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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (23 page)

–¿Entonces? ¿Cuál es su teoría?

–Sería un craso error elaborar una hipótesis sin pruebas tangibles. Me esfuerzo al máximo por no tener ninguna. De momento, lo único que quiero es recoger datos.

Pendergast siguió barriendo el suelo y dejando marcas. Ya iban por el tercer recorrido, que les llevó directamente a lo alto de uno de los túmulos. Pendergast señaló con la cabeza unos agujeros recientes en la tierra, que alguien había tratado de esconder con maleza sin conseguirlo.

–Las excavaciones de Sheila Swegg.

Siguieron caminando.

–¿O sea, que no tiene ninguna sospecha sobre quién puede ser el asesino? –insistió Corrie.

Pendergast tardó un poco en contestar, y cuando lo hizo fue en voz muy baja.

–Lo que me intriga es quién no es.

–No le entiendo.

–Está claro que se trata de un asesino en serie, y que seguirá matando hasta que se lo impidan. Lo que me intriga es que no tenga pautas fijas. En eso se diferencia de cualquier otro asesino en serie.

–¿Cómo lo sabe? –preguntó Corrie.

–En Virginia, en el cuartel general del FBI de Quantico, hay una Unidad de Ciencias de la Conducta especializada en perfiles de criminales. Llevan veinte años recopilando casos de asesinos en serie de todo el mundo, y cuantificándolos en una gran base de datos.

Pendergast hablaba sin dejar de caminar, ni de barrer el suelo a medida que bajaban por el otro lado del túmulo y se internaban en la arboleda. Miró a Corrie.

–¿Seguro que le apetece oír una conferencia sobre ciencias forenses de la conducta?

–Es bastante más interesante que la trigonometría.

–Como todos los aspectos de la conducta humana, el asesinatoen serie obedece a pautas muy concretas. El FBI ha clasificado a los asesinos en serie en dos tipos: «organizados» y «desorganizados». Los criminales organizados son inteligentes, con habilidades sociales y sexuales. Planean a fondo sus asesinatos, y eligen a sus víctimas entre desconocidos. Controlan su estado de ánimo tanto antes como durante y después del crimen. También controlan el lugar donde van a cometerlo. Lo normal es que se lleven el cadáver y lo escondan. Es el tipo de asesino más difícil de descubrir.En cambio, el asesino desorganizado mata de forma espontánea. Suele ser una persona con carencias sociales y sexuales, profesión poco cualificada y cociente intelectual bajo. La elección del lugar del crimen queda prácticamente al azar. El cadáver se deja donde está, sin intentar esconderlo. A menudo el asesino vive cerca y conoce a la víctima. El ataque suele responder a lo que se conoce como “ataque relámpago”, una agresión violenta y repentina que casi no ha sido planeada.

Siguieron caminando.

–Este caso parece de los «organizados» –dijo Corrie.

–Pues no. –Pendergast se detuvo a mirarla–. Esto no es para cualquier estómago, señorita Swanson.

–Lo aguantaré.

La observó, y dijo como si hablara solo:

–Sí, creo que sí.

La máquina pitó. Pendergast se puso de rodillas, escarbó y desenterró un cochecito de juguete oxidado. Corrie vio que sonreía fugazmente.

–Ah, un Morris Minor. De pequeño tenía una colección de Corgis.

–¿Y dónde está ahora?

Como a Pendergast se le nublaba la expresión, Corrie no insistió.

–A primera vista, el asesino parece ajustarse al tipo organizado, pero hay una serie de desviaciones importantes. En primer lugar, prácticamente todos los asesinatos en serie organizados tienen un componente sexual, aunque no sea explícito. Algunos asesinos se ceban en prostitutas, otros en homosexuales, y otros en las parejas de los coches. Los hay que practican mutilaciones sexuales, y otros que violan antes de matar. También hay algunos que dan un beso al cadáver y dejan flores, como al final de una cita.

Corrie se estremeció.

–En cambio, estos asesinatos no tienen el menor componente sexual.

–Siga.

–El asesino organizado, por otra parte, sigue un
modus operandi
que los expertos en ciencias forenses de la conducta llaman «ritual». Los asesinatos se hacen ritualmente. A menudo el asesino siempre se viste igual, usa la misma pistola o cuchillo y asesina de idéntica manera. Después, es frecuente que disponga el cadáver de un modo ritual. Dicho ritual puede pasar inadvertido, pero existe, y forma parte del asesinato.

–Lo cual coincide con nuestro asesino en serie.

–Al contrario, no coincide. Es cierto que en este caso el asesino pone en práctica un ritual, pero la cosa es la siguiente: que cada ritual se distingue del anterior. Lo del perro es muy desconcertante. En ese caso no hubo ningún ritual, sino las características propias del tipo «desorganizado». El asesino se limitó a matar al perro y arrancarle la cola. ¿Por qué? Y el caso del ataque oportunista a John Gasparilla es parecido; no es que no hubiera ritual, es que ni siquiera hubo el esfuerzo de matar. Es como si… como si se hubiera llevado lo que necesitaba (su pelo y su pulgar) y se hubiera ido. En definitiva, que los crímenes combinan características de los asesinos en serie organizados con otras de los desorganizados, algo nunca visto.

