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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (24 page)

–Vaya, que podría decirse que se ha muerto de miedo.

El médico miró al enfermero que salía de la habitación empujando una camilla. El cadáver de Gasparilla estaba envuelto de pies a cabeza con tiras de tela blanca muy ceñidas. El médico parpadeó y, pasándose una manga por la frente, observó la salida del cadáver por una doble puerta.

–Es una descripción un poco melodramática, pero sí, sería una manera de decirlo –dijo.

Veintisiete

Varias horas más tarde, y tres mil kilómetros al este, el sol poniente barnizaba el río Hudson de una suntuosa capa de bronce. Bajo la ancha sombra del puente George Washington, una barcaza remontaba pesadamente la corriente. Un poco más al sur, dos barcos de vela apenas turbaban, cual juguetes, la lisa superficie en su camino a la parte superior de la bahía de Nueva York.

Sobre el acantilado de roca formado por Riverside Park, la avenida que llevaba por nombre Riverside Drive deparaba excelentes vistas del río, pero la mansión de estilo Beaux-Arts y cuatro plantas que ocupaba toda la manzana entre las calles Ciento treinta y siete y Ciento treinta y ocho llevaba muchos años privada de cualquier panorama. Las tejas de pizarra de su tejado abuhardillado estaban agrietadas y sueltas. No se veía luz por sus ventanas emplomadas. No había vehículo, tampoco, bajo su puerta cochera, tan elegante antaño. Lúgubre y silenciosa se ofrecía a la vista la mansión, entre zumaques y robles sin cuidar.

Y, sin embargo, algo se movía en el vasto panal de habitaciones que se ramificaba bajo tierra, como un laberinto de raíces huecas.

En los interminables sótanos de piedra, perfumados de polvo y otros olores más sutiles y exóticos, caminaba un extraño personaje. Era de una delgadez casi cadavérica, con una gran melena que le llegaba a los hombros; blanco el pelo, y blancas las pestañas, también era blanca su bata de laboratorio, en cuyo bolsillo asomaban un rotulador negro, unas tijeras de bibliotecario y un lápiz adhesivo. Uno de sus finos codos apretaba una tablilla. En su cabeza, un casco de minero iluminaba la piedra húmeda, y las muchas hileras de suntuosos armarios de madera.

Se detuvo ante una de las filas. En los altos muebles de roble, los cajones se contaban por decenas. Sus dedos recorrieron las etiquetas, cuya elegante caligrafía se había vuelto casi ilegible por el paso del tiempo, y, deteniéndose en una, dieron unos golpecitos pensativos al marco de latón. Acto seguido, y con gran cuidado, abrió el cajón. La linterna hizo brillar con tornasoles verdes una colección de mariposas nocturnas cuyo color de jade respondía a una mutación que solo se encontraba en Cachemira. Retrocedió y anotó algo en la tablilla. Después cerró el cajón y abrió el de debajo. Contenía, meticulosamente clavadas en su correspondiente tabla, una docena de hileras de grandes mariposas nocturnas todavía más raras, de color añil. En cada lomo se observaba el extraño dibujo plateado de un ojo sin párpados.
Lachrymosa codriceptes,
la muerte alada: la bellísima, y venenosísima, mariposa del Yucatán.

Hizo otra anotación en la tablilla, cerró el cajón y, tras cruzar varias estancias (separadas por pesados cortinajes), llegó a una sala abovedada forrada de vitrinas, en cuyo centro brillaba un ordenador portátil. Se acercó a él, dejó la tablilla en la mesa de piedra y empezó a teclear.

Pasaron varios minutos sin que se oyera nada más que el ruido de las teclas, y el de alguna gota de agua. De pronto, algo zumbó en el bolsillo de su bata.

El hombre apartó una mano del teclado para meterla en el bolsillo y sacar un teléfono móvil.

Solo una de las dos personas que estaban al corriente de que tuviera móvil conocía el número. Se acercó el teléfono a la boca y dijo:

–El agente especial Pendergast, supongo.

