Read Naturaleza muerta Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (10 page)

Esperó en tensión hasta que lo tuvo a menos de dos metros. Había dejado de moverse. También esperaba.

Los grillos empezaron a cantar, pero Pendergast no se engañaba. La presencia seguía allí, a la espera.

Volvió a moverse. Se acercaba centímetro a centímetro. Un paso, dos pasos… Ya estaba al alcance de la mano.

Pendergast se apartó y, simultáneamente, sacó la linterna y la pistola y apuntó al bulto con ambas. La linterna iluminó a un hombre de aspecto desquiciado, que estaba en cuclillas con los dos cañones de su escopeta dirigidos hacia el lugar que había ocupado el agente hasta hacía unos segundos. El arma se disparó con gran estruendo, y, justo cuando el hombre caía al suelo con un grito ininteligible, Pendergast se le echó encima. Al momento siguiente, la escopeta estaba en el suelo, el hombre pegado a él, inmovilizado con una llave, y la pistola de Pendergast en su sien. La resistencia fue breve.

Pendergast aflojó un poco la presión, permitiendo que quedara tendido en el suelo. Era todo un personaje, con harapos de ante, una ristra de ardillas ensangrentadas al hombro y un enorme cuchillo de fabricación casera en el cinturón. Sus pies descalzos eran anchos, sucios. Los ojos, muy pequeños, eran como dos uvas clavadas en un rostro tan arrugado que parecía más allá del tiempo; pero su cuerpo, y sobre todo su barba (brillante y de extraordinaria longitud), delataban a un individuo robusto que no superaba los cincuenta años.

–Nunca es aconsejable disparar con prisas –dijo Pendergast, con el hombre a sus pies–. Podría haber herido a alguien.

–¿Quién es? –exclamó el desconocido en el suelo.

–Pensaba hacerle la misma pregunta.

Tragó saliva, y cuando estuvo un poco recuperado se sentó.

–¡Aparte de mi cara esa luz asquerosa!

Pendergast bajó la linterna.

–¿A quién se le ocurre ir por ahí matando de susto a gente honrada?

–Lo de honrado aún se tiene que demostrar –dijo Pendergast–. Le ruego que se ponga de pie y se identifique.

–Ruegue todo lo que quiera que a mí me importa una mierda.

A pesar de lo dicho, el hombre se levantó y se quitó las hojas y las ramas de la barba y el pelo. Luego escupió un gargajo enorme, se pasó una mano roñosa por la barba y la boca, repitió la operación en sentido contrario y volvió a escupir.

Pendergast sacó la chapa y se la puso en las narices. El desconocido abrió mucho los ojos y volvió a adoptar una mirada suspicaz, mientras reía.

–¿Del FBI? Pues cualquiera lo adivina.

–Agente especial Pendergast.

Pendergast cerró la cartera y se la metió en la chaqueta.

–Yo con los del FBI no hablo.

–Antes de que haga más declaraciones precipitadas que le comprometan, le informo de que no tiene alternativa. O habla aquí conmigo de manera informal, o…

Dejó la frase a medias.

–¿O?

De repente Pendergast sonrió, y sus finos labios dejaron a la vista una hilera de dientes perfectos. Sin embargo, a la luz de la linterna, la impresión no tenía nada de amistosa.

El hombre sacó un trozo de tabaco para mascar del bolsillo, arrancó un poco y se lo metió en la boca.

–Mierda –dijo, y escupió.

–¿Me puede decir cómo se llama? –preguntó Pendergast.

El hombre tardó dos minutos en decidirse a contestar.

–Bah, supongo que no es delito tener nombre. Gasparilla, Lonny Gasparilla. ¿Me devuelve la pistola?

–Ya veremos. –Pendergast iluminó las ardillas ensangrentadas con la linterna–. ¿Es a lo que viene a los túmulos, a cazar?

–¡No querrá que venga a admirar el panorama!

–¿Tiene su domicilio en esta zona, señor Gasparilla?

Una carcajada ronca.

–¡Muy buena! –Como Pendergast tampoco respondía, el hombre ladeó la cabeza–. Tengo mi campamento por allá.

Pendergast recogió la escopeta, sacó los cartuchos y se la dio vacía a Gasparilla.

–Lléveme, si es tan amable.

A los cinco minutos de camino, llegaron al límite entre la arboleda y el mar de maíz. Gasparilla se metió por una hilera, y en pocos minutos, por un camino polvoriento y muy pisado, llegaron a otra alameda que bordeaba la orilla del río. Olía a humedad, y se oía débilmente el ruido del agua sobre su lecho de arena. Delante, al pie de un terraplén de arcilla, les recibió el brillo rojo de una hoguera, con una olla grande que desprendía un olor a cebolla, patatas y pimientos.

Gasparilla cogió un poco de leña de un montón y la apoyó en las brasas. Al avivarse, las llamas iluminaron el pequeño campamento, compuesto de una tienda que parecía muy sucia, de un tronco para sentarse y de otros troncos con una puerta vieja encima, que servía de mesa.