Lo interrumpió un fortísimo pitido del detector de metales. Casi habían llegado al final del recorrido. Frente a ellos, la hierba bajaba por un declive hacia el gran mar de maíz. Pendergast se arrodilló y apartó la tierra, pero esta vez no descubrió nada. Entonces puso el detector justo encima del punto donde se había disparado y realizó algunos ajustes, mientras el aparato seguía pitando en señal de protesta.

–Está a medio metro de profundidad, o más –dijo.

En su mano apareció una paleta, con la que empezó a excavar. En cuestión de minutos, las dimensiones del agujero se habían vuelto considerables. Pendergast lo amplió por los bordes conmayor cuidado, y lo ahondó milímetro a milímetro hasta tocar algo sólido con la paleta.

De pronto tenía en la mano un cepillito. Procedió a quitar el polvo al objeto, mientras Corrie miraba por encima de su hombro. Fue dibujándose algo viejo y retorcido, que el cepillo acabó de revelar: una bota de vaquero con suela de tachuelas. Pendergast la sacó del agujero y le dio vueltas con la mano. Tenía una raja vertical en la parte trasera, como el corte de un cuchillo. Miró a Corrie y dijo:

–Parece que Harry Beaumont tenía un cuarenta y seis, ¿no?

Oyeron un grito. Alguien subía jadeando por los túmulos, haciendo señas con las manos. Era Tad, el ayudante del sheriff.

–¡Señor Pendergast! ¡Señor Pendergast!

Cuando el joven larguirucho llegó a donde estaban con la cara roja, Pendergast se levantó.

–Gasparilla… en el hospital… está recuperando la conciencia» y… –Tad hizo una pausa para respirar–… pregunta por usted.

Veintiséis

Hazen estaba sentado en una de las dos sillas de plástico plegables que había fuera de la sala de cuidados intensivos, se esforzaban en pensar en varias cosas: las primeras noches frescas del otoño, una mazorca de maíz con mantequilla, las reposiciones de
The Honey-mooners,
Pamela Anderson desnuda… En lo que ponía todo su empeño era en no pensar en los gemidos incesantes y el espantoso olor que salían de la sala y se filtraban incluso por la puerta cerrada. Ardía en deseos de marcharse, o como mínimo de ir a la sala de espera, pero tenía que aguardar a Pendergast. Joder.

Ajá. Ahí estaba, con su eterno uniforme de pompas fúnebres, dando zancadas por el pasillo con sus piernas largas y negras. Hazen se levantó y estrechó a regañadientes la mano tendida de Pendergast. Debía de ser de un sitio donde se daban la mano cinco veces al día. Buena manera de propagar la peste.

–Gracias por esperar, sheriff. Hazen gruñó.

Oyeron otro gemido largo y entrecortado, casi un grito de loco. Pendergast llamó a la puerta, que al abrirse reveló la presencia del médico de guardia y dos enfermeras. Gasparilla estaba en la cama, vendado con una momia, hasta el punto de que solo se le veían los ojos negros y una hendidura en la boca. Le salían varios cables y tubos del culo, y estaba rodeado de aparatos que hacían tic tic, parpadeaban, pitaban y zumbaban como una orquesta de alta tecnología. Dentro olía mucho peor. Flotaba en el aire como unapresencia tangible. Hazen se quedó cerca de la puerta con ganas de fumarse un Camel, mientras Pendergast cruzaba la habitación y se inclinaba encima del enfermo.

–Está muy nervioso, señor Pendergast –dijo el médico–. Pregunta constantemente por usted. Lo hemos avisado con la esperanza de que su presencia lo tranquilice.

Gasparilla siguió gimiendo, hasta que de repente pareció reconocer a Pendergast y exclamó, con contracciones súbitas bajo el vendaje:

–¡Usted!

El médico puso una mano en el brazo de Pendergast.

–Un simple aviso: si el paciente se altera demasiado, tendrá que salir.

–¡No! –exclamó Gasparilla con tono de pánico–. ¡Dejadme hablar!

Una mano huesuda y envuelta en gasas salió disparada de debajo de la manta, y se aferró a la chaqueta de Pendergast con tal fuerza, y tales estirones, que un botón rodó por el suelo.

–Empiezo a no verlo muy claro… –insistió el médico.

–¡No! ¡No! ¡Tengo que hablar!

Parecían gritos de un alma en pena. Una de las enfermeras se apresuró a cerrar la puerta, dejando dentro a Hazen. Incluso las máquinas reaccionaron con pitidos graves e insistentes, y el parpadeo de una lucecita roja.

–Bueno, basta –dijo firmemente el médico–. Lo siento, pero ha sido un error. No está en condiciones de hablar. Tendré que pedirle que se mar…

–¡Noooo!

Otra mano aferró el brazo de Pendergast y lo obligó a agacharse. Las máquinas se habían vuelto definitivamente locas. En respuesta a unas palabras del médico, una de las enfermeras se acercó con una jeringuilla, la clavó en el gotero y apretó el émbolo.