–Exactamente –respondió una voz–. ¿Cómo está, Wren?

–«Preguntad mañana por mí, y me hallaréis todo un hombre estirado.»

–Sinceramente, lo dudo. ¿Ya ha terminado el
catalogue raisonné
de la biblioteca del primer piso?

–No, eso lo dejo para el final. –La voz del hombre de la bata había temblado de placer–. Todavía voy por la lista de las colecciones del sótano.

–¿De veras?

–Sí, de veras,
hypocrite lecteur;
y calculo que me quedan varios días. Las colecciones de su tío bisabuelo eran… digamos que nutridas. Además, solo puedo estar aquí de día, porque las noches las reservo para la biblioteca. Mi trabajo en ella no admite interrupción.

–Es natural. Pero dígame, ¿ha hecho caso a mi advertencia de no entrar en las últimas salas, las que hay al fondo del laboratorio abandonado?

–Sí.

–Me alegro. ¿Alguna sorpresa de especial interés?

–Muchas, muchas, pero creo que pueden esperar.

–¿Le parece? Expliqúese, si es tan amable.

Wren sufrió un pequeño titubeo que sus amigos (si los hubiera tenido) habrían calificado de poco habitual en él.

–La verdad es que no estoy muy seguro. –Volvió a callarse, y miró por encima del hombro–. Ya sabe que estoy acostumbrado a la oscuridad y el deterioro, pero en diversas ocasiones, mientras trabajaba aquí abajo, he tenido una extraña sensación; extraña y muy desagradable. Una sensación como de… –Bajó la voz–. Como de estar siendo observado.

–No me sorprende demasiado –dijo Pendergast al cabo de un instante–. Sospecho que el gabinete de curiosidades resultaría turbador para cualquiera, incluso para la persona menos imaginativa del mundo. Quizá haya sido mala idea encargarle la misión.

–¡No, no! –dijo Wren, entusiasmado–. ¡No, no, no! Una oportunidad así no la desaprovecharía por nada del mundo. He hecho mal en comentarlo. Ya lo dice usted: imaginaciones. «Los caprichos de una imaginación alucinada son tales, que ve más demonios de los que el infierno puede contener.» Hay que atribuirlo sin la menor duda a mi conocimiento de lo que… ejem… han visto estas paredes.

–Sin duda. También a mí me rondan todavía los hechos del pasado otoño. Esperaba que este viaje me despejara un poco las ideas.

–¿Y no ha sido así? –Wren rió entre dientes–. No me sorprende. Teniendo en cuenta su concepto del descanso… Investigar asesinatos en serie; y, por lo que sé, unos asesinatos bastante peculiares. De hecho, son tan inhabituales que casi resultan familiares. ¿Por casualidad no estará su hermano de vacaciones en Kansas?

La respuesta no fue inmediata. Cuando Pendergast volvió a hablar, su tono era frío y distante.

–Ya le he dicho que jamás mencione a mi familia.

–Claro, claro –se apresuró a responder Wren.

–Llamaba para pedirle algo. –Pendergast adoptó un tono más formal–. Necesito que me localice un artículo, Wren. Se trata del diario manuscrito de un tal Isaiah Draper, titulado
Historia de los Cuarenta y Cinco de Dodge.
Según mis investigaciones, ingresó en la colección de Thomas van Dyke Selden, que lo adquirió en 1933 cuando viajaba por Kansas, Oklahoma y Texas. Tengo entendido que en estos momentos la colección pertenece a la Biblioteca Pública de Nueva York.

Wren frunció el entrecejo.

–La colección Selden es el cúmulo de objetos sin valor más dispar y desorganizado de la historia. Sesenta cajas que ocupan dos almacenes, y cuyo conjunto no vale absolutamente nada.

–No generalice. Necesito datos que solo puede proporcionarme el diario en cuestión.

–¿Para qué? ¿Qué puede aclarar un viejo diario sobre los asesinatos?

