —dije—. ¿Te pongo un café? He hecho para un regimiento.
—No, gracias. Voy a tomar zumo de piña. Hace un día precioso. —Claude llevaba el torso desnudo. Al menos se había puesto los pantalones del pijama con el emblema de los Cowboys de Dallas. ¡Ja! ¡Ya quisiera!
—Sí —afirmé con una marcada falta de entusiasmo. Claude arqueó una ceja de formas perfectas.
—¿Quién se ha muerto hoy? —preguntó.
—No, la verdad es que estoy contenta.
—Sí, veo la felicidad escrita en tu cara. ¿Qué pasa, prima?
—He recibido el cheque de Claudine. Que Dios la bendiga. Ha sido muy generosa. —Alcé la mirada hacia Claude y la cargué con toda mi sinceridad—. Claude, espero que no estés enfadado conmigo. Es que es… tanto dinero. No tengo ni idea de qué hacer con él.
Claude se encogió de hombros.
—Era el deseo de Claudine. Ahora dime qué te pasa.
—Claude, tendrás que perdonarme el hecho de estar sorprendida al ver que te importo tanto. Habría jurado que te importaba un comino lo que pudiera sentir. Y ahora eres todo dulzura con Hunter y te ofreces a ayudarme a limpiar el ático.
—A lo mejor estoy desarrollando preocupación de primo. —Volvió a arquear una ceja.
—Y a lo mejor los cerdos vuelan.
Se rió.
—Estoy intentando ser más humano —confesó—. Como, al parecer, voy a pasar mi larga existencia entre humanos, intento ser más…
—¿Simpático? —le ayudé.
—Ay —se quejó, pero en realidad no le había dolido. Sentirse dolido implicaría que mi opinión le importaba. Y eso es algo que no se aprende, ¿verdad?—. ¿Dónde anda tu novio? —preguntó—. Adoro el olor de vampiro por la casa.
—Anoche lo vi por primera vez en una semana. Y no pudimos pasar un solo momento a solas.
—¿Os habéis peleado? —Claude apoyó una cadera en la barandilla del porche. Estaba decidido a demostrarme que era capaz de preocuparse por la vida de otro.
Me sentí ciertamente exasperada.
—Claude, estoy intentando beber mi primer café del día, no he dormido demasiado y he pasado unos días un poco malos. ¿No te importaría irte por ahí, ducharte o algo?
Suspiró como si acabase de romperle el corazón.
—Vale, pillo la indirecta —dijo.
—No era tanto una indirecta como una declaración firme.
—Vale, ya me voy.
Pero cuando se incorporó y dirigió sus pies hacia la entrada de la casa, me di cuenta de que tenía algo más que decirle.
—Lo retiro. Sí que hay algo de lo que debemos hablar —confesé—. No he tenido ocasión de contarte que Dermot ha estado aquí.
Claude se quedó tieso, casi como si estuviese a punto de dar un brinco.
—¿Cómo has dicho? ¿Qué quería?
—No estoy muy segura. Creo que, al igual que tú, necesitaba estar cerca de alguien con sangre de hada. También quería decirme que estaba bajo los efectos de un hechizo.
Claude palideció.
—¿De quién? ¿Ha vuelto el abuelo?
—No —contesté—. Pero ¿sería posible que otra hada le hubiera lanzado un conjuro antes de que se cerrase la puerta? También creo que deberías saber que hay otra hada de purasangre a este lado del portal, puerta o como quiera que la llaméis. —Si mal no entendía la moral de las hadas, les era imposible responder a una pregunta con una mentira directa.
—Dermot está loco —sentenció Claude—. A saber cuál será su siguiente paso. Si te abordó directamente es que debe de estar sometido a una presión terrible. Ya sabes lo ambivalente que es respecto a los humanos.
—No has respondido a mi pregunta.
—No —dijo Claude—, no lo he hecho. Y tengo una razón. —Se volvió para darme la espalda y perdió la vista en el jardín—. Me gusta conservar la cabeza sobre los hombros.
—Entonces sí que hay alguien por ahí y sabes de quién se trata. ¿O acaso sabes más de conjuros de lo que admites?
—No pienso decir nada al respecto. —Dicho lo cual, Claude volvió a meterse en casa. En pocos minutos, le oí salir por la parte trasera y recorrer en su coche el camino rumbo a Hummingbird Road.
