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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (14 page)

Dejó la ficha en su sitio, se mojó el dedo con entusiasmo, sacó la primera de la caja y empezó a hablar. Al lado, el televisor seguía parpadeando, pero ahora nadie hacía caso al concurso.

Dieciséis

El coche patrulla de Tad Franklin, el ayudante del sheriff, rodó por la grava del aparcamiento, entre la mansión victoriana y la tienda de recuerdos, y frenó con un crujido. Al salir, Tad desperezó su largo cuerpo al sol de agosto, se rascó el pelo negro cortado a cepillo y miró la casa con cierta suspicacia. La valla blanca se caía de vieja, con desconchaduras y maderas sueltas; el jardín trasero estaba invadido por las malas hierbas, y la enorme mansión no parecía haber recibido una mano de pintura en cincuenta años. Las tormentas de polvo de Kansas la habían dejado en la madera, y ahora la estaban reduciendo a cartón. El letrero de
LAS CUEVAS DE KRAUS
, torcido y con franjas de maltrecha pintura roja y blanca, era digno de una película de terror de serie B. El conjunto deprimía. Decididamente había que salir de Medicine Creek, pero sin precipitarse, cuando ya tuviera un poco más de experiencia. Además, la idea de decírselo al sheriff Hazen le daba pánico. Era consciente de que el sheriff lo estaba formando con brusco paternalismo como su sucesor, y no le gustaba imaginar su reacción cuando le dijera que le habían ofrecido trabajo en Wichita o Topeka (donde fuera, menos en Medicine Creek).

Cruzó la verja y, pisando maleza, llegó a los escalones de la entrada. El ruido de sus botas en el porche pandeado que rodeaba la casa sonó a hueco. No soplaba ni una pizca de viento. Se oía el canto de las cigarras en el maíz. Esperó un poco y llamó.

Abrieron tan deprisa que se sobresaltó. Era el agente especial Pendergast.

–Pase, por favor, ayudante Franklin.

Tad se quitó el sombrero, y al entrar en el salón se sintió incómodo. El sheriff le había encomendado una investigación discreta sobre las intenciones de Pendergast, y sobre lo que pudiera haber averiguado de la muerte del perro, pero ahora le daba vergüenza. No se le ocurría ninguna manera de abordar el tema sin revelar la razón de su visita.

–Viene justo a tiempo para la comida –dijo el agente, cerrando la puerta.

Las persianas estaban bajadas, y no hacía tanto calor como al sol, pero como no había aire acondicionado el ambiente seguía siendo bochornoso. Cerca de la puerta principal había dos maletas que por sus dimensiones merecían el nombre de baúles, y presentaban adhesivos del servicio de entrega urgente en sus lujosas superficies de piel. Al parecer, Pendergast se preparaba para una larga estancia.

–¿Comida? –repitió Tad.

–Una ensalada ligera con
antipasti:
jamón de San Daniele, queso pecorino con miel trufada,
baccelli,
tomates y rúcula. Algo ligero para el calor.

–Ah… Qué bueno…

Puestos a comer comida italiana, ¿por qué no una pizza, que era lo normal? Dio otro paso sin saber qué decir. Era la una. ¿Quién comía a la una? Él lo había hecho a la hora normal, las once y media.

–La señorita Kraus está indispuesta, en la cama, así que lo he preparado yo.

–Ya.

Tad siguió a Pendergast a la cocina. En un rincón había varias cajas de Federal Express y DHL perfectamente amontonadas. La encimera estaba ocupada por una docena de envases de comida, con marcas que sonaban a extranjeras: Balducci's, Zabat's… Tad se preguntó si Pendergast era italiano o francés. En todo caso, no comía como los norteamericanos.

Mientras tanto, con gran habilidad y economía de movimientos, Pendergast había dispuesto comida de aspecto raro en tres platos: salami, queso y lo que debía de ser una especie de lechuga. Tad la observaba, pasándose el sombrero entre las manos.

