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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (26 page)

Esta vez el silencio fue más largo, y Chauncy puso peor cara.

–Que no, Blutter, que no quiero hablar con este poli…

Otra pausa, seguida de un «¡Joder!». Chauncy colgó y estuvo a punto de tirarle el teléfono a Pendergast.

–Bueno, vale –masculló–, tiene diez minutos.

–Gracias, pero tardaré lo que haga falta. Las notas las tomará mi «compañera», que es muy profesional. ¿Señorita Swanson?

–¿Qué? Ah, sí, sí.

Corrie se puso nerviosa, porque se había dejado la libreta en el coche. Entonces, como por arte de magia, apareció una en la mano de Pendergast, junto con un bolígrafo. Corrie los cogió y hojeó la libreta para que pareciera que tenía práctica.

Ridder volvió a intervenir.

–¿Qué, Hazen, piensas quedarte mirando? ¿No haces nada?

La mirada del sheriff era inescrutable.

–¿Qué quieres que haga?

–Poner punto final a esta payasada. Este agente del FBI lo va a estropear todo.

Hazen contestó sin perder la calma.

–Sabes perfectamente que no lo puedo hacer.

Se volvió hacia Pendergast y guardó un silencio inexpresivo, pero Corrie lo conocía bastante para leer su mirada. Pendergast se dirigió a Chauncy con muy buen tono.

–Dígame, doctor Chauncy, ¿en qué momento salió el nombre de Medicine Creek como población candidata a acoger el campo experimental?

–El año pasado, a través de un análisis informático. En abril.

Chauncy contestaba maquinalmente.

–¿Cuándo vino por primera vez?

–En junio.

–¿En ese momento entró en contacto con alguien del pueblo?

–No, solo era un viaje preliminar.

–¿Entonces qué hizo, exactamente?

–No veo la…

Pendergast enseñó el móvil y dijo alegremente:

–Pulse el botón de rellamada, que es más fácil.

Chauncy hizo un gran esfuerzo para controlarse.

–Comí en el bar de Maisie.

–¿Y?

–¿Cómo que «y»? Pues que fue la peor comida que he tenido la desgracia de consumir.

–¿Y después?

–Diarrea, lógicamente.

A Corrie se le escapó la risa. Ridder y Hazen se miraban sin saber cómo reaccionar, mientras los labios de Chauncy dibujaban una sonrisa desprovista de alegría. Parecía que estuviera recuperando el aplomo, que no la soberbia. Siguió hablando.

–Inspeccioné un campo de la empresa Buswell Agricon, que participa en el proyecto.

–¿Dónde?

–Abajo, cerca del río.

–¿En qué punto, para ser exactos?

–Distrito quinto, zona uno, cuadrante noroeste de la sección nueve.

–¿Qué criterios siguió para la inspección? ¿En qué consistió?

–Fui a pie por el campo recogiendo muestras de tierra, maíz y algunas otras cosas.

–¿Cuáles ?

–Agua, plantas, insectos, muestras científicas… Cosas que usted no entendería, señor Pendergast.

–¿Recuerda la fecha exacta?

–Tendría que consultar mi agenda.

Pendergast cruzó los brazos, esperando. El doctor Chauncy puso mala cara pero sacó una agenda del bolsillo y la hojeó.

–El 11 de junio.

–¿Vio alguna anomalía? ¿Algo que se saliera de lo habitual?

–Ya se lo he dicho antes: nada.

–Otra pregunta. Ya que es un cultivo experimental, ¿puede concretarme con qué se experimentará?

Chauncy se irguió.

–Lo siento, señor Pendergast, pero se trata de conceptos científicos demasiado complejos para que los capte un lego. No tendría sentido contestar a preguntas de esa clase.

Pendergast sonrió con humildad.

–Claro. ¿Y no podría simplificarlo para que lo entienda cualquier tonto?

–Supongo que se podría intentar. Queremos conseguir una variedad de maíz que elimine la necesidad de pesticidas externos. Ahí tiene la explicación para tontos, señor Pendergast. Espero que la haya seguido.