Como Pendergast no contestaba, Wren volvió a suspirar.

–¿Qué aspecto tiene?

–Desgraciadamente, lo ignoro.

–¿Alguna marca que lo identifique?

–No lo sé.

–¿En qué plazo lo necesitaría?

–Pasado mañana, si es posible. El lunes.

–Se mofa usted de mí,
hypocrite lecteur.
Tengo los días ocupados aquí, y las noches… Ya conoce mi trabajo: muchos libros deteriorados, y muy poco tiempo. Encontrar una referencia concreta en ese maremágnum de…

–Naturalmente, sus esfuerzos recibirían una remuneración especial.

Wren se quedó callado, relamiéndose.

–Concrete, se lo ruego.

–Un libro de contabilidad indio que precisa conservación.

–No me diga…

–Al parecer es de gran importancia.

Wren apretó el teléfono móvil contra su oreja.

–Cuénteme.

–Al principio me pareció que el autor era el jefe sioux Joroba de Búfalo, pero ahora que lo he examinado más a fondo concluyo perteneció al mismísimo Toro Sentado, que debió de redactarlo en su cabaña de Standing Rock, quizá durante la Luna de las Hojas Caídas, en los meses anteriores a su muerte.

–Toro Sentado…

Wren acarició las palabras con la lengua, como si fueran poesía.

–Llegará a sus manos el lunes, pero solo a efectos de conservación. Quizá pueda disfrutarlo durante dos semanas.

–Y el diario, suponiendo que exista, estará en las suyas.

–Existe, existe. En fin, no lo molesto más en su trabajo. Buenas tardes, Wren, y tenga cuidado.

–Con Dios.

Wren guardó el móvil en el bolsillo y se colocó ante el ordenador, mientras repasaba mentalmente la disposición física de la colección Selden y casi le temblaban las manos al pensar que en un plazo de dos días pudiera tocar el libro de contabilidad de Toro Sentado.

Cuando empezó a teclear, dos ojos pequeños y serios lo observaban atentamente desde la oscuridad que se cernía detrás de las vitrinas.

Veintiocho

Smit Ludwig casi ya no iba a la iglesia, pero aquel domingo de calor tan brutal, al levantarse, tuvo la intuición de que podía valer la pena. No podía explicarlo con exactitud; solo sabía que en el pueblo las tensiones habían llegado a un punto crítico, y que ya no se hablaba de otra cosa que de los asesinatos. Había recelo en las miradas entre los vecinos. La gente tenía miedo y buscaba un remedio a su inseguridad. Su olfato de periodista le dijo que el escenario de esa búsqueda sería la iglesia luterana del Calvario.

Al acercarse a la coqueta iglesia de ladrillo, con su blanco campanario, supo que había acertado. El aparcamiento estaba a reventar, hasta el punto de que había coches en ambas aceras. Dejó el suyo al final y tuvo que caminar casi medio kilómetro. Parecía mentira que quedaran tantos habitantes en Medicine Creek.

La puerta estaba abierta. Como siempre, al entrar, le dieron un programa. Fue hasta las filas del fondo, y se quedó en un lateral con buena visión. Era algo más que un simple oficio religioso. Era una noticia. Algunos de los asistentes pisaban la iglesia por primera vez. Al tocarse el bolsillo, se alegró de haber traído lápiz y libreta. Los sacó y empezó a tomar disimuladamente notas. Ya había reconocido a Bender Lang y a su esposa, Klick y Melton Rasmussen, Art Ridder y señora, los Cahill, Maisie, y Dale Estrem con sus colegas de la cooperativa. Tampoco faltaba el sheriff Hazen, en un lateral, con cara de mal humor. No se le había visto por la iglesia desde la muerte de su madre. Lo acompañaba su hijo, cuya cara fofa expresaba irritación. Por último, en una esquina oscura, dos personas:Pendergast, el hombre del FBI, y Corrie Swanson con el pelo violeta de punta, los labios negros y varios colgantes plateados. ¡Qué extraña pareja!