–Subo esta bandeja a la señorita Kraus –dijo Pendergast.

–Ah, muy bien.

Desapareció en la parte trasera de la casa. Tad oyó la voz musical de Winifred, y los murmullos del agente, que volvió poco después.

–¿Está bien?

–Perfectamente –dijo Pendergast en voz baja–. Es más psicológico que físico. En estos casos son normales las reacciones retardadas. Imagínese el susto que se pegaría al enterarse del asesinato.

–Como todos.

–Lógico. Hace poco participé en un caso muy desagradable en Nueva York, donde los crímenes, por desgracia, son más habituales; estoy acostumbrado, señor Franklin, en la medida en que es posible acostumbrarse, pero comprendo que para todos ustedes haya sido (y siga siendo) una experiencia nueva y muy desagradable. Siéntese, por favor.

Tad se sentó y dejó el sombrero encima de la mesa, pero le pareció mal lugar y lo puso en una silla. Después tuvo miedo de olvidárselo y lo volvió a coger.

–Démelo, démelo –dijo Pendergast, y lo colgó en un sombrerero, cerca de la mesa.

Tad cambió de postura, cada vez más violento. Pendergast le puso un plato delante y dijo, con gestos de que empezara a comer:


Buon appetito.

Tad cogió el tenedor, pinchó un trozo de queso, lo cortó y lo probó con precaución.

–Le aconsejo que lo aderece con un poco de este
miele al tartufo bianco
–dijo Pendergast, ofreciéndole un tarrito de miel de olor extraño.

–No, gracias, lo prefiero solo.

–Tonterías.

Pendergast cogió una cucharilla y dejó caer algo de miel sobre lo que quedaba del queso de Tad, que cortó otro trozo y comprobó que no tenía mal sabor.

Comieron en silencio. A Tad le estaba gustando, sobre todo algunas lonchitas de salami.

–¿Qué es? –preguntó.


Cinghiale.
Jabalí.

–Ah…

Pendergast procedió a rociarlo todo con aceite de oliva, y también con un líquido negro como la brea. No solo lo hizo con su plato, sino con el de Tad.

–Bueno, señor Franklin, supongo que ha venido buscando información.

Su franqueza hizo que pareciera todo menos violento.

–Pues sí, la verdad.

Pendergast se limpió la boca con unos toques de servilleta, y se apoyó en el respaldo.

–El perro se llamaba Jiff, y su dueño era Andy Cahill. Tengo entendido que a Andy le gusta explorar, y que solía pasearse por todas partes con su perro. En breve mi ayudante me facilitará los resultados de una entrevista.

Tad buscó su libreta, la sacó y empezó a tomar notas.

–El perro, por lo visto, murió la noche anterior. ¿Se acuerda de que pocas horas después de medianoche el cielo se tapó? Pues al parecer es cuando lo mataron. Acabo de recibir los resultados de la autopsia. Aquí los tengo. Las vértebras C2, 3 y 4 estaban aplastadas. No hay indicios de que se usara ninguna máquina o instrumento, lo cual es problemático, ya que, si únicamente se emplearon las manos, tuvo que hacerse con una fuerza considerable. Parece que la cola fue seccionada con un instrumento tosco, y que se la llevaron junto con el collar y la etiqueta.

Tad tomaba notas como un poseso. Excelente información. El sheriff estaría contento. Claro que seguro que le habían enviado el mismo informe… Siguió tomando notas por si acaso.

–El otro día seguí las huellas que entraban y salían del claro. En ambos casos se usó la misma hilera de maíz, que lleva hasta el río. Como a partir de ahí se perdía la pista, he pasado la mañana con la señora Tealander, la administradora del pueblo, y me he estado familiarizando con los habitantes de la población. Empiezo a temer que el caso me lleve mucho más tiempo del que me había…

Se oyó una voz trémula al fondo de la casa.

