Read Naturaleza muerta Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (13 page)

¿Sería otra broma?

–Es que no me gusta que me dejen al margen. Oiga, que yo no tengo ni pajolera idea de investigar. No sé escribir a máquina ni manejar una centralita, y ya puede olvidarse de que escriba al dictado, o haga algo de lo que hacen los ayudantes.

–Tampoco es lo que necesito. Quizá la sorprenda, pero, tras reflexionar sobre lo que tenemos entre manos, he llegado a la conclusión de que será una ayudante inmejorable. Necesito a alguien que conozca el pueblo, con sus habitantes y sus secretos, pero que al mismo tiempo no esté integrado, que no tenga obligaciones con nadie; alguien que me cuente la verdad sin adornos. ¿No le parece que coincide con su perfil?

Corrie se lo pensó. Poco integrada, sin obligaciones… Por deprimente que le pareciera, cumplía los requisitos.

–El ascenso comporta un aumento en la paga, que queda en ciento cincuenta dólares diarios. Llevo todos los papeles en el coche, incluida una autorización limitada para acceder al escenario del crimen. Tendrá que seguir mis órdenes al pie de la letra. Se acabó lo de bajar del coche por impulso. En cuanto a sus deberes, ya habrá tiempo de profundizar en ellos.

–¿Y quién me pagará? ¿El FBI?

–No, yo, de mi bolsillo.

–¡Venga, hombre, que sabe que no lo valgo! Sería tirar el dinero.

Pendergast se volvió para mirarla, y Corrie volvió a quedar impresionada por la intensidad de sus ojos grises.

–De momento solo sé una cosa: que nos enfrentamos con un asesino extremadamente peligroso, y que no tengo tiempo que perder. Necesito su ayuda. ¿Cuánto vale salvar una vida?

–Ya, pero ¿cómo quiere que lo ayude? Tiene razón el sheriff: soy una delincuente, y encima tonta.

–No diga necedades, señorita Swanson. ¿Hay o no hay trato?

–Bueno, vale, pero que no pase de «ayudante». Le repito que no se haga ilusiones.

Pendergast la miró.

–¿Cómo dice?

–Ya me entiende. Como hombre.

Pendergast hizo un gesto con la mano.

–Señorita Swanson, lo que insinúa es por completo inconcebible. Pertenecemos a mundos opuestos. Nos separa un abismo en cuanto a edad, manera de ser, educación, familia y posición; y no hablemos de su
piercing
en la lengua. En mi opinión, aunque esa relación nos proporcionara buenos ratos, sería una grandísima imprudencia.

La explicación irritó a Corrie, sin saber muy bien por qué.

–¿Qué pasa con mi
piercing
en la lengua?

–No digo que pase necesariamente nada. En las islas Andaman, las mujeres de la tribu wimbu se perforan los labios genitales y se atan ristras de conchas de cauri; así, al caminar, hacen ruido por debajo de la falda, y a los hombres les parece lo más atractivo del mundo.

–¡Qué asco!

Pendergast sonrió.

–Conque no es una relativista cultural, como pensaba…

–¿Sabe que es un tío francamente raro?

–La alternativa no me seduce en absoluto, señorita Swanson. –Pendergast cogió la linterna de sus manos y volvió a enfocar el perro–. Bueno, ya que es mi ayudante empiece por decirme de quién es este perro.

A Corrie se le fue la vista involuntariamente hacia el animal hinchado.

–Es Jiff, el perro de Andy, el hijo de Swede Cahill.

–¿Llevaba collar?

–Sí.

–¿Solían dejarlo suelto?

–Como a la mayoría de los perros del pueblo, aunque esté prohibido.

Pendergast asintió con la cabeza.

–Sabía que mi confianza en usted no era injustificada.

Corrie lo miró, divertida.

–¿Sabe que es todo un personaje?

–Gracias. Parece que tenemos algo en común.