Acababa de obtener una valiosa información que también era del todo inútil. Podía convocar al hada, preguntarle por qué seguía a este lado y cuáles eran sus intenciones. Pero puestos a adivinar, estaba bastante segura de que Claude nada tenía de hada madrina dulce y asustadiza, dispuesta a proyectar su luz y su bondad. Y un hada buena no habría lanzado un conjuro sobre el pobre Dermot para desconcertarlo de ese modo.
Pronuncié un par de plegarias con la esperanza de que me ayudaran a recuperar mi buen humor, pero ese día no funcionó. Probablemente no las estuviera abordando con la actitud adecuada. Comunicarse con Dios no es lo mismo que tomar un calmante; ni por asomo.
Me puse un vestido y unas sandalias y fui junto a la tumba de la abuela. Mantener una conversación con ella solía recordarme lo sabia y equilibrada que ella había sido. Ese día sólo podía pensar en su terrible e impropia indiscreción con un medio hada que había dado por fruto a mi padre y su hermana, Linda. Mi abuela (quizá) se había acostado con un medio hada porque mi abuelo no podía tener hijos. Así que ella había llevado y parido a los suyos, dos, y los había criado en el amor.
Y había enterrado a ambos.
Al arrodillarme junto a la lápida y observar la hierba que se hacía cada vez más recia sobre la tumba, me pregunté si podía sacar algún significado de todo aquello. Podía decirse que la abuela había hecho algo que no debía… para obtener algo que no debía tener… y, tras obtenerlo, lo había perdido de la forma más dolorosa que cabía imaginar. ¿Qué puede ser peor que perder a un hijo? Ya ni hablar de dos.
O podía decidir que todo lo que había pasado era fruto del azar, que la abuela lo hizo lo mejor que supo cuando tuvo que tomar una decisión, y que su elección sencillamente no había funcionado por razones que se escapaban a su control. Culpa o exculpación constante.
Debía de haber elecciones mejores.
Hice lo mejor que podía hacer. Me puse unos pendientes y me fui a la iglesia. La Semana Santa ya había pasado, pero las flores del altar metodista aún estaban preciosas. Las ventanas estaban abiertas, ya que hacía una temperatura agradable. Se estaban formando unas nubes al oeste, pero nada que debiese preocuparnos durante las próximas horas. Escuché cada palabra del sermón y me uní al canto de los himnos, aunque lo hice susurrando porque tengo una voz terrible. Me vino bien. Aquello me recordó a mi abuela, a mi infancia, a la fe, a los vestidos limpios y al almuerzo de los domingos, habitualmente un asado rodeado de patatas y zanahorias que la abuela dejaba cocinándose en el horno antes de irnos a la iglesia. A veces, también hacía una tarta o un pastel.
Ir a la iglesia no siempre es fácil cuando puedes leer la mente de la gente que te rodea. Me esforcé mucho en bloquear sus pensamientos y centrarme en los míos en un intento de conectar con la parte de mi infancia, la parte de mí misma, que era buena y amable, así como de mejorar.
Al final de los servicios, intercambié algunas palabras con Maxine Fortenberry, que estaba en el séptimo cielo con los planes de boda de Hoyt y Holly. También vi a Charlsie Tooten, que llevaba en brazos a su nieto recién nacido y hablé con mi agente de seguros, Greg Aubert, que iba acompañado de toda su familia. Su hija se puso roja cuando la miré, ya que conocía algunos secretos suyos que le ponían muy nerviosa. Pero no juzgaba a la chica. Todos nos portamos mal de vez en cuando. A algunos nos descubren y a otros no.
Sam también había ido a la iglesia, para mi sorpresa. Nunca lo había visto allí. Por lo que yo sabía, nunca había estado en ninguna iglesia de Bon Temps.
—Me alegro de verte —saludé, intentando disimular mi desconcierto—. ¿Hasta ahora ibas a otra iglesia o esto es una nueva faceta tuya?
—Simplemente pensé que ya era hora —contestó—. El caso es que me gusta ir a la iglesia. Y la verdad es que se acercan malos tiempos para los cambiantes, así que quiero asegurarme de que todos los vecinos de Bon Temps vean que soy un tipo de fiar.