Se descolgó del hombro las ardillas y las dejó en la mesa improvisada. Después cogió el cuchillo y puso manos a la obra. Abrió una ardilla en canal, sacó las tripas y las tiró al suelo. El paso siguiente fue un fuerte estirón para arrancar la piel. Una serie de cortes rápidos separaron la cabeza, las patas y la cola. Con otros descuartizó al animal, que acabó en la olla hirviendo. Tardó menos de veinte segundos por ardilla.

–¿Qué hace por aquí? –preguntó Pendergast.

–De recorrido –dijo el hombre.

–¿De recorrido?

–Sí, es que soy afilador, y en los meses de calor hago dos recorridos por mi territorio. En invierno voy al sur, a Brownsville. Afilo lo que sea, desde sierras eléctricas a rotores de cosechadora.

–¿Cómo se desplaza?

–En camioneta.

–¿Dónde la tiene aparcada?

Tras un corte final, de gran brutalidad, Gasparilla tiró la última ardilla a la olla y señaló la carretera con la cabeza.

–Por ahí. Vaya a verlo, si quiere.

–Luego.

–En el pueblo me conocen. Pregunte al sheriff y le dirá que nunca he infringido ninguna ley. Me gano la vida, como usted. La diferencia es que yo no me dedico a merodear de noche, ni a encender linternas en la cara de la gente y pegarles sustos mortales.

–Si es verdad que le conocen en el pueblo, ¿por qué acampa aquí?

–Porque me gusta estar a mis anchas.

–¿Y lo de ir descalzo?

–¿Eh?

Pendergast iluminó los dedos roñosos de su pie con la linterna.

–Los zapatos son caros. –Gasparilla metió la mano en un bolsillo, sacó tabaco de mascar y se puso otro trozo en la boca–. ¿Qué hace por aquí alguien del FBI? –preguntó, mientras se metía el dedo en la boca para colocarse bien el trozo de tabaco.

–Eso, señor Gasparilla, creo que lo puede adivinar.

Pendergast recibió una mirada de soslayo, pero no una respuesta.

–¿Verdad que la difunta estaba buscando en los túmulos? –decidió preguntar.

Gasparilla escupió.

–Sí.

–¿Desde cuándo?

–No lo sé.

–¿Y encontró algo?

Se encogió de hombros.

–No es la primera vez que excavan en los túmulos. Yo no me fijo demasiado. Solo subo a cazar, no a meterme con los muertos.

–¿En los túmulos hay gente enterrada?

–Dicen. Antiguamente hubo una matanza. Ni sé más, ni quiero saber más. Es un sitio que me pone los pelos de punta. No subiría si no fuera porque es donde están todas las ardillas.

–He oído comentar que existe una leyenda sobre el sitio; «la maldición de los Cuarenta y Cinco», creo que la llaman.

El campamento quedó mucho rato en silencio. Gasparilla removía el contenido de la olla entre miradas de reojo a Pendergast.

–El asesinato fue hace tres noches, con luna nueva. ¿Usted vio u oyó algo?

Gasparilla volvió a escupir.

–No, nada.

–¿Qué hizo esa noche, señor Gasparilla?

El hombre siguió removiendo.

–Oiga, si insinúa que la maté yo no tiene sentido alargar la conversación.

–Pues yo considero que acaba de empezar.

–No se me ponga gallito, que yo nunca he matado a nadie.

–Entonces no debería tener inconveniente en decirme qué hizo esa noche.

–Era mi segundo día en Medicine Creek. Estuve cazando hasta tarde por los túmulos, y la vi excavar. Cuando se hizo de noche, volví y dormí en el campamento.

–¿Ella lo vio?

–¿Usted me ha visto?

–¿Dónde excavaba, exactamente?

–Por todas partes. Di un rodeo para no encontrármela. Sé lo que no me conviene.

Después de otra vuelta más enérgica a la olla, Gasparilla cogió un cuenco de hojalata esmaltada y una cuchara abollada, y se sirvió un poco de guiso. La primera cucharada la enfrió soplando. Tras masticar un poco de carne, y meter la cuchara en el cuenco, dijo:

–No sé si le apetece…

–No le digo que no.

Trajo otro cuenco y se lo ofreció a Pendergast sin decir nada.

–Gracias. –Pendergast se sirvió un poco y lo probó–. Es
burgoo
, ¿no?

Gasparilla asintió con la cabeza. La siguiente cucharada fue tan grande que se le derramó por la enmarañada barba negra. Masticaba ruidosamente. Escupió unos cuantos huesos, tragó y se limpió la boca con la mano (y la mano con la barba).

Acabaron de comer en silencio. Gasparilla apiló los cuencos, se puso cómodo y sacó el tabaco de mascar.

–Bueno, si ya sabe todo lo que quería saber espero que no se quede más tiempo, porque me apetece una noche tranquila.

Pendergast se levantó.

–No lo molesto más, señor Gasparilla. De todos modos, si tiene algo más que decir, preferiría que me lo dijera enseguida a tener que descubrirlo.

Gasparilla lanzó un negro salivazo hacia el arroyo.

–No me gusta meterme en nada.

–Pues ya lo está. Una de dos, señor Gasparilla: o es el asesino o su presencia aquí lo pone en grave peligro.

