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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

Naturaleza muerta (55 page)

–Asesinos, asesinos…

Pero poco quedaba del tono acusador. Solo quedaba dolor.

Corrie miró a Pendergast, intentando descifrar lo que había dicho.

–¿Su… hijo?

Pendergast la miró.

–La pista decisiva me la dio usted al contarme que en su juventud la señorita Kraus tenía fama de… liberal. Naturalmente, se quedó embarazada. En circunstancias normales la habrían hecho tener el niño en otra parte.–Volvió a mirar a Winifred Kraus, y le dijo con dulzura–: Pero su padre no la mandó de viaje. ¿Verdad que no? Tenía otra manera de solucionar el problema. La vergüenza.

La anciana, cuyos ojos se habían llenado de lágrimas, inclinó la cabeza. Se produjo un largo silencio. Y durante ese silencio el sheriff Hazen espiró con fuerza al comprender.

Corrie lo miró. Tenía toda la cabeza vendada, y una mancha muy roja alrededor de la oreja cortada. Sus ojos estaban ennegrecidos, y sus mejillas moradas e hinchadas.

–Dios mío…–murmuró el sheriff.

–Sí–dijo Pendergast, mirándolo–. El padre, con su religiosidad fanática e hipócrita, los encerró en la cueva a ella y al fruto de su pecado.

Volvió a mirar a Winifred.

–Tuvo usted el niño en la cueva. Al cabo de un tiempo la dejaron reintegrarse al mundo, pero no a su bebé. El hijo del pecado tuvo que quedarse en la cueva. Que es donde la obligaron a educarlo.

Hizo una breve pausa. Winifred callaba.

–Lo que ocurre es que a la larga no le pareció tan mala idea. ¿Verdad que no? Así lo protegía de un mundo malvado. En cierto modo, el sueño de toda madre.–El tono de Pendergast era sereno, tranquilizador–. Siempre tendría a su pequeño con usted. Mientras estuviera en la cueva, no podría separarse de su madre. Nunca se iría de casa, ni conocería las asechanzas del mundo.Nunca la dejaría por otra mujer. Nunca la abandonaría, como su madre la había abandonado a usted. Lo hacía para protegerlo de la corrupción del mundo. ¿Verdad? Así su hijo siempre la necesitaría, dependería de usted y la querría. Sería suyo… para siempre.

Las lágrimas corrían ya por las mejillas de la anciana, que movía tristemente la cabeza.

Los ojos de Hazen, muy abiertos, miraban fijamente a Winifred Kraus.

Sin embargo, Pendergast mantuvo el mismo tono sosegado.

–¿Puedo preguntarle cómo se llamaba, señorita Kraus?

–Job–murmuró ella.

–Un nombre bíblico. Claro. Y que se demostró muy indicado. Lo educó en la cueva. Se volvió un hombre alto y fuerte; muy fuerte, ya que en su mundo la única manera de desplazarse era trepando. Job nunca tuvo la oportunidad de jugar con otros niños de su edad. Nunca fue al colegio. Apenas aprendió a hablar. De hecho, en sus primeros cincuenta y un años de vida no conoció a otro ser humano que a usted. Debía de ser un niño con una inteligencia superior a la normal, y de fuertes impulsos creativos, pero creció prácticamente sin socializarse como ser humano. Usted lo visitaba de vez en cuando, cuando no había peligro, y le leía, pero demasiado poco para enseñarle algo más que los rudimentos del lenguaje. Aun así, era un niño muy despierto. Muy creativo. Basta pensar en lo que aprendió por sus propios medios: a hacer fuego, a fabricar objetos ingeniosos con las manos, a hacer nudos y a crear auténticos mundos con los pequeños objetos que encontraba en la cueva. Es posible que en algún momento usted se diera cuenta de que confinarlo a la cueva (lejos del sol, de la civilización, del contacto humano y de la interacción social) era perjudicial para él, pero claro, para entonces debió de parecerle demasiado tarde.