Chauncy sonrió fugazmente. Pendergast se inclinó un poco, y se le borró cualquier rastro de expresión de la cara. Corrie pensó que parecía un gato a punto de saltar.

–Doctor Chauncy, ¿cómo planean evitar que polinice otros cultivos? Si su variedad genética se propagara por el resto de los maizales, sería imposible volver a encerrar al genio en la botella, valga la expresión.

Chauncy puso cara de desconcierto.

–Estableceremos una zona de contención. Araremos una franja de treinta metros alrededor del campo y plantaremos alfalfa.

–Pero según Addison y Markham, en el número de abril de 2002
del Journal of Biomechanics,
está demostrado que la polinización por maíz modificado genéticamente puede extenderse varios kilómetros desde el campo con el que se trabaja. Seguro que se acuerda del artículo, doctor Chauncy; Addison y Markham, abril de…

–¡Sí, sí, ya lo conozco! –dijo Chauncy.

–Entonces, también conocerá las investigaciones de Engels, Traumerai y Green, que demostraron que la planta modificada genéticamente de la variedad 3PJ-5 produce un polen tóxico para la mariposa monarca. ¿Por casualidad trabajan con la variedad 3PJ?

–Sí, pero la mortalidad de la mariposa monarca solo se produce en concentraciones superiores a sesenta granos de polen por milímetro cuadrado…

–Presente en un radio mínimo de trescientos metros desde el campo en cuestión siguiendo la dirección del viento, según un estudio de la Universidad de Chicago publicado en las actas del tercer congreso anual de…

–¡Que sí, hombre, que sí, que ya conozco el artículo! ¡No hace falta que me dé la referencia!

–Entonces, doctor Chauncy, se lo vuelvo a preguntar: ¿cómo piensan evitar la transpolinización, y cómo protegerán a la población local de mariposas?

–¡De eso trata el experimento, Pendergast! Son precisamente los problemas que queremos resolver…

–¿O sea, que Medicine Creek será una población conejillo de Indias para poner a prueba posibles soluciones a esos problemas?

Chauncy farfulló unos segundos, sin respuesta. Parecía estar sufriendo un ataque. Corrie vio que había perdido por completo los estribos.

–¿Por qué tengo que justificar un trabajo tan importante como el mío a un… a un… poli de mierda?

De repente solo se oía la respiración laboriosa de Chauncy, que sudaba hasta el punto de tener toda la frente mojada, y manchas incipientes en los sobacos de la chaqueta.

Pendergast se volvió hacia Corrie.

–Creo que ya hemos terminado. ¿Lo ha apuntado todo, señorita Swanson?

–Todo, incluido el «poli de mierda».

Tras cerrar la libreta (con un ruido de satisfacción), y guardarse el bolígrafo en uno de sus bolsillos de cuero, Corrie sonrió de oreja a oreja a los presentes. El agente se disponía a marcharse.

–Pendergast… –dijo Ridder en voz baja y extremadamente fría, y con una expresión ante la que Corrie no pudo evitar un escalofrío.

–¿Qué?

Los ojos de Ridder brillaban como la mica.

–Nos ha estropeado la comida, y ha puesto nervioso a nuestro invitado. ¿No quiere decirle nada antes de irse?

–Creo que no. –Pendergast puso cara de pensarlo–. Como máximo, una cita de Einstein: «Lo único más peligroso que la ignorancia es la soberbia». Yo le sugeriría al doctor Chauncy que las dos características combinadas son todavía más inquietantes.

Corrie siguió a Pendergast por las sombras de la bolera, que contrastaba con la fuerte luz del sol. Al subir al coche, ya no pudo aguantarse la risa.

Pendergast la miró.

–¿Se divierte?

–¿Por qué no? Se lo ha dejado a Chauncy así de grande.

–Es la segunda vez que oigo esa curiosa expresión. ¿Qué significa?

–Pues significa… que le ha hecho quedar como un tonto, lo que es.

–Ojalá. Chauncy y los de su ralea no tienen ni un pelo de tontos. Por eso son tan peligrosos.