Al ver que el reverendo John Wilbur se acercaba amaneradamente al pulpito, todos callaron. El oficio empezó como siempre, con el himno y la oración del día. En el momento de las lecturas, el silencio era total. Ludwig vio que había una gran expectación, y tuvo curiosidad por el enfoque que había pensado adoptar el pastor Wilbur, un hombre estrecho de miras y pedante que no tenía fama de muy buen orador. Siempre quería demostrar su erudición salpicando sus sermones de citas literarias y poéticas, pero lo único que conseguía era parecer pomposo y prolijo. Al pastor Wilbur le había llegado el momento de la verdad. El pueblo nunca lo había necesitado tanto.

¿Estaría a la altura?

La lectura del Evangelio había terminado. Se avecinaba la hora del sermón. Había electricidad en el ambiente. Era el momento anhelado en que se les reconfortaría el espíritu; porque a eso habían acudido todos, en definitiva.

El pastor subió al pulpito, tosió dos veces delicadamente en el cuenco de la mano, apretó sus finos labios y alisó con un crujido los papeles amarillentos que tenía escondidos tras la madera llena de adornos.

–Esta mañana se me ocurren dos citas –dijo, mirando a la congregación–; una de ellas de la Biblia, naturalmente, y la otra de un famoso sermón.

La esperanza de Ludwig se avivó. Parecía un enfoque nuevo, prometedor.

–Os ruego que recordéis la promesa de Dios a Noé en el libro del Génesis: «Mientras dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche, no cesarán». Y también las palabras de John Donne: «Dios viene a ti no como asoma el alba, no como el capullo en primavera, sino cual las gavillas en tiempo de cosecha».

Wilbur hizo una pausa para mirar por encima de sus gafas de lectura, y ver la iglesia llena. En ese momento, a Ludwig se le cayó el alma a los pies, y con más fuerza por sus falsas esperanzas. Se había dejado engañar por los aires de improvisación. «¡Oh, no! -–pensó–. ¡Otra vez el sermón de la cosecha no, por favor!»

Y sin embargo, por increíble que fuera, esa parecía ser la intención de Wilbur, que abrió pomposamente los brazos.

–He aquí que el pueblecito de Medicine Creek vuelve a verse rodeado por la providencia de Dios. Verano, cosecha: nos rodean los frutos de la verde tierra del Señor, y su promesa, el maíz, con sus tallos temblando por el peso de las mazorcas maduras bajo el sol dadivoso del verano.

Ludwig, al borde de la desesperación, miró a los que lo rodeaban. O le fallaba la memoria, o en esa época del año Wilbur siempre había pronunciado el mismo sermón. En vida de su esposa, el ciclo de sermones del pastor (tan previsible como el de las estaciones) le había parecido reconfortante, pero ya no, y menos en un momento así.

–A los que piden una señal de la providencia de Dios, a los que necesitan pruebas de su bondad, les digo: salid a la puerta. Salid a la puerta y contemplad el gran mar de la vida, la cosecha de maíz a punto de ser recogida y comida para dar alimento físico a nuestros cuerpos y consuelo espiritual a nuestras almas…

–Dirás gasohol a nuestros coches –murmuró alguien cerca de Ludwig.

Esperó. Quizá el pastor se estuviera calentando antes de llegar a lo importante.

–Aunque el momento elegido para loar a Dios por la munificencia de su tierra sea el día de Acción de Gracias, yo quiero agradecérsela ahora, justo antes de la cosecha, cuando el don de la bondad divina se encarna alrededor de todos nosotros en los campos de maíz que se extienden de horizonte a horizonte. Subamos, como nos insta a hacer el inmortal bardo John Greenleaf Whittier, «desde los campos ricos en maíz»; y, aprovechando una pausa en nuestro camino, volvámonos a contemplar la gran tierra de Kansas cubierta por la cosecha, y dar gracias.

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