La anciana seguía llorando en silencio con la cabeza gacha.

Hazen espiró lentamente por segunda vez.

–Pero salió–dijo con voz ronca–. Salió, el muy hijo de puta. Y empezaron los asesinatos.

–Exacto–dijo Pendergast–. Un día, excavando en los túmulos, Sheila Swegg descubrió la antigua entrada india a la cueva, la puerta trasera; que, dicho sea de paso, fue la que usaron los Guerreros Fantasmas en su emboscada a los Cuarenta y Cinco. Los guerreros la cerraron por dentro tras volver a meterse en la cueva y suicidarse ritualmente tras el ataque. Pero Sheila Swegg la encontró cuando excavaba en los túmulos. Para desgracia suya. A Job, el hecho de que Sheila Swegg entrara en su cueva debió de causarle una impresión brutal. El único ser humano que conocía era su madre. Ni siquiera sabía que existieran otros. La mató por miedo, y es de suponer que involuntariamente. Más tarde encontró el acceso que había abierto su víctima, y por primera vez salió a un nuevo mundo, grande y lleno de prodigios. ¡Qué momento debió de ser! Porque usted nunca le había contado nada del mundo exterior, ¿verdad, señorita Kraus?

La anciana negó lentamente con la cabeza.

–Conque Job salió de la cueva. Debía de ser de noche. Al mirar hacia arriba, vio las estrellas por primera vez. Al mirar alrededor, vio los árboles oscuros de la orilla del río, y olió el aire enrarecido y húmedo del verano de Kansas. ¡Qué diferencia con la oscuridad cerrada donde había vivido medio siglo! Es posible que entonces, en la lejanía de los campos, viera las luces de Medicine Creek. En ese momento, señorita Kraus, perdió usted cualquier control sobre él. Como todas las madres. La diferencia es que, en su caso, Job tenía más de cincuenta años. Se había vuelto un ser humano muy fuerte, pero malogrado sin remedio. Y no era posible volver a meter el genio en la redoma. Job tenía que seguir saliendo, y explorando el nuevo mundo.

La voz de Pendergast se apagó en la fría oscuridad.

La anciana dejó escapar un débil sollozo. Todos se habían quedado mudos. Fuera, el viento amainaba lentamente. Un trueno rezagado retumbó en la distancia. Al final, la señorita Kraus se decidió a hablar.

–Cuando mataron a la primera mujer, no se me ocurrió que pudiera ser mi Job, pero después… Me lo contó él. Estaba tan entusiasmado… Tan contento… Me contó que había encontrado un mundo, como si no supiera que yo lo conocía. Él no quería matar a nadie, señor Pendergast. Se lo aseguro. Solo intentaba jugar. Quise explicárselo, pero no había manera de hacérselo entender, y…

Se atragantó con un sollozo. Pendergast esperó un poco y prosiguió.

–Cuando se hizo mayor, ya no fue necesario visitarlo tan a menudo. Supongo que le llevaba provisiones una o dos veces por semana. Así se explica que tuviera mantequilla y azúcar. Para entonces ya era casi autosuficiente. El sistema de cuevas era su casa. Él solo, con los años, había aprendido muchas cosas, habilidades necesarias para sobrevivir en la cueva, pero el mayor perjuicio lo había sufrido en el ámbito de la moral humana. No sabía diferenciar el bien y el mal.

–¡Pero yo lo intenté! ¡No sabe cuántas veces intenté explicárselo!–exclamó Winifred Kraus, balanceándose.

–Hay cosas que no se pueden explicar, señorita Kraus–dijo Pendergast–. Hay que observarlas. Hay que vivirlas.

La tormenta sacudía la casa y la hacía vibrar.

–¿Cómo se le deformó la cabeza?–preguntó Pendergast al cabo de un rato–. ¿Por el mero hecho de vivir en la cueva? ¿O sufrió alguna caída durante la infancia? ¿Alguna fractura que no se le curó bien?