–¡Dejadme hablar!

Pendergast, que no podía moverse, se puso de rodillas.

–¿Qué pasa? ¿Qué vio?

–¡Dios mío!

La angustiada voz de Gasparilla combatía el sedante entre ahogos y toses.

–¿Qué?

El tono de Pendergast era acuciante. La mano de Gasparilla retorcía la tela de su chaqueta, acercándolo a él. El mal olor, insoportable, parecía levantarse en oleadas de la cama.

–¡La cara! ¡La cara!

–¿Qué cara?

Hazen tuvo la impresión de que Gasparilla se ponía muy tenso. Su cuerpo rígido parecía más largo.

–¿Se acuerda de lo que le dije sobre el diablo?

–Sí.

Gasparilla se empezó a retorcer, y a atragantarse.

–¡Pues me equivocaba!

–¡Enfermero! –exclamó el médico, dirigiéndose a un hombre corpulento–. ¡Administre otros dos miligramos de Ativan y saque de aquí a este hombre! ¡Ahora mismo!

–¡Noooo!

Las manos sujetaban a Pendergast como garras.

–¡Fuera, he dicho! –gritó el médico, tratando de abrirlas–. ¡Sheriff, este hombre va a matar a mi paciente! ¡Sáquelo de aquí!

Hazen puso mala cara. ¡Como si fuera responsable de Pendergast! De todos modos, se acercó y se sumó a los esfuerzos del médico por desprender una de las manos esqueléticas de Gasparilla. Pendergast, mientras tanto, no hacía nada por ayudarlos.

–¡Me equivocaba! –aulló Gasparilla–. ¡Me equivocaba! ¡Me equivocaba!

La enfermera clavó otra jeringuilla en el gota a gota, y administró otra dosis de sedante.

–¡Ahora que está aquí, no hay nadie a salvo! ¡Nadie!

El médico se volvió hacia la enfermera y le ordenó:

–Que vengan los de seguridad.

Se disparó una alarma en el cabezal de la cama.

–¿Qué vio? –preguntó Pendergast, suave pero imperiosamente.

De improviso, Gasparilla se sentó en el colchón. La sonda nasogástrica lanzó gotas de sangre al desprenderse y chocócon el marco de la cama. La mano crispada del enfermo rodeó el cuello de Pendergast.

Hazen forcejeó con él. ¡Acabaría por estrangular a Pendergast!

–¡El diablo! ¡Ha venido! ¡Está aquí!

Cuando la segunda inyección hizo su efecto, la mirada del paciente pareció perderse en el infinito, pero la presión de sus manos no disminuyó, pareció aumentar.

–¡Existe! ¡Lo vi esa noche!

–¿Sí? –preguntó Pendergast.

–Sí, y es un niño… un niño…

De pronto, justo cuando se disparaba otra alarma (esta de menor intensidad) en la batería de aparatos, Hazen sintió que los brazos de Gasparilla se quedaban fofos.

–¡Una parada cardíaca! –exclamó el médico–. ¡Una parada! ¡Que traigan el carro de paradas!

Varias personas irrumpieron simultáneamente en la sala: el equipo de seguridad, enfermeras y médicos. Pendergast se levantó, quitándose de encima los brazos flácidos para limpiarse la hombrera. El, siempre tan pálido, se había puesto rojo, pero era la única alteración en su persona. Las enfermeras los sacaron enseguida al pasillo, tanto a él como a Hazen.

Esperaron diez o quince minutos, mientras se oía una actividad
,
febril al otro lado de la puerta. De repente volvió a reinar la calma, como si alguien hubiera apretado un interruptor. Hazen oyó desconectar los aparatos, cesar una a una las alarmas, y hacerse (¡qué alivio!) el silencio.

El primero en salir fue el médico de guardia. Lo hizo lentamente, casi sin rumbo, inclinada la cabeza. Al pasar junto a ellos, la levantó. Tenía los ojos inyectados en sangre. Miró primero a Hazen, y después a Pendergast.

–Lo ha matado –dijo con tono de fatiga, casi como si ya no le importase.

Pendergast le puso una mano en el hombro.

–Los dos hacíamos nuestro trabajo. Le aseguro, doctor, que no me habría soltado hasta decir lo que tenía que decir. Tenía que hablar.

El médico sacudió la cabeza.

–Supongo que tiene razón.

Poco a poco, las enfermeras y los otros asistentes se dispersaron.

–Se lo tengo que preguntar –dijo Pendergast–: ¿de qué ha muerto, exactamente?

–De un infarto masivo después de un largo período de fibrilación. Nos ha sido imposible estabilizar el corazón. Es la primera vez que veo tanta resistencia a los sedantes. Una explosión cardíaca. Se le ha reventado el corazón.

–¿Y tiene alguna explicación sobre la causa de las fibrilaciones?

El médico hizo un gesto de cansancio con la cabeza.

–La impresión. No han sido las heridas, que en sí no eran mortales, sino el profundo impacto psicológico que las acompañó, y que no ha podido superar.

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