Mientras el silencio se apoderaba del claro, y Pendergast examinaba al perro, Corrie se preguntó si había sido un insulto o un piropo, pero al seguir con la mirada el haz de la linterna tuvo un momento de compasión más fuerte que el mal olor y el zumbido de las moscas. Menudo disgusto se llevaría Andy Cahill. Habría que decírselo, y todo apuntaba a que le tocaría a ella. Con tal de no dejárselo a los brutos del sheriff y su ayudante… Tampoco Pendergast le parecía la persona más indicada, por muy educado que fuera. Al levantar la vista, se llevó la sorpresa de ver que la estaba observando.

–Sí –dijo el agente–, creo que sería un gesto que la noticia se la diera usted a Andy Cahill.

–¿Cómo lo…?

–Aprovechando la ocasión, señorita Swanson, podría averiguar discretamente cuándo fue la última vez que Andy vio a Jiff, y hacia dónde pudo ir el perro.

–Vaya, que quiere que haga de detective.

Pendergast asintió.

–Para algo es mi nueva ayudante.

Quince

Margery Tealander recortaba cupones meticulosamente en el viejo escritorio de madera de su espartano despacho, pendiente de
El precio justo.
El televisor en blanco y negro era tan viejo, y la imagen tan mala, que había subido el volumen a tope para no perderse detalle, aunque a decir verdad no estaba el día muy animado. Pocas veces había visto un grupo de concursantes tan penoso: siempre se pasaban de precio, o por encima o por debajo. Interrumpió los recortes para prestar atención a la pantalla y escuchar lo que decían. Todos habían dado su precio menos la última concursante, una asiática flaca que no podía tener más de veinte años.

«Yo digo que mil cuatrocientos un dólares, Bob», pronunció con una sonrisa tímida, inclinando la cabeza.

–¡Caramba!

Marge hizo un chasquido de desaprobación y siguió recortando. ¿Mil cuatrocientos dólares por una lavadora secadora Maytag? ¿En qué planeta vivían? El público tampoco los ayudaba mucho, con su manía de jalear a gritos cada apuesta equivocada. ¡Con ella de concursante sí que habrían tenido espectáculo! Margery siempre acertaba con los precios, y también con las puertas. Por otro lado, no se habría conformado con los premios cutre? (el cobertizo de madera de secuoya, la vitrina o la cera de suelos para todo un año), sino que habría ido directamente a por el barco Chris-Craft de cinco metros, aprovechando que un primo suyo tenía un embarcadero en el lago Scott. Lástima que, justo una semana después de haber convencido a Rocky de que la llevase a Studio City, a él le hubieran diagnosticado un enfisema; y tampoco era cuestión de ir sola, sin Rocky (en paz descansase), porque en el… ¡Anda, qué interesante! Veinte por ciento de descuento sobre el Woolite para compras por encima de treinta dólares. Casi nunca lo rebajaban. Con el triplete de cupones de los fines de semana, podría comprarlo casi a mitad de precio. Sería cuestión de acumularlo. Decididamente, los precios del Shopper's Palace de Ulysses no tenían competencia. No quedaba tan cerca como el Red Owl de Garden City, pero a la hora de ahorrar, de ahorrar en serio, el Palace no tenía rival. Además, los supersábados le descontaban el diez por ciento en la gasolinera, y así compensaba la distancia. Claro que se arrepentía un poco de no comprársela a Ernie, pero en una época así, de vacas flacas, lo esencial era el sentido práctico. ¡Caray! ¡Eso sí que ya…! Novecientos veinticinco por la Maytag. ¡Qué bien le quedaría al lado del lavadero! Siempre podía convencer a Alice Franks de que buscase una excursión en autobús para…

De repente se dio cuenta de que había alguien delante de la mesa.

–¡Válgame Dios! –Bajó rápidamente el volumen de la tele–. Me ha asustado, joven.