Treinta

Cuando Corrie volvió a Wyndham Parke Estates, el parque de caravanas donde vivía con su madre (justo detrás de la bolera), eran las nueve. Después de dejar a Pendergast había ido a pasar el rato a su lugar secreto de lectura, bajo las líneas de alta tensión, pero al ponerse el sol había empezado a tener miedo y preferido irse a casa.

Cautelosa, abrió la puerta, que estaba hecha polvo, y la cerró con un sigilo que era fruto de muchos años de práctica. A esas horas, su madre ya debía de estar frita. Era domingo, su día libre. Seguro que había empezado a empinar el codo al levantarse. Aun así, lo más prudente siempre era el silencio.

Entró en la cocina de puntillas. Como la caravana no tenía aire acondicionado, el calor era asfixiante. Abrió cuidadosamente un armario, sacó una caja de cereales Cap'n Grunch y se sirvió discretamente en un tazón. Después de llenárselo con leche de la nevera, empezó a comer. ¡Qué hambre tenía! Le hizo falta otro tazón para saciarse.

Lo lavó en silencio, lo secó, lo guardó, dejó los cereales y la leche en su sitio y borró cualquier rastro de su presencia. Con un poco de suerte, si su madre estaba grogui, quizá antes de acostarse pudiera jugar una o dos horas a la última versión de
Resident Evil
en su Nintendo.

–¿Corrie?

Se quedó de piedra. ¿Qué hacía su madre despierta? La voz carrasposa que llegaba del dormitorio no presagiaba nada bueno.

–Corrie, que ya sé que eres tú.

Procuró contestar con naturalidad.

–¿Qué, mamá?

Silencio. ¡Qué calor hacía en la caravana! Le extrañaba que su madre pudiera pasarse todo el día dentro, sudando y bebiendo. Le extrañaba y le parecía triste.

–Me parece que tienes que contarme algo, jovencita –dijo la voz en sordina.

Corrie trató de responder con buen tono.

–¿Como qué?

–Como lo de tu nuevo trabajo.

Se le cayó el alma a los pies.

–¿Qué le pasa?

–No, nada, que soy tu madre y me considero con derecho a saber a qué te dedicas.

Corrie carraspeó.

–¿Lo podemos discutir mañana?

–No, ahora mismo. Espero una explicación.

Corrie buscó una manera de empezar. Sonaría raro, lo enfocara como lo enfocase.

–Estoy trabajando para el agente del FBI que investiga los asesinatos.

–Sí, ya me he enterado.

–O sea, que ya lo sabes.

Se oyó un bufido.

–¿Cuánto te paga?

–Eso a ti no te importa, mamá.

–¿Ah, no? ¿No me importa? ¿Qué te crees, que puedes vivir aquí gratis, comer gratis y entrar y salir cuando quieras? ¿Eh?

–La mayoría de los hijos viven gratis con sus padres.

–Pero no si trabajan y les pagan bien. Entonces contribuyen.

Corrie suspiró.

–Te dejaré dinero en la mesa de la cocina.

¿A cuánto salía la caja de Cap'n Crunch? Ni siquiera se acordaba de la última vez que su madre había ido de compras o había cocinado. Como máximo, traía algo de picar de la bolera, donde trabajaba de camarera de lunes a viernes. Algo de picar y un buen surtido de botellas de vodka en miniatura. Se lo gastaba todo en eso, en botellines de vodka.

–Aún estoy esperando que me contestes. ¿Cuánto te paga? Seguro que no mucho.

–Ya te he dicho que no te importa.

–¿Qué te van a pagar, si no sabes hacer nada? No sabes escribir a máquina, no sabes redactar una carta comercial… La verdad, no me imagino por qué te ha contratado.

–Porque le parece que sí que sé hacer algo –respondió Corrie acaloradamente–. Me paga setecientos cincuenta semanales, para que te enteres.

Se arrepintió enseguida de haberlo dicho. Hubo un momento de silencio.

–¿Has dicho setecientos cincuenta semanales?

–Exacto.

–¿Y se puede saber qué haces para ganártelos?