Winifred Kraus tragó saliva y se rehízo.

–Se cayó a los diez años. Creía que se me moría. Le habría traído un médico, pero…

Hazen la interrumpió con un tono que reflejaba asco, rabia, incredulidad y dolor.

–Pero ¿y las composiciones de los maizales? ¿Qué sentido tenían?

Winifred se limitó a mover la cabeza, sorprendida.

–No lo sé.

Pendergast volvió a intervenir.

–Es posible que no lleguemos a saber qué pasaba por su cabeza al crear esas imágenes. Era una forma de expresión personal, un concepto peculiar, y quizá incomprensible, de juego creativo. Ya ha visto los grabados de la cueva, y las composiciones de palos, cuerdas, huesos y cristales. Por eso nunca se ajustó al patrón de asesino en serie, por el simple hecho de que no lo era. Carecía del concepto de asesinato. Era completamente amoral. El sociópata más puro que se pueda imaginar.

La anciana seguía en silencio, sin levantar la cabeza. Corrie la compadeció. Se acordó de que había oído contar lo estricto que había sido su padre. Decían que la pegaba por cualquier infracción de sus complicadas reglas, llenas de contradicciones, y que una vez la había encerrado varios días llorando en el desván de la casa. Eran viejas historias, que siempre terminaban en un gesto de asombro y el mismo comentario: «Parece mentira, con lo buena persona que es Winifred… A ver si al final serán inventos».

Pendergast seguía paseando por la sala, entre miradas a Winifred Kraus.

–Los pocos ejemplos que conocemos de niños con una educación parecida (como el niño lobo de Aveyron, o el caso de Jane D., encerrada en un sótano hasta los catorce años por su madre esquizofrénica) demuestran que se producen daños neurológicos y psicológicos a gran escala e irreversibles por el mero hecho de que una persona se vea privada del proceso normal de socialización y desarrollo del lenguaje. El caso de Job va un paso más allá: a él lo privaron del mundo.

De repente, Winifred se tapó la cara con las manos y se balanceó.

–Ay, mi niño…–dijo, llorando–. Mi pobrecito Jobie…

El silencio era total, a excepción de los murmullos incesantes de Winifred.

–Pobrecito niño mío… Pobre Jobie…

Corrie oyó una sirena a lo lejos. Las luces de un camión de bomberos se filtraron por las ventanas rotas de la fachada, en forma de franjas luminosas que corrieron por las paredes y el suelo. A continuación oyeron el ruido de los frenos de una ambulancia y un coche patrulla; después, puertas de coche cerrándose y pasos pesados en el porche. Se abrió la puerta, y entró un fornido bombero.

–¿Por aquí va todo bien?–preguntó, campechano–. Ya hemos despejado las carreteras, y…

Calló al ver las manchas de sangre de Hazen, el llanto de la anciana esposada al sillón y el mudo estupor de los demás.

–No–dijo Pendergast con calma–. No va todo bien.

Epílogo
1

El sol poniente flotaba sobre Medicine Creek como una bendición. La tormenta había disipado la ola de calor y el cielo estaba limpio. El otoño ya se insinuaba en el aire. Los maizales que habían sobrevivido a la tormenta estaban segados, y el pueblo se sentía liberado de aquel peso claustrofóbico. Centenares de cuervos pasaban en su vuelo migratorio y se abatían sobre los campos para buscar los últimos granos entre los rastrojos. Al borde del pueblo, el campanario de la iglesia luterana era una flecha fina y blanca sobre un telón verde y azul. Por sus puertas, abiertas de par en par, salían retazos de las vísperas.

No muy lejos, Corrie intentaba terminar
Beyond the Ice Limit
en la cama deshecha. En la caravana reinaba la tranquilidad. La ventana abierta de la habitación dejaba entrar una agradable brisa. Los cúmulos algodonosos que surcaban el cielo arrastraban sus sombras por los campos segados. Pasó dos veces de página. Llegaban de la iglesia las primeras notas de órgano de «Beautiful Savior», seguidas por las de un coro lejano, en el que como siempre destacaba la voz trémula de Klick Rasmussen.