Era el hombre que veía por el pueblo desde hacía unos cuantos días, el del traje negro.

–Disculpe –contestó él, con resabios sureños de julepes de menta, pralinés y cipreses en la voz.

Saludó con una inclinación. Tenía los dedos largos y afilados, y unas uñas que, para sorpresa de Margery, lucían una manicura sutil y muy profesional.

–No, no se disculpe –dijo ella–. Pero tampoco sea tan sigiloso. ¿Qué quería?

Él señaló los cupones con la cabeza.

–Espero no llegar en mal momento.

Marge soltó una carcajada.

–¡Ja! ¡En mal momento! Muy agudo. –Apartó los cupones–. Soy toda oídos, señor…

–Vuelvo a pedirle disculpas –dijo él–. No me he presentado. Me llamo Pendergast.

De repente Margery se acordó del artículo del periódico.

–Claro, el que ha venido del sur para investigar el asesinato. Ya había notado yo que no es de aquí. Con esa manera de hablar…

Lo miró con más curiosidad. Era bastante alto, con el pelo de un rubio casi blanco, y sostenía su mirada con unos ojos claros y suavemente inquisitivos. No por ser delgado parecía débil, sino todo lo contrario, aunque con un traje tan rigurosamente negro no se podía asegurar. En el fondo era muy atractivo, a la manera del profundo sur.

–Encantada, señor Pendergast. Le ofrecería asiento, pero el único que hay es esta silla giratoria. La gente que viene no suele tener ganas de quedarse.

Soltó otra carcajada.

–¿Por qué, señora Tealander?

Fue una pregunta tan educada que Marge no se fijó en que el hombre de negro ya conocía su apellido.

–¿Por qué va a ser? A menos que le guste pagar impuestos y rellenar formularios…

–Ah, claro. Comprendo. –Pendergast avanzó un paso–. Señora Tealander, tengo entendido que…

–Quinientos dólares –le interrumpió Marge.

Él quedó en suspenso.

–¿Perdón?

–No, nada.

Marge apartó la vista de la tele, a la que había quitado el volumen.

–Tengo entendido que lleva usted el registro de Medicine Creek.

Marge asintió.

–Exactamente.

–Y que ejerce funciones de administradora del pueblo.

–Sí, a tiempo parcial. Bueno, últimamente muy parcial.

–Y que gestiona el departamento de obras públicas.

–Si se puede llamar así a llevar la cuenta de lo que gasta Henry Fleming, que es el que conduce el quitanieves y cambia las bombillas de las farolas…

–También recauda los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria.

–Exacto. Es la razón de que Klick Rasmussen no me invite a sus partidas de canasta.

Pendergast volvió a quedarse callado.

–En conclusión, que podría decirse que es quien administra Medicine Creek.

Marge sonrió de oreja a oreja.

–Yo no lo habría dicho mejor, joven. Claro que el sheriff Hazen y Art Ridder podrían no estar de acuerdo.

–En tal caso, que opinen lo que quieran.

–¡Caray! ¡Eso digo yo!

La mirada de Marge había vuelto a escaparse hacia la tele. Hizo el esfuerzo de mirar al visitante, que sacó una cartera de piel del bolsillo de su chaqueta.

–Señora Tealander –dijo al abrirla, y enseñar la chapa de oro–, ¿sabe que soy agente del FBI?

–Eso decían en la peluquería.

–Me gustaría tener una perspectiva… digamos que más burocrática de los habitantes de Medicine Creek: a qué se dedican, dónde viven, cuál es su nivel de ingresos… Ese tipo de cosas.

–Pues ha venido al sitio indicado. Jurídicamente, lo sé todo de cada alma de este bendito pueblo.

Pendergast hizo un gesto con la mano.

–No hace falta que le diga que, técnicamente, una investigación de esas características requiere una orden judicial.