–Nada.

Pero bueno, ¿por qué dejaba que su madre la obligara a admitirlo?

–¿Nada? ¿Nada?

–Soy su ayudante. Tomo notas y le llevo en coche.

–¿Tú qué sabes de ser ayudante? ¿Quién es? ¿Qué edad tiene? ¿Dices que le llevas en coche? ¿En el tuyo? ¿Por setecientos cincuenta dólares semanales?

–Sí.

–¿Tienes contrato?

–Pues no.

–¿Sin contrato? Pero ¿tú eres tonta o qué? Corrie, ¿por qué te crees que te paga setecientos cincuenta? ¿O ya lo sabes? ¿Ya has llegado a ese punto? No me extraña que me mientas, y me escondas que trabajas. Ya me imagino el trabajito que le haces, niña.

Corrie se tapó las orejas con las manos. ¡Qué ganas de salir, de irse en coche a donde fuera! Siempre podía bajar al río y dormir en el Gremlin, pero le daba miedo. Era de noche, y el asesino andaba suelto por el maizal.

–Mamá, que no es eso, ¿vale?

–No, no vale. Tú aún vas al instituto, y no sabes hacer nada. ¡Cómo van a pagarte setecientos cincuenta! Corrie, yo he corrido lo mío, y sé bastante de la vida. Conozco bastante a los hombres.Sé lo que quieren y lo que piensan. Sé lo desgraciados que pueden llegar a ser. ¿Qué me dices de tu padre? ¿Te parece bien que me dejara plantada? A las dos, y nunca ha pagado ni un céntimo de tu manutención. Era un inútil. No, peor. Y ya te digo yo que el tío ese de agente del FBI no tiene nada. ¿ Cómo quieres que un agente del FBI le dé trabajo a una chica con antecedentes? No me cuentes mentiras, Corrie.

–No te cuento mentiras.

Sí, ¡qué ganas de no pasar la noche en casa, por una vez! Desgraciadamente, el pueblo estaba como un cementerio (secuelas del jaleo de la iglesia), con las casas cerradas a cal y canto cuando no habían dado ni las nueve.

–Pues si es todo tan normal, tráemelo, que quiero conocerlo.

–¡Yo no le enseño este sitio de mierda ni muerta! –exclamó Corrie, que de repente se había enfurecido–. ¡Y a ti menos!

–¡Niña, no te atrevas a hablarme así!

–Me voy a la cama.

–¡Te estoy hablando!

Corrie entró en su habitación, cerró la puerta, se puso rápidamente los cascos y metió un disco compacto en la cadena con la esperanza de que los Kryptopsy tocaran más fuerte que los gritos que oía a través de la pared. Había bastantes posibilidades de que su madre no se levantara de la cama. Le daba dolor de cabeza estar de pie. A la larga se cansaría de gritar, y por la mañana, con suerte, ya no se acordaría de la conversación. Claro que también era posible que se acordase. Le había parecido inquietantemente sobria.

Cuando se apagó el ruido infernal de la última canción, todo parecía en silencio. Se quitó los auriculares y fue a la ventana para respirar el aire nocturno. Cantaban los grillos. Todos los olores entraron de golpe en su habitación: los de la noche, el del maizal contiguo al parque de caravanas, el del calor pegajoso… Fuera estaba todo muy oscuro. Hacía tiempo que se habían fundido las farolas de su calle, y nunca las habían cambiado. Fijó un rato la mirada en la oscuridad, enjugándose las lágrimas. Después se tumbó vestida en la cama y puso el disco desde el principio. «¿Qué me dices de tu padre? Era un inútil.» Lo de siempre. Corrie trató de no pensar en él. Pensar en su padre solo servía para sufrir más, porque, a pesar de todo lo que le decía su madre, solo tenía buenos recuerdos de él. ¿Por qué se había marchado así? ¿Por qué no le había escrito ni una sola vez para explicarse? Quizá fuera verdad que ella no servía de nada, que era una inútil que no se merecía el amor de nadie, tal como se había molestado en explicarle su madre muchas veces.

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