–¿Señor Pendergast?

El agente se puso un dedo en los labios.

–La señorita Kraus se ha levantado –murmuró–. No conviene que nos oiga hablar así. –Volvió la cabeza y dijo en voz alta–: Dígame, señorita Kraus.

Tad vio aparecer a la anciana en la puerta, con camisón y bata a pesar del calor, y se puso rápidamente en pie.

–¡Ah, hola, Tad! –dijo la anciana–. Es que me encontraba mal, y el señor Pendergast ha tenido la amabilidad de cuidarme. Por mí no te levantes. Siéntate, por favor.

–Como usted diga.

La señorita Kraus se sentó pesadamente a la mesa con cara de agobio.

–La verdad, estoy cansada de tanta cama. No sé cómo lo aguantan los inválidos. Señor Pendergast, ¿le importaría servirme una taza de ese té verde que toma? He notado que me calma los nervios.

–Con mucho gusto –dijo Pendergast, y se acercó a los fogones.

–¿A que es horrible, Tad? –dijo ella.

El ayudante del sheriff no sabía qué contestar.

–Me refiero al asesinato. ¿Quién puede haberlo hecho? ¿Se sabe?

–Estamos siguiendo algunas pistas –contestó Tad. Era lo que siempre decía el sheriff.

La señorita Kraus se subió el cuello de la bata.

–Me angustia tanto, pero tanto, saber que está libre una persona así… Y, si tienen razón ios periódicos, podría ser alguien del pueblo.

–Sí, señora.

Pendergast sirvió té para todos en silencio. Tad miró por los visillos y vio el horizonte de maíz, con su invariable color amarillo. Era un panorama que cansaba la vista. Por primera vez se le ocurrió que trabajar en aquel caso (suponiendo que su resolución fuera satisfactoria) podía ser el ansiado pasaporte para salir del pueblo, y de repente ya no le pareció tan fatigoso averiguar qué sabía Pendergast, sino algo que convenía hacer con regularidad. Al oír la voz de la señorita Kraus, se volvió educadamente.

–Tengo miedo por nuestro pueblecito –decía Winifred Kraus–. La verdad es que, con el asesino suelto, tengo muchísimo miedo.

Diecisiete

Corrie Swanson pisó a fondo el freno del Gremlin, que levantó una lenta espiral de polvo. ¡Pero qué calor, joder! Miró el asiento de al lado. Pendergast la miró con las cejas un poco levantadas.

–Es aquí –dijo Corrie–. Aún no me ha dicho a qué venimos.

–A visitar a un tal James Draper.

–¿Por qué?

–Tengo entendido que cuenta ciertas cosas sobre la matanza de Medicine Creek, y me parece que es hora de saber de qué se trata.

–Brushy Jim siempre habla mucho.

–¿Usted no le cree?

Corrie se rió.

–Miente hasta para saludar.

–La experiencia me ha enseñado que los mentirosos son los que más verdades acaban diciendo.

–¿Y eso por qué?

–Porque la verdad es la mentira más segura.

Corrie soltó el freno sacudiendo la cabeza. Decididamente, era un tío rarísimo.

La finca de Brushy Jim, tocante a la carretera de Deeper, estaba protegida por una alambrada. La casa, de planchas de madera y dos habitaciones, quedaba apartada de la carretera, con un álamo delante que le prestaba cierta intimidad. Parecía un desguace; alrededor todo eran coches, camiones, calderas oxidadas, neveras y lavadoras abandonadas, postes viejos de teléfono, compresores, un par de cascos de barco, algo parecido a una locomotora de vapor y otros objetos deteriorados hasta lo irreconocible.