–¿Dónde se cree que estamos, joven? ¿En Great Bend? ¿En Wichita? Yo, con los representantes de la ley no voy con ceremonias. Además, aquí no tenemos secretos, al menos ninguno que pueda interesarle.

–¿Significa eso que no tiene ningún reparo en que me… familiarice más a fondo con la población?

–Mire, señor Pendergast, tengo la agenda vacía hasta el 22 de agosto, que es cuando toca redactar los recibos del impuesto sobre la propiedad del cuarto trimestre.

Pendergast se acercó un poco más a la mesa.

–Espero que no tardemos tanto.

Otra carcajada.

–¡Tardar tanto, dice! ¡Ja! Muy agudo, muy agudo.

Marge hizo girar la silla hacia la pared, donde había una caja fuerte antigua, muy maciza y con restos de baño de oro en los ángulos. Era el único mobiliario de la sala aparte de la mesa y de una pequeña estantería. Manipuló el botón central en ambas direcciones, marcando la combinación. Después cogió el tirador, abrió la puerta de hierro, metió la mano y sacó una caja más pequeña de madera, que dejó en la mesa entre ella y Pendergast.

–Aquí está –dijo, con un golpecito satisfecho en la caja–. ¿Por dónde quiere empezar?

Pendergast miraba la cajita.

–¿Perdón?

–Digo que por dónde quiere empezar.

–No irá a decirme que…

Una sombra de incomprensión pasó fugazmente por el rostro de Pendergast, sustituida de inmediato por la misma mirada de tenue curiosidad de antes.

–¿Qué se creía, que para administrar un pueblo del tamaño de Medicine Creek hace falta un ordenador? Todo lo que necesito lo tengo en esta cajita, y lo demás está aquí dentro. –Se dio un golpecito en la sien–. Se lo voy a enseñar. –Abrió la caja y sacó una ficha al azar. Contenía una docena de líneas escritas a mano con buena letra, seguidas por una hilera de números, algunos garabatos y símbolos, y unos cuantos adhesivos de varios colores: rojo, amarillo y verde–. ¿Ve? –dijo, poniéndosela a Pendergast en las narices–. Es la ficha del cascarrabias de Dale Estrem. Es granjero, su padre era granjero (y cascarrabias), y su abuelo… De su abuelo más vale que no hablemos. Dale y los demás pesados de la cooperativa se pasan el día poniendo obstáculos al progreso. Mire, aquí se ve que lleva dos trimestres de retraso en la contribución, que su hijo mayor repitió noveno curso, que su fosa séptica incumple la normativa, y que hace siete años que pide la subvención agraria.

Hizo un chasquido de desaprobación, mientras la mirada de Pendergast iba de ella a la caja, y de la caja a ella.

–Ajá.

–Aquí dentro tengo noventa y tres fichas, una para cada familia de Medicine Creek y las entidades menores de la zona. Podría hablarle de cada ficha durante una hora, y si me apura dos. –Marge empezaba a entusiasmarse. No todos los días se interesaba un funcionario por su registro–. Le prometo que cuando terminemos lo sabrá todo sobre Medicine Creek.

La respuesta fue un profundo silencio.

–Claro, claro –dijo Pendergast, como si se hubiera quedado ensimismado.

–Total, señor Pendergast, que se lo vuelvo a preguntar: ¿por dónde quiere que empecemos?

El agente pensó.

–Supongo que convendría empezar por la A.

–En Medicine Creek no hay ningún apellido que empiece con A, señor Pendergast. Empezaremos por David Barness, que vive en la carretera del condado. Siento mucho que no haya otra silla. A ver si mañana traigo una de mi cocina y se puede sentar.

Other books

The Clone Apocalypse by Kent, Steven L.
The Chimera Vector by Nathan M Farrugia
The Beach Quilt by Holly Chamberlin
The Rose Throne by Mette Ivie Harrison
Looking For Trouble by Trice Hickman
That Camden Summer by Lavyrle Spencer
Jennifer August by Knight of the Mist