Gasparilla gruñó, arrancó otro trozo de tabaco con los dientes y volvió a escupir.

–¿Cree en el demonio? –preguntó.

Pendergast lo observó, con la hoguera reflejada en sus ojos claros.

–¿Por qué lo pregunta, señor Gasparilla?

–Porque yo no. Eso del demonio me parecen chorradas de predicadores. Ahora bien, señor agente del FBI, lo que existe en este mundo es el mal. Me ha preguntado por la maldición de los Cuarenta y Cinco. Pues mire, le aconsejo que se marche cuanto antes, porque es imposible que llegue al fondo de eso. El mal al que me refiero casi siempre tiene explicación, pero hay veces… –Gasparilla escupió más jugo de tabaco, y se inclinó como si quisiera compartir un secreto–. Hay veces que no. Y punto.

Trece

Smit Ludwig dejó su AMC Pacer al fondo del aparcamiento de la iglesia luterana del Calvario, a reventar de coches calientes que reflejaban el sol de agosto. La fachada de la iglesia, un cuidado edificio de ladrillo, exhibía una gran pancarta que ya empezaba a abombarse por culpa del calor:
33ª FIESTA ANUAL DEL PAVO ASADO.
Al lado había otra pancarta todavía más grande:
¡¡¡MEDICINE CREEK DA LA BIENVENIDA AL PROFESOR STANTON CHAUNCY!!!
La triple exclamación le pareció un poco exaltada. De camino a la entrada, se limpió el sudor de la nuca con un pañuelo.

Se quedó con la mano en la puerta. Después de tantos años, el pueblo ya estaba acostumbrado a esos artículos suyos tan bonitos, de interés humano, y a que abordara temas tan poco polémicos como la iglesia, el colegio, los Boy Scouts y los Future Farmers of America. Se habían acostumbrado a que el
Courier
minimizase, y hasta pasase por alto, los pequeños delitos de sus hijos (las carreras de coches, las borracheras…). Ya contaban con que rebajaría las tintas sobre los problemas que había descubierto la inspección en Gro-Bain, la subida del índice de accidentes laborales y los conflictos sindicales. Se les había olvidado que el Courier era un periódico, no el boletín del pueblo. De repente todo había cambiado. Desde el día anterior, el Courier se había convertido en un auténtico periódico, que daba auténticas noticias.

Y Smit Ludwig estaba inquieto por la reacción.

Se arregló nerviosamente la corbata con la otra mano. Hacía treinta y tres años que informaba puntualmente sobre la fiesta anual del pavo asado (los mismos que llevaba celebrándose), pero era la primera vez que llegaba tan intranquilo. En momentos así era cuando más echaba de menos a Sarah, su mujer. Con ella del brazo, habría sido más fácil.

«Ánimo, Smitty», se dijo al empujar la puerta.

La sala parroquial estaba abarrotada. No faltaba prácticamente nadie del pueblo. Algunos ya estaban sentados y comiendo; otros hacían largas colas para servirse puré, salsa y judías verdes. Había algunos, incluso, que ya comían pavo, aunque Smitty se fijó en la habitual ausencia de trabajadores de Gro-Bain en las filas de la carne. Era uno de los temas eternamente silenciados: el poco pavo que se consumía en la Fiesta del Pavo.

Desde una de las paredes, una enorme pancarta de plástico daba las gracias a Gro-Bain y su director general, Art Ridder, por la generosa aportación de los pavos. En la de enfrente, las gracias eran para Buswell Agricon por haber hecho tantos donativos para el mantenimiento de la iglesia; pero ninguna pancarta tan grande como la tercera, donde se anunciaba a bombo y platillo la llegada de Stanton Chauncy, el invitado de honor. Ludwig miró alrededor. Todas las caras le sonaban. Era uno de los placeres de vivir en un pueblo norteamericano.

Reconoció a Art Ridder al fondo de la sala, con un traje de poliéster marrón y blanco y la sonrisa forzada de siempre en su cara más tersa de lo natural. El cuerpo de Ridder tenía la solidez de un trozo de sebo. Caminaba despacio entre la gente, sin desviarse de su camino. Ludwig pensó que no se abría paso, sino que se lo abrían. Quizá se debiera al olor de pavo muerto que lo acompañaba a todas horas, pese al generoso empleo de Old Spice, o a que era el más rico del pueblo. Había vendido su planta de pavo a Gro-Bain Agricultural Products y se había quedado como director, a pesar de que le habían extendido un señor cheque. Según él, «le gustaba el trabajo». Según Ludwig, lo que debía de gustarle era la condición de Padre del Pueblo que le aportaba ser el capitoste de la planta.

Ridder se acercaba con su inmarcesible sonrisa, mirando a Ludwig. De todos, era el que menos probabilidades tenía de haber reaccionado bien al artículo sobre al asesinato. Ludwig hizo de tripas corazón.

El inesperado rescate llegó de la mano de la señora Lang, que susurró algo al oído de Ridder y desapareció con él. «Estará a punto de llegar el tal Chauncy», pensó Ludwig. Era lo único capaz de hacer que Ridder caminara tan deprisa.

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