Al meterse por el camino de tierra, Corrie pisó un poco demasiado el acelerador, con el resultado de que, tras una sacudida y una detonación, el Gremlin no dio señales de vida. Al principio el silencio era total, pero solo hasta que se abrió bruscamente la puerta de la casa y apareció un hombre a la sombra del porche. Cuando Pendergast y Corrie bajaron del vehículo, el hombre avanzó hasta quedar expuesto a la luz. Corrie, como la mayoría de los habitantes de Medicine Creek, hacía lo posible por evitar a Brushy Jim, pero vio que estaba como siempre: con toda la cabeza y la cara cubierta de una gran mata de pelo rubio, en el que solo se distinguían los ojos negros, los labios y algo de frente. Llevaba unos téjanos gruesos, botas camperas de color marrón, camisa azul con botones de perla falsa y un sombrero de vaquero que había conocido mejores tiempos. Su cuello, muy recio, llevaba anudado un cordón con una piedra turquesa como para partirle el cráneo a una mula, aunque la barba tapaba parcialmente la tira de cuero. Brushy Jim tenía bastante más de cincuenta años, pero la abundancia de cabello le hacía parecer diez años más joven. Los miró con suspicacia, apoyado en un poste con una mano.

Pendergast se acercó unos pasos al porche, haciendo ondear los faldones de la chaqueta.

–Quédese donde está y diga a qué viene –le ordenó Brushy Jim–. Ahora mismo.

Corrie tragó saliva. Si pasaba algo malo, sería en ese momento.

Pendergast dejó de caminar.

–¿Es usted el señor James Draper, bisnieto de Isaiah Draper?

Brushy Jim se irguió un poco, aunque su mirada seguía siendo de desconfianza.

–¿Y si lo soy?

–Me llamo Pendergast y busco información sobre la matanza de Medicine Creek del 14 de agosto de 1865, cuyo único superviviente fue su bisabuelo.

La referencia a la matanza obró un cambio radical en el rostro de Brushy Jim. La mirada de recelo se suavizó.

–¿Y la chica, si es que es una chica? ¿Quién es?

–La señorita Corrie Swanson –respondió Pendergast.

Jim se irguió un poco más.

–¿La pequeña Corrie? –dijo, sorprendido–. Pero ¿no eras rubia?

Corrie estuvo a punto de decir «he comido demasiadas berenjenas», pero Brushy Jim era un hombre imprevisible y de gatillo fácil; por lo tanto, decidió que la respuesta más segura era encogerse de hombros.

–Pues te sienta fatal tanto negro, Corrie. –Brushy Jim los miró un rato, y asintió con la cabeza–. Bueno, pasen.

Lo siguieron al enrarecido interior de la casa. Había pocas ventanas, y escasa luz. Era una casa llena de objetos en penumbra, que olía a comida rancia y a animales disecados echados a perder.

–Siéntense, que voy a por un par de Coca-Colas.

Al abrirse, la nevera proyectó un rectángulo de luz que fue muy bienvenida. Corrie se sentó al borde de una silla plegable, mientras Pendergast (tras un rápido examen de la sala) optaba por hacerlo en la única porción de un sofá de piel de vaca que no estaba invadida por números polvorientos de
Arizona Highways.
Corrie, que nunca había estado dentro de la casa, lo miraba todo con incomodidad. Las paredes estaban cubiertas de rifles, pantalones de ante, plafones con puntas de flechas, recuerdos de la guerra civil y muestrarios de alambradas. Había un anaquel de volúmenes viejos y mohosos, apoyados en enormes pedazos de madera petrificada sin pulir. Un caballo disecado de raza Appaloosa, completo pero gastado y comido por las polillas, montaba guardia en una esquina. El suelo era un mosaico de ropa sucia, sillas rotas de montar, trozos de cuero y un sinfín de objetos. Parecía mentira. La casa era una especie de museo polvoriento de reliquias del viejo Oeste. Corrie había esperado encontrar recuerdos de Vietnam (armas, insignias y fotografías), pero no había ningún rastro de esa guerra que, según decían, había cambiado irreversiblemente al dueño de la casa.

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