Al oírlo, Corrie esbozó una sonrisa. Debía de ser el primer oficio que celebraba el nuevo pastor, un joven llamado Tredwell de quien el pueblo ya se enorgullecía. Sonrió aún más al acordarse de lo que le habían contado antes de salir del hospital: que Smit Ludwig había salido del maizal descalzo y lleno de morados y arañazos, tras dos días inconsciente por una conmoción, y se había ido derechito a la iglesia, donde precisamente se celebraba su funeral. Su hija, llegada para la ceremonia, se había desmayado. Sin embargo, el principal sorprendido había sido el pastor Wilbur, que, interrumpido en plena recitación de Swinburne, y seguro de ver un fantasma, había sufrido una apoplejía. En esos momentos convalecía lejos de Medicine Creek. En cuanto a Ludwig, se estaba recuperando muy deprisa y aprovechaba su estancia en el hospital para escribir los primeros capítulos de un libro sobre su encuentro con el asesino de Medicine Creek, que solo se había llevado sus zapatos, dejándolo por muerto en el maíz.

Corrie cerró la novela y se tumbó para ver pasar las nubes por la ventana. El pueblo se esforzaba por volver a la normalidad. Ya habían empezado las pruebas de selección para el equipo de fútbol, y en dos semanas lo harían las clases. Corría el rumor de que la universidad había decidido situar el campo experimental en Iowa, pero nadie lo lamentaba. Todo lo contrario. Al parecer, Pendergast compartía la idea de Dale Estrem y la cooperativa sobre los riesgos de la modificación genética. En todo caso, poco importaba ese tema en un momento en que el pueblo había sido tomado por representantes de Parques Nacionales, varios expertos en cuevas, un equipo de fotógrafos del
National Geographic
y grupos de curtidos espeleólogos, a quién más impaciente por echar un vistazo a lo que ya se anunciaba como el mayor sistema de cuevas descubierto en Norteamérica desde las de Carlsbad. Todo indicaba que el pueblo se hallaba al borde de un nuevo amanecer que le traería riqueza, o como mínimo prosperidad. El tiempo lo diría.

Corrie suspiró. A ella le daba lo mismo. Un año más y, para bien o para mal, Medicine Creek pertenecería a su pasado.

Se quedó en la cama, pensando. Cuando ya era de noche, se levantó, fue al escritorio, abrió el cajón, palpó el fondo y retiró los billetes con cuidado. Mil quinientos dólares. Su madre no los había encontrado, pero tampoco había vuelto a darle la lata. El primer día después del hospital, había estado incluso amable, aunque Corrie ya sabía que le duraría poco; ya había vuelto al trabajo, y seguro que llegaría a casa con la carga habitual de botellines de vodka en el bolso. En uno o dos días sacaría el tema del dinero, y vuelta a empezar.

Acarició los billetes, pensativa. Tras una semana en el pueblo, colaborando con Hazen y la policía del estado en la recopilación de pruebas sobre el caso, Pendergast había llamado por teléfono para decir que se iba a primera hora y que quería despedirse (además de recoger su teléfono móvil). Corrie no se engañaba: lo que le interesaba era lo segundo, el móvil.

El agente la había visitado varias veces en el hospital, siempre solícito y amable, pero en el fondo Corrie esperaba algo más. Sacudió la cabeza. ¿El qué? ¿Que se la llevase como ayudante fija? Absurdo. Además, se lo veía cada vez más impaciente por marcharse, debido a algún asunto que lo esperaba, según él, en Nueva York. Había recibido varias llamadas al móvil de un tal Wren, pero Corrie no había podido espiarlas porque siempre salía de la habitación. En fin, tanto daba. Pendergast estaba a punto de marcharse, y en dos semanas ella volvería al instituto. Su último año en Medicine Creek. Solo un año más